El cristianismo no es religión de libro, sino doctrina de libertad, restaurada por la redención de Cristo, que libró a la humanidad del pecado de origen y de sus consecuencias
Planteo de nuevo esta cuestión, porque resulta esencial, no sólo para la vida cristiana. Dios hizo libre al hombre, elemento esencial de su imagen y semejanza con el Creador. El cristianismo no es religión de libro, sino doctrina de libertad, restaurada por la redención de Cristo, que libró a la humanidad del pecado de origen y de sus consecuencias.
Se comprende la importancia que concede el Catecismo de la Iglesia católica al libre albedrío, al compendiar las características de la moral. Ciertamente, la libertad del hombre es “finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad” (CEC 1739).
El Reino de Dios está dentro de los hombres, subrayó Cristo frente a los mesianismos de su tiempo. El amor es fruto de la libertad. Pero, además, existen manifestaciones externas, que darán lugar históricamente a la configuración del derecho a la libertad religiosa: para Juan Pablo II, era el primero, casi como condición sine qua non de los demás.
Tal vez por esto, el Catecismo tituló su n. 1740 “Amenazas para la libertad”. Lo considero un pasaje antológico, al que vuelvo con frecuencia, pues aporta siempre luces nuevas: “El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre 'sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales' (CDF, instr. Libertatis conscientia 13). Por otra parte las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina”.
La libertad es rasgo inequívoco que diferencia al cristianismo de tantas religiones. Cuando san Pablo enseña que “donde está el Espíritu, allí está la libertad' (2 Co 3, 17), queda claro −por mucho que escandalice a tantos en estos tiempos, antes y después de la lección de Benedicto XVI en Ratisbona− que no son propiamente religiosas las doctrinas que la niegan o ponen entre paréntesis: tampoco las que gozan de buena fama en occidente, como el budismo.
La actual crisis en la antigua Birmania, a propósito de la persecución de los rohingya, un pueblo fundamentalmente musulmán, muestra los límites de la mayoría budista en el poder. El escándalo ha alcanzado a la conocida dirigente Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la paz, tantos años atrás perseguida. El conflicto es más complejo de lo que parece, pero no deja de mostrar la falta de libertad religiosa donde prevalece el budismo. Como, a sensu contrario, en tantos estados de Indonesia, el país con la población musulmana más numerosa del mundo, que persigue cada vez más a las minorías. Por desgracia, la evolución de Yakarta, recuerda demasiado a la situación ominosa de Pakistán, a la que me he referido en otras ocasiones.
Algo semejante está sucediendo en diversos Estados de la India −son ya nueve−, con las leyes “anti-conversión”. Se dirigen contra las comunidades no hindúes: cristianos, musulmanes, sijs y otras minorías. El proceso se ha acelerado desde que el Baratya Janata Party, el partido nacionalista hindú, llegó al ejecutivo federal, con el primer ministro Narendra Modi. Sin alcanzar los extremos letales de las normas “anti-blasfemia” de Pakistán, también en la India se condena a la cárcel a cristianos, acusados falsamente de promover conversiones. No cesan las campañas de odio y hostilidad. Como es natural, los obispos insisten en que la Iglesia Católica se opone firmemente a las conversiones forzadas. Pero reafirman su derecho a predicar, practicar y difundir la fe, de acuerdo también con lo establecido en la Constitución vigente de la India. Esta vez, el Not In My Name se dirige a los hindúes especialmente infeccionados por un rancio nacionalismo.