Hoy, 22 de agosto, se celebra Santa María, Reina; “Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”
“Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la
hubiéramos hecho también Reina y
Señora de todo lo creado”
(San Josemaría, Santo Rosario)
Hace apenas unos días, viniendo de una excursión al Moncayo, paramos en Borja, un bonito pueblo aragonés. Aunque antes era una localidad poco conocida, cobró fama mundial cuando se hizo viral el affaire del Ecce Homo restaurado por una vecina del pueblo, y que tanto ha dado que hablar. Nos acercamos a verlo. El Santuario de la Misericordia, donde está la imagen, es un lugar sencillo y acogedor. Aún hoy −y se cumplen estos días cinco años ya del mencionado suceso− el centro de atención sigue siendo el Ecce Homo. Se ha llegado a instalar incluso un “Centro de Interpretación del Ecce Homo”, como si del Guernica se tratara.
Pero lo que más me hizo pensar fue el mensaje que se manda a los turistas y curiosos que lo visitan: “Haz tú mismo, a tu modo, tu propio Ecce Homo; píntalo a tu estilo” −se viene a decir. Y te dan la posibilidad de hacerlo, con un caballete, lienzo y pinturas instalados para ese fin, de modo que quien quiera pinte lo que considere o le sugiera la imagen de ese Cristo coronado de espinas; o incluso con una especie de photocall de la pintura, con el rostro vaciado, para que uno pueda meter la cabeza y hacerse una foto, como hacíamos de niños con los pistoleros del Oeste… Da que pensar.
Ecce Homo: “he aquí al Hombre”. Este es el hombre. Cristo. Coronado de espinas. No hay otro. Podremos retocar, pintar, inventar… Pero el original es uno. El Hijo de Dios, momentos antes de escuchar de Pilatos la sentencia. Sea el de Elías García Martínez o el de tantos artistas que lo han reflejado con toda fidelidad; sea el de Cecilia Giménez, la restauradora amateur de Borja, que en su intento de hacer algo bueno tal vez no sea tan fiel como el que había… (no entro en la polémica), sea cual sea, siempre será Jesús coronado de espinas. Versiones hay muchas. Original sólo hay uno. El que describe la Escritura: “Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza” (Juan 19,2)
Nadie puede cambiar esa imagen por más que quiera. Nadie, salvo Él. Eso fue lo que hizo quien pudo hacerlo, Dios. Y lo hizo con quien tenía que hacerlo. Su Madre. Es lo que celebramos hoy.
La Virgen coronada; coronada de estrellas. Las espinas de su Hijo, y las que Ella misma hubo de soportar durante su propia vida, se han convertido en rosas, en doce estrellas, hasta formar un rosario que le devuelve su realeza, su poder como Emperatriz. Como toda Reina, tiene su Coronación. Porque “Reinas habrá, pero como tú ninguna” (recitaba Rodríguez Buzón en su famoso pregón del año 1956, dirigiéndose a la Virgen Macarena); porque sólo Ella es verdaderamente −seguía diciendo− “rosa de su espina”.
He aquí la Mujer: esta es la mujer. María. Coronada de rosas. No hay otra. Podremos retocar, pintar, inventar… Pero la original es una. La Madre de Dios, coronada de estrellas. Sea la de Velázquez, la de Murillo, la de Goya, la de Francisco Pacheco… siempre Ella. Versiones hay muchas. Original sólo la que nos muestra la Escritura: “Una gran señal apareció en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Apocalipsis 12,1).
Dios convirtió las espinas en rosas. “Si tú y yo hubiéramos podido…”. Pues podemos. Podemos llevarle hoy un buen ramo de rosas, de rosas reales, que le recuerden la corona de espinas de su Hijo y la corona de rosas sobre su cabeza sostenida por los ángeles, pues «donde la mano siente el pinchazo de las espinas, los ojos descubren un ramo de rosas espléndidas, llenas de aroma» (San Josemaría, Via Crucis, Sexta estación)
¿Cuántas quiere?
Póngame una docena.
Las iremos buscando y cortando nosotros mismos, siguiendo así el consejo que también nos daba el pregonero: “Busqué rosas para ti / que es tenerlas en la mano”. Será sencillo. Bastará tomar 12 espinas de la corona del Rey y convertirlas en rosas para la corona de la Reina…
Primera rosa y espina: Realeza. Sea de espinas, sea de estrellas, las coronas son signos de realeza. A Jesús “le echaron por encima un manto color púrpura” (Juan 19,2). A la Virgen un “espléndido manto azul” (san Josemaría, Santo Rosario). En la liturgia, el color rojo simboliza la sangre y el poder del Espíritu Santo; pero, ¿de quién es esa sangre de Jesús sino de su propia Madre? ¿Y quién más llena del Espíritu Santo que Ella? El azul, reservado a la Inmaculada, simboliza la pureza y la virginidad. Pero, ¿Quién más puro que Cristo? Por las venas de la Madre y del Hijo corre sangre azul, sangre real.
Segunda rosa y espina: Triunfo. Dos coronaciones, la de la Madre y la del Hijo, una de gloria y otra de ignominia. En realidad ambas de gloria, pues no hay rosas sin espinas. Es la misma corona. No se pueden separar la gloria y la Cruz desde que Cristo vino a la Tierra. El mismo Pilatos lo presenta como rey, y así manda escribirlo; y lo escrito, escrito está. Estaba escrito en la Sagrada Escritura: una mujer aplastará con sus plantas la cabeza del dragón infernal… La mujer triunfará sobre ese dragón y su descendencia: “Apareció entonces otra señal en el cielo: una un gran dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos… se puso delante de la mujer, que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera… Pero su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono” (Apocalisis 12, 3-5). Triunfó el Amor.
Tercera rosa y espina: Cielo. “La corte celestial despliega todo su aparato para agasajar a la Señora” (san Josemaría, Santo Rosario). En la coronación de espinas parece (así lo hace ver San Juan Crisóstomo) que el Infierno entero se había puesto en movimiento para humillar a Jesús y aumentarle los dolores. En la Coronación de la Virgen es también el Cielo entero el que participa para dar gloria a su Reina. A Cristo le coronaron los hombres. Le basta con eso. Pero Ella es la Madre. Para la Virgen hacía falta algo más: una labor de ángeles. Cada uno es coronado según su condición. Cristo nació de María, no María de Cristo. Tratarla, vestirla, coronarla… es siempre labor celestial.
Cuarta rosa y espina: Adoración. A la Virgen le rinden pleitesía de vasallos todas las criaturas del Cielo: los santos, los Ángeles, los Patriarcas, los Profetas... A Jesús le abofetean, le escupen y se ríen insultándole y haciendo burlas con sus reverencias y mofas. Es la eterna alternativa del obrar humano. O adorar a Dios o burlarse de su reinado. Los Reyes Magos, siguiendo a la Estrella, vinieron a adorarle. Nosotros, siguiendo a María, hemos venido también a adorarle. A la Virgen, ¿hiperdulía? ¡Adoración! Y todo el mundo mira para otro lado. Dios también “se hace el sueco”. Porque en el fondo saben que tenemos razón. Una de esas razones del corazón que el dogma no sólo permite, sino aconseja.
Quinta rosa y espina: Justicia. “Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir” (Juan 19,7). Según la ley humana, Dios debe morir. La justicia humana es muchas veces muy injusta: a Cristo lo mataron con mayoría absoluta, democráticamente, por unanimidad. Pero la justicia divina no sólo es justa, es misericordiosa; esto es, justa, pero a la medida del Corazón de Cristo, que manda dar gloria a todos los que han sabido amar a Dios en la Tierra. En el caso de la Virgen, la que más ha amado a Jesús, era de justicia su Coronación gloriosa.
Sexta rosa y espina: Humildad. “Aquí tenéis al hombre” (Juan 19,5). Y mostró a Jesús rendido y coronado de espinas, objeto de burlas… un fantoche, un gusano. Pero Hijo de María, heredero de una reina majestuosa, toda armonía, toda belleza, toda luz, toda atracción. Aquel gusano tronchado y medio muerto… ¿Príncipe? ¿No es para animarse cuando comprobamos tantas espinas sobre nuestras cabezas, que nos hacen parecer los más menesterosos de la Tierra? El mendigo resultó ser príncipe. La esclava resultó ser una Reina.
Séptima rosa y espina: Naturalidad. “¿Dónde está el rey de los judíos?” (Mateo 2,2). Sólo lo reconocieron los ángeles, los pastores y los Reyes. ¿Dónde está el rey de los judíos? Se preguntan tantos en Jerusalén ante Jesús coronado de espinas; no le reconocieron. ¿Dónde está la Reina de Cielos y Tierra? Con María, Dios no admite confusiones ni burlas. Llevará todos los atributos propios de su condición (Su Hijo lo ha querido así, y Él es el que manda). Eso sí, con la misma naturalidad con la que Cristo lleva su indigencia, María sabe llevar esos momentos de gloria. Ni patetismos, ni frivolidades: naturalidad, elegancia, sencillez…
Octava rosa y espina: Servicio. La Coronación de la Virgen es el final lógico de una vida llena de Dios, volcada en hacer siempre y en todo la voluntad de Dios. La Coronación de Cristo es el final lógico de una vida hecha de amor, de amor rendido a la voluntad del Padre y de amor incondicional a cada uno de nosotros. Una vida de servicio. ¡Qué mal entienden los hombres a veces el reinado de Cristo! Cristo enseña que reinar es servir. Por eso deja hacer, para que se cumpla en Él todo lo previsto. Con su aparente pasividad, Cristo reconstruye lo que los hombres destrozan con sus actos impacientes. La Virgen también reina, como la que más, simplemente dejando hacer en Ella (Fiat). Sentirse la esclava del Señor le permite ser la que más sirve: la Reina de la Casa.
Novena rosa y espina: Misericordia. “Dios te Salve, Rey de los judíos” (Marcos 15,18)… “Salve, Regina, Mater misericordiae”; “Dios te salve Reina y Madre… a Ti suspiramos en este valle de lágrimas”. Éste es el motivo por el que lloro: mis pecados, que llevaron a tu Hijo a ser tratado de esta manera. Y saber que lo hizo precisamente por mí. Ante la escena de la coronación de espinas debería brotar en nosotros un propósito firme de nunca más pecar, de aborrecer todo pecado deliberado por pequeño que sea. Ante la escena de la Coronación de María Inmaculada surge, por otro camino bien distinto, el mismo propósito. Sólo esa contrición y la misericordia de Dios pueden convertir nuestros pecados, de carbones que tiznan, en rubíes luminosos de su corona de Reina.
Decima rosa y espina: Gracia. Cubren a Jesús con un trapo de púrpura, viejo y sucio. Por cetro una caña. A la Virgen la cubre un espléndido manto azul recamado de oro, bordado de estrellas. Toda mancha de pecado quedó en el manto de Jesús. María es la primicia de lo que Dios hace en nosotros: vestimos un traje nuevo, el de la gracia y las virtudes, que debemos custodiar con nuestra propia vida. La corona de espinas es clavada a martillazos en el cuero cabelludo de Jesús, dejando caer regueros de divina sangre. La Virgen lleva su corona con tal gracia y donaire, que derrama con su sola presencia alegría y salero. María es la mujer más graciosa que ha existido. Siempre sonríe.
Decimoprimera rosa y espina: Maternidad. Ante Cristo coronado, habla Pilatos: “¿Qué queréis que haga con vuestro Rey?”. La respuesta: “¡Crucifícale!” (Juan 19,6) ¿Qué queréis que haga con María? ¡Glorifícala! ¿A vuestra Madre voy a glorificar?... ¿A quién si no? Y con Ella, a todas las madres, quienes sólo por el hecho de su maternidad ya merecen ese título de Reinas y esa gloria. ¡Ay de aquellas mujeres que no deseen la estrella de la maternidad, de la fecundidad! Y si por Dios son célibes, más fecundas han de ser. El cuerpo de la mujer ha sido concebido para concebir. Ya desde lo alto de su cabeza: su mente, su mirada, sus manos… su corazón. Y nosotros, como hijos de Dios, no podemos concebir un deseo mejor que el de devolverles a ellas aunque sea algo de ese brillo que recibimos cuando nos dieron a luz.
Decimosegunda rosa y espina: Nosotros. ¿Nosotros, que tantas veces hemos sido espina en la corona de Cristo? ¿Nosotros, que tantas veces hemos sido espada en el corazón de María? Sí, nosotros. Esa será nuestra vida, crecer en el deseo (deseo con obras) de que Nuestra Madre se pueda lucir, de ser quien complete ese ramo, esa corona. Bien sabemos que, a pesar de tantas cosas, nosotros hemos sido y somos el motivo de su vivir. Por eso tenemos derecho a formar parte de esa corona. Vienen muy bien aquí esos versos −y con ellos terminamos− de aquel gran pregonero con el que comenzamos a formar nuestra corona. Versos de amor anhelante:
Busqué flores para Ti,
triste y desesperanzado,
porque el jardín de mi voz,
Señora, estaba agotado.
Pero me postré a tus plantas,
y con los ojos clavados
en la gloria de Tus Ojos
de lágrimas arrasados,
sentí cómo se llenaba
de flores mi rosal blanco,
y grité como el que encuentra
lo inútilmente buscado,
y canté como el que canta
por el goce desbordado,
y de oración y alabanza
yo compuse un nuevo ramo,
para Ti, que eres la Reina
de los celestiales prados,
de los eternos jardines,
de los arriates altos,
de las riberas del cielo,
y de los surcos dorados.
Para Ti que eres la Reina
del puro amor entregado,
de los caminos sin sombra,
y de ese Valle Sagrado
que los ángeles vigilan
al resplandor de tu llanto.
Y ante tu altar Virgen mía,
yo me quedé musitando:
¡ay! quién pudiera, Señora,
ser flor de ese humilde ramo.
Antonio Schlatter Navarro
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