Los barómetros y sondeos de opinión, como recordaba recientemente un buen amigo, aparte de previsiones políticas, muestran la preeminencia de valores sociales
Así, aparece una y otra vez la prioridad de la tolerancia entre las personas más jóvenes de España. Para muchos será un avance en la capacidad de convivencia de los ibéricos, tan querida de Antonio Machado, a punto de ser defenestrado ahora en un callejero catalán. Pero no deja de tener su punto negativo, en la medida en que el concepto de tolerancia debería dejar paso a esquemas positivos, como respeto y libertad.
Así lo entendió el Concilio Vaticano II, especialmente en los debates sobre ecumenismo y unidad de los cristianos, que cuajaron en diversos documentos bien conocidos. Recordaré sólo la insistencia del papa Juan Pablo II en la libertad religiosa, primero de los derechos humanos: era como un gran contraste para comprobar el nivel de las libertades básicas y de la convivencia democrática en los Estados del siglo XX.
Durante mucho tiempo, el acento se había puesto en la Verdad, con mayúscula, entendida además como cuasi-sujeto de derechos, mientras que al error no se le concedía ninguno. El giro conciliar consiste en reconocer la primacía de la persona y de su conciencia. La verdad no tiene derechos. La persona, sí, comenzando por el de no ser coaccionada en la búsqueda libre de la verdad: un derecho que se corresponde con el deber de esforzarse por alcanzar lo verdadero y rechazar lo falso. Pero, repito, con una libertad que merece máximo respeto.
La libertad religiosa está estrechamente ligada a la de expresión. Lógicamente, tampoco es un derecho absoluto, a pesar de su importancia. Como señala el artículo 16.1 de la Constitución española, “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Es el caso, entre tantos ejemplos, de las transfusiones de sangre a menores, hijos de testigos de Jehová.
No voy a entrar en el amplio debate suscitado por la reacción del presidente Donald Trump ante los sucesos de Charlottesville. Si hubiera leído las tesis sobre el empequeñecimiento universitario de los Estados Unidos que describió Allan Bloom en un libro famoso publicado hacia 1990, sabría que en su país todo vale, excepto el único Mal: Hitler. Por tanto, no se puede aplicar a los neonazis el clásico mantra de condenar la violencia venga de donde venga.
Sin llegar a ese extremo, la vida universitaria y los medios de comunicación norteamericanos −cada vez más los de todo occidente− están demasiado influidos por la imposición de “lo políticamente correcto”. Causa mucho daño a libertades básicas, y apenas avanza la adhesión al movimiento surgido hace pocos años en la Universidad de Chicago. Nadie imaginaría en el siglo pasado que una pastelería fuera obligada −el caso pende de sentencia del Tribunal Supremo− a celebrar un contrato privado, en contra de tradiciones clásicas sobre libertad de comercio y separación de lo temporal y lo religioso. Pero en primera instancia ha sido condenada la negativa a aceptar el encargo de una tarta festiva, que llevaría frases incompatibles con las convicciones del fabricante.
Me hizo gracia no hace mucho leer en un medio italiano la perplejidad de un intelectual más bien católico, asombrado de sí mismo por defender al británico Richard Dawkins, autor de duras críticas contra la fe y la Iglesia −por ejemplo, en su radical oposición al viaje de Benedicto XVI a Inglaterra en el contexto de la beatificación de John Henry Newman. Pero tras escribir contra el Islam, dentro de su rechazo visceral a toda creencia religiosa, se había encontrado con la anulación de la invitación a una entrevista en Berkeley sobre su último libro: la corrección al uso admite criticar a Cristo, pero no a Mahoma.
De este evidente signo de pérdida de libertad, no habla el reciente informe de la Secretaría de Estado de Washington sobre libertad religiosa en el mundo. Tampoco explica cómo los Estados Unidos son aliados tan estrechos de países radicalmente intolerantes como Arabia Saudita. Otras muchas naciones sí están en el punto de mira de la política estadounidense a favor de ese derecho básico, violado en tantos lugares, especialmente en el oriente asiático y en las repúblicas islámicas.
En una homilía de 1980, a propósito de la batalla del Sanedrín contra los Apóstoles, relatada por san Lucas en Hechos, Juan Pablo II sintetizaba la realidad de los sanedrines del mundo contemporáneo: doctrinas intelectuales y concepciones del mundo, difundidas por medios de comunicación de tinte materialista, agnóstico o antirreligioso; en fin, sistemas de gobierno “que −si no privan totalmente a los ciudadanos de confesar la fe− al menos la limitan de diversos modos, marginan a los creyentes y los convierten como en ciudadanos de categoría inferior”.
Hay que agradecer a Washington el empeño por defender la libertad religiosa en el mundo, aunque no me resistiré a pedir que aplique más sentido autocrítico.