Formar en el amor y en la autoestima serena, en saber pedir perdón y perdonarse a uno mismo con prontitud, para poder así premiar a los demás con el olvido de sí y la alegría habitual
Cuenta el antiguo mito griego que una ninfa se prendó de Narciso, pero éste no le correspondió; mientras huía, vio reflejada su propia imagen en un río y se miró; se enamoró de sí mismo y, arrojándose al agua, pereció ahogado. Una perfecta imagen del narcisismo, de la tendencia a creer que todo gira en torno a nosotros mismos, a considerar insuficiente lo que se recibe de los demás y a ser una especie de mendigo afectivo continuamente insatisfecho; con sus consecuencias: una hipersensibilidad ante los sentimientos y una gran inestabilidad emocional.
Porque resulta muy necesario aprender a educar la herida afectiva propia y, sobre todo, la que todo niño lleva en su interior, y que el tiempo actual tanto contribuye a agrandar. Me serviré del ensayo “Mírame, mírame”, de Christian Bobin, autor contemporáneo de metáforas sutiles.
Su relato comienza con la descripción de una niña enamorada de un caballito blanco: «La niña y el animal se compenetran de maravilla». Pero en la imagen del caballo esconde «su parte asilvestrada, con su vertiente lunar, tormentosa», o sea, la herida narcisista, ese fondo de egoísmo que se ha de educar. Y tras este símbolo, la idea clara de que la educación consiste en ayudar a esta niña a que sepa controlar esa tendencia, y el papel imprescindible del educador: «Por supuesto, uno no aprende solo. Hay que pasar por alguien para alcanzar la parte más secreta de uno mismo». También, que esa labor no resultará fácil, pero que sin ella la pobre niña se sentirá perdida y como sin recursos propios: «A veces los padres discuten. Le dejas que haga lo que quiera. No llegará nunca a ser nada esta niña. Ella aprovecha la ocasión para huir».
En consecuencia, hay que ser firmes en la exigencia de la realización de tareas diarias que fortalezcan el carácter, para que dejen de mirarse a sí mismos. En el relato de Bobin esto se describe como la tarea de tocar un instrumento musical; son obligaciones que a los pequeños les cuestan duro esfuerzo: «Empiezan otras clases, menos felices. Los deberes no están hechos. Y la sufrida obligación de sentarse ante el negro piano, como cada día. Ella se separa del caballo blanco con pesar. Cada vez se plantea la eterna cuestión: por qué no me quedo con él. Ya que aquí soy feliz. Ya que estoy junto al caballo blanco como en lo más profundo de mí».
Continúa la narración: «Solo después de muchas llamadas y de muchos gritos se dirige hacia el piano. La muerte en el alma». (Lógicamente, la muerte de lo instintivo y egolátrico). Al principio, resulta tarea costosa: «Es tremenda esa distancia entre la partitura y la mano». Después, más sencilla: «Suavemente. Cada día un poco más cerca. Domar el caballo de oro de la música». Y es que la educación supone lucha, esfuerzo, ir contra una tendencia a lo fácil que tiene una voz interior a la que hay que resistir. Solo más adelante gozaremos de sus frutos. Por eso, Bobin lo denomina ahora caballo de oro, igualándolo al caballo narcisista que, al principio dominaba toda la escena.
Resulta fundamental educar la estabilidad sentimental: amar es el término medio entre la frialdad y la mimosería −el exceso de mimos no es cariño−. Formar en el amor y en la autoestima serena, en saber pedir perdón y perdonarse a uno mismo con prontitud, para poder así premiar a los demás con el olvido de sí y la alegría habitual, para domar el mundo instintivo que tiende a poner la mirada solo en uno mismo. «De sus juegos surge a veces ese grito que todos los niños lanzan, esa frase siempre suplicante: mírame, mírame (…). Ese hambre de una verdadera morada: los ojos del otro», escribe Bobin. También lo afirma Octavio Paz: «Tal vez amar es aprender a mirar»: educar es enseñar a mirar lo de los demás con gozo.