El hombre contuvo la emoción y, después de mantener un cierto silencio, comenzó a hablar…
Apenas terminada la bendición de la tumba, y depositada la caja del difunto en el fondo de la fosa, un hombre de unos cincuenta años se acercó a nosotros. Se abrió paso entre los parientes del recién enterrado, y me pidió si le podía atender un momento.
Me señaló el lugar donde sus cinco hijos estaban rezando ante otra tumba, a unos doscientos metros de distancia, y me rogó si podía acompañarle y rezar con ellos un responso. En el camino, me contó la historia.
Su esposa, la madre de los cinco hijos había muerto, con apenas 40 años, un día como aquel hacia seis años. En todos los aniversarios, y algunos otros días a lo largo del año, toda la familia se acercaba al cementerio y rezaba en el mismo lugar la oración del santo Rosario. En aquellos momentos dirigía el rezo la mayor, 16 años. Los más pequeños −dos gemelos de 5 años− seguían el palpitar de las Avemarías con una devoción algo llamativa para su edad.
Yo me uní a las palabras y a los corazones de la familia; y al terminar el Rosario, recé un responso por el eterno descanso de la difunta. Camino de la salida del cementerio, movido por una cierta curiosidad, y yendo los hijos un poco adelantados, pregunté al padre las circunstancias de la muerte de una madre tan joven.
El hombre contuvo la emoción y, después de mantener un cierto silencio, comenzó a hablar.
Cuando estaba en el tercer mes del embarazo de los dos gemelos, le detectaron un cáncer de pulmón. Los médicos le expusieron claramente la necesidad de comenzar inmediatamente un tratamiento de quimioterapia si quería salvar la vida. A la vez le informaron que el tratamiento podía tener graves consecuencias para la salud de los fetos. Y le pidieron que escogiera: el tratamiento y correr el riesgo, o abortar. O que ella decidiera otra cosa.
Por unos minutos, no pudo seguir hablando. Le tembló la voz. Guardé silencio, y luego prosiguió.
Isabel no lo dudó ni un segundo. Con mucha serenidad le dijo al médico que ella no recibiría ninguna sesión de quimio hasta que diera a luz a las dos criaturas. Después, ya quedaba en las manos de los médicos, si todavía era posible hacer algo. Durante todo el embarazo siguió haciendo vida normal, en la medida en que la enfermedad se lo permitía. Yo la veía a veces muy cansada, pero no dejaba de sonreír ni de rezar. Los meses pasaron con muchas oraciones y sin una queja. El parto fue normal; y tuvo la alegría de acunar a los dos hijos en sus brazos durante varios días.
A los cinco días, cuando los médicos quisieron comenzar enseguida el tratamiento, Isabel me pidió que bautizáramos a las criaturas sin dejar pasar más tiempo. Hable con nuestro párroco. Se hizo cargo inmediatamente de la situación, me acompañó al hospital y bautizó a los gemelos en los brazos de la madre, convaleciente todavía en cama.
Tres días después de recibir la primera sesión de quimioterapia, Isabel murió. Contuvo las lágrimas; hizo silencio y, antes de despedirnos, me confesó:
Isabel soñaba con ver a un hijo suyo ordenado sacerdote. Nuestras tres primeras criaturas son mujeres, como ya habrá visto. Le pido que rece para que, si esa es la Voluntad de Dios, uno de los gemelos descubra, y siga libremente la vocación sacerdotal. Después de un breve parón, añadió: O los dos.
Esta vez, el que enmudecí fui yo. Y mientras veía a aquel hombre salir del cementerio con sus cinco hijos, pensé, dándole gracias a Dios: Señor, con familias como ésta, con madres como Isabel, tu Iglesia, tu Nombre llegará a todos los rincones de la tierra; y las veleidades intelectualoides y acomodaticias de algunos “teólogos” no serán más que polvo que pisen los pies de tantas Isabel.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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