Tal vez, cerrarse a Cristo es cerrarse al hombre entero: a su cabeza, voluntad, corazón y relación con los demás
Es muy posible que algunos lectores opinen que el título es provocador. Es sincero, pero admito que pueda producir un cierto rechazo entre los que discurren en modo diverso. También me parece que, guardando el debido respeto, es mejor plantear en forma bien clara aquello de lo que tratamos, tanto más trasparente cuanto más capital sea el asunto. A mí no me sirve lo políticamente correcto porque es una cáscara de plátano para resbalar, hasta caer en la vacuidad, en la mentira, en el disfraz de las mil caras que únicamente busca el provecho propio. Sin pactar con ser negativo, en ocasiones nos podemos encontrar en un baile de máscaras donde no sabemos de veras qué pieza se baila ni con quién lo hacemos.
Me apasiona la libertad. Y voy a utilizarla para hablar de mi Fe. Deseo exponer algunos asuntos en torno a ella por si valieran a alguien. Y podríamos comenzar con unas frases del Papa Francisco aludiendo a otras de su predecesor: no me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: no se comienza a ser cristiano, por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. Este es el mensaje perenne de la Iglesia desde sus comienzos. Efectivamente, en los primeros compases de la predicación apostólica, refiriéndose a Cristo, podemos escuchar al Apóstol Pedro declarando que no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos. Todos somos salvados por Cristo, único mediador incluso para los que no le conocen.
Dirigiéndose a los fieles de Éfeso, tratando de hacerles ver la diferencia con su situación previa al cristianismo, San Pablo escribió: recordad que entonces vivíais sin Cristo: extranjeros a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas y sus promesas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Todo esto va apuntando a una esperanza que no defrauda, a la resolución de conflictos diversos que nuestro mundo plantea y, por supuesto, a la consecución de la vida eterna. Esta es mi oferta por si pudiera servir a creyentes, no creyentes, cristianos tibios, agnósticos, a todos los que libremente deseen entablar amistad con esa Persona que hace felices a las mujeres y hombres de todos los tiempos. Hago un paréntesis para afirmar que no diserto de confesionalismos políticos −que nunca me gustaron−, sino de ser amigos de Cristo, amigos de Dios. Y, desde esa entrañable amistad, ir dando soluciones, que pueden ser muy diversas, a los problemas cotidianos e ir siendo amigos de todos.
Para los creyentes cuyo pesimismo denota una fe floja, seguramente servirán estas palabras de un santo: No es verdad que toda la gente de hoy −así, en general y en bloque− esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías −y personas que las sustentan− que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer inmersas en el error (san Josemaría).
Tengo que afirmar que no me atraen las actitudes rastreras ni las cobardías. Tampoco me gustarían para mí cuando me acerco a modos de pensar diversos de los míos. Nunca deseo a nadie la desilusión causada por el fracaso de los primitivos ideales. Bien diverso es encontrar otros más ilusionantes. Y, en todo caso, juzgo que no es cierto que la gente −en bloque− está cerrada a lo que la fe cristiana nos explica acerca del ser y el destino del hombre. Nadie más humano que el Verbo Encarnado, el Dios hecho hombre: Perfectus Deus, Perfectus Homo, como indica nuestra fe. Tal vez, cerrarse a Cristo es cerrarse al hombre entero: a su cabeza, voluntad, corazón y relación con los demás.
He aseverado al citar aquellas palabras que −aunque sirvan a muchos− me dirigía fundamentalmente a los cristianos flojos, a los que no acaban admitiendo la fuerza de su fe, a los pesimistas que no alcanzan a vislumbrar el impulso que tienen en su mente, voluntad, corazón y relaciones con los demás; a los perezosos, incapaces de implicarse en aquello en lo que creen; a los que buscan una tranquilidad ficticia, puesto que el autoengaño no produce tranquilidad alguna; a los incapaces de hacer extensivo a los demás un ideal que tal vez tuvieron en otros momentos; a los que se incapacitan para buscar ese mundo más justo. Con Chesterton podríamos finalizar: “Que Dios nuestro Señor nos guíe por donde quiera. Ya no somos nuestros, sino suyos”.