Hay una oración que irá al encuentro de tantos corazones heridos, también el de los que han sembrado el terror, porque solo así podrán encontrar algún día el camino de vuelta a la condición humana que con tanto sadismo han repudiado
En el mes de julio del año pasado escribí dos entradas sobre actos terroristas. La primera, el 6 de julio, después de los atentados de Estambul y Bagdad, ¡tan lejanos!, con más de 50 y de 200 fallecidos, respectivamente, reclamando un esfuerzo a la sociedad occidental ‘bienestante’ para empatizar con el dolor ajeno. La segunda, el 20 de julio, después del atentado de Niza, ¡tan próximo!, intentando entender (aún sin comprender) la monstruosidad y crueldad a que puede llegar el ser humano e insistiendo en la importancia del papel de la familia para evitarlo.
Hoy no puedo escribir sobre otra cosa. ¿Puede alguien hacerlo? El terror ha azotado inmisericordemente el corazón de mi ciudad. Una ciudad que es en sí misma una patria. Somos muchos los barceloneses, de nacimiento, de adopción, de profesión o de simple emoción, que nos sentimos eso, ciudadanos de Barcelona, nada más…, nada menos. Ser ciudadano de Barcelona es ser ciudadano del mundo, de la humanidad entera, que es exactamente donde queremos estar.
Paradójicamente, el atentado más cruel de los que ayer ensombrecieron el verano se ha ejecutado en la Barcelona culturalmente más islámica, comenzando por el nombre del lugar, las Ramblas, que procede del árabe clásico ‘ramlah’ (arenal), y es el lecho por el que discurren las aguas pluviales que caen copiosamente. En Barcelona y muchas otras poblaciones pasó a designar la calle ancha, con árboles y andén central por el que, junto con el agua, discurre también la vida de la ciudad… y, en Barcelona, del mundo entero.
Ayer corrió la sangre por nuestra Rambla. Una sangre de todas las razas, religiones y lugares que, si sabemos encauzarla, dará nueva savia a los árboles que contemplaron la tragedia y regará el mar, que siempre recibe el agua de las Ramblas para llevarla a otras lejanas costas, donde hacer florecer lo imprevisible.
En las películas, la sangre inocente clama venganza. En la política, genera declaraciones y condenas. En la sociedad, exige justicia. En los diversos foros y organismos, impone minutos de silencio.
En este blog no habrá venganza, ni condena, ni justicia, ni minutos de silencio.
Habrá −la hay ya en este momento− una oración profunda y triste, sencilla y esperanzada, que irá al encuentro del corazón herido: el de los fallecidos, que no mueren en el aparente silencio de los muertos, sino que viven en el más alto Diálogo imaginable; el de los heridos y familiares, que no buscan condena ni justicia, sino el calor de una mano amiga y de un corazón cercano que ayuden a soportar el desgarro del alma y de la carne; y también el de los que, directa o indirectamente, han sembrado el terror tan sin sentido, porque solo así, sin venganza, podrán encontrar algún día el camino de vuelta a la condición humana que con tanto sadismo han repudiado.
Escribo ante una imagen de Nuestra Señora de la Merced, Mare de Déu de la Mercè.
Princesa de Barcelona, ¡proteged nuestra ciudad!, ¡protegiu nostra ciutat!