A lo largo de estos primeros 2000 años nunca ha faltado ese alimento, ese testimonio fehaciente de la Fe, que ha fortalecido el caminar de todos los creyentes
En estos últimos días hemos vivido dos ceremonias de Beatificación, una en Barcelona y otra en Madrid, de personas, sacerdotes, laicos, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, que murieron dando testimonio de su Fe y de su Esperanza en Nuestro Señor Jesucristo, durante los años de la guerra civil española. Y no digo “mártires de la guerra civil”, porque esa guerra pudo haber pasado sin necesidad de la muerte de esas personas, que no eran combatientes ni de uno ni del otro bando.
Lástima que una noticia así haya tenido apenas repercusión en muchos medios de comunicación.
Todos estos mártires, con la muerte ya anunciada, han llegado a sus últimos momentos en la tierra viviendo estas tres acciones, que son un claro testimonio de su Fe: la primera, pidieron perdón al Señor por su pecados; la segunda, pidieron la absolución, cuando se les permitía recibir el sacramento de la Reconciliación, a un sacerdote que, en algunos casos, sería también pasado por las armas; la tercera, perdonaron a quienes iban a ser en pocos minutos los ejecutores de su muerte, diciéndoselo a la cara si podían verles, o diciendo en su corazón, si el tirador estaba a sus espaldas. Y todos ofrecieron su vida al Señor por la paz, y de sus bocas brotaron palabras de alabanza a Dios: cada uno las que le salían del corazón.
La sangre de los mártires siempre ha regado los caminos de la Iglesia. A lo largo de estos primeros 2000 años de su predicación, nunca ha faltado ese alimento, ese testimonio fehaciente de la Fe, que ha fortalecido el caminar de todos los creyentes.
Esa lluvia de Fe, de Esperanza, de Caridad, que es la muerte de los mártires, seguirá regando los caminos de la Iglesia, y haciendo germinar tantas buenas semillas de amor a Dios por todos los caminos del mundo.
El diablo seguirá moviendo muchos corazones dispuestos a querer erradicar de la tierra la voz, la luz de Cristo. Se encontrará con los mártires, y verá su obra de muerte deshecha por la acción purificadora de la sangre de los mártires, que limpia y ennoblece nuestro corazón. Y podremos vivir nuestro propio “martirio” dando testimonio de nuestra Fe en Cristo y en su Iglesia. ¿Cómo?
El Señor nos pide a todos los cristianos otro martirio: el de dar testimonio de nuestra Fe sin complejos ni miedos de ningún tipo, ni temor alguno a posibles represalias o injusticias que puedan intentar hacernos abandonar la Fe, en estos momentos en los que es tan necesario que nuestro testimonio ayude a revivificar la Fe en el corazón de tantos cristianos.
Un testimonio que va desde arrodillarnos con cariño ante un Sagrario, y con el mismo cariño arrodillarnos ante el sacerdote en un Confesonario, y acoger a un hombre, a una mujer necesitada de compañía en su enfermedad, en cualquier circunstancia de su vida.
Los mártires saben que Dios les espera con los brazos abiertos; y en la muerte de estos hombres y mujeres que nos han precedido en dar un testimonio vivo de la muerte y de la Resurrección de Jesucristo; del amor de Dios a todas sus criaturas, Dios nos anuncia el amanecer de la Eternidad; de la Vida Eterna.
Los mártires son, verdaderamente, sembradores de paz, de esperanza, y se han visto fortalecidos en los momentos más difíciles y duros de su martirio, por el aliento materno de la Reina de los Mártires.