Cada vez resulta más necesario lo que más deploramos: la filosofía, la historia, la literatura clásica, es decir, los saberes reflexivos que implican la lentitud intransferible de la comprensión
Se suele decir que el mundo cambia rápidamente, pero lo que distingue nuestro tiempo es que cambia más deprisa que nosotros. Hasta el último tercio del siglo XX, las personas cambiaban más que el mundo, que permanecía relativamente estable a lo largo de casi toda su vida. Ahora, sin embargo, la velocidad punta de cambio del mundo es superior a la de individuos y comunidades que se quedan continuamente rezagados.
El mundo ha dejado de ser el marco fijo en el que se desenvuelven los procesos para convertirse él mismo en el mayor de los procesos. De ahí la sensación de licuación y de que la realidad se ha convertido en un flujo que nos arrastra. Por eso el hombre contemporáneo busca anclas que le ofrezcan algún elemento de permanencia. Pero como la vida privada ya no ofrece esas referencias estables por la crisis de las relaciones incondicionales, tales expectativas se externalizan hacia comunidades secundarias con intermitente o bajo nivel de compromiso, pero con intensidad emocional: la nación, el club de fútbol y su hinchada, el ídolo y sus fans.
Vivimos bajo el régimen de un presente mutante cuya aceleración hace olvidar no solo el pasado, sino también el futuro. En realidad, el futuro ha colonizado el presente reduciéndolo todo a posibilidad: las cosas no son lo que son porque apenas lo son durante suficiente tiempo. Incluso el pasado no nos parece tanto lo que fue como lo que pudo no haber sido.
No es el presente el que da forma al futuro, sino que es el futuro el que está dando forma al presente. De ahí que la experiencia se haya volatilizado como valor social: es difícil que nadie haga valer su punto de vista apelando a que ya vivió algo parecido. El futuro se nos echa encima continuamente, así que en casi cualquier aspecto de la vida, estar al día es como surfear una ola que en seguida hay que abandonar para no quedarse fuera de la siguiente. El movimiento mismo se ha convertido en fin y parece que, como los tiburones, lo necesitamos para poder respirar.
Además la demografía humana ha alcanzado algo así como un umbral cuántico, es decir, un límite tras el cual las cosas invierten su antiguo valor. En efecto, hasta ahora la cantidad nos exoneraba mientras que ahora nos obliga sin disculpa posible. Por ejemplo, hasta hace poco éramos tantos los humanos sobre el planeta que importaba poco lo que un individuo hiciera. Hoy somos tantísimos que la suerte misma del planeta se dirime en lo que hace cada individuo.
Para nosotros, los efectos secundarios han dejado de serlo y lo colateral se nos ha convertido en principal. Y es que parece haberse agotado la capacidad del mundo para depurar los residuos tóxicos de cuanto hacemos. Poco importa si se trata de la basura espacial, del abuso de combustibles fósiles y las emisiones de CO2 o de las malas prácticas económicas y políticas: en todos los casos, los niveles de toxicidad amenazan con el colapso de sistemas ambientales o sociales que habíamos creído capaces de autogestionar nuestros desechos físicos o morales.
Y es que el mundo se nos ha hecho por primera vez mundial: no solo somos muchos más que nunca antes, sino que al menos buena parte estamos conectados en una especie de simultaneidad global organizada por nuevos vecindarios profesionales, económicos, políticos, religiosos o deportivos, todos ellos conectados económica, medioambiental y mediáticamente. Prácticamente todo el planeta vive en un presente continuo que ha sincronizado y acelerado todos los procesos.
Habermas sostiene que el 11S fue el primer acontecimiento global porque generó una expectación mundial y simultánea con la plena conciencia de asistir a un cambio en el curso de la historia. Es posible. Pero esa simultaneidad global de muchedumbres mundiales corre el peligro de dar lugar a fenómenos sin más lógica interna que la de las estampidas: todos corremos dando por cierto que hay una razón porque todos los demás también corren dando por supuesto lo mismo. Pero como los que corren se arrollan y hacen perecer entre sí mientras corren para evitarlo, la estampida muchas veces resulta ser lo único que ocurre.
Lo hemos visto con las alarmas mundiales sobre epidemias probables, con los rumores de dificultades de bancos que las hacen reales o con las espantadas de inversores que arruinan países o sectores abandonándolos porque todos los demás los abandonan. El miedo ante un posible futuro catastrófico da forma catastrófica al presente, así que se hace preciso gestionar la información con criterios de manejo de las muchedumbres, lo que de facto supone una licencia social para abandonar la verdad como criterio de comunicación.
Sin embargo, no se trata solo de entornos catastróficos porque la lógica de la estampida da forma a nuestras vidas corrientes: somos como Sísifos que a diario suben una roca a lo alto de una colina sin más justificación que el hecho de que muchos otros hacen lo mismo y, tal vez, con el aliciente de llegar el primero y conseguir el «éxito». Y es que la competitividad genera entornos en los que se posterga la pregunta por el sentido de lo que hacemos y hasta si queremos realmente hacerlo.
Por eso, cuanto más deprisa va el mundo más necesario resulta pararse a pensar. Necesitamos considerar las alternativas vitales y sociales a la hiperaceleración de nuestro tiempo, y redescubrir la temporalidad interna de lo que hacemos, es decir, el tiempo que requiere cada tarea para madurar con su forma propia, incluidas las demoras necesarias.
El éxito no es más que un sucedáneo de la perfección, cuya pasión introduce al que la persigue en un mundo nuevo y propio. Iríamos más deprisa si comprendiéramos que lo urgente es la lentitud paciente de quien no quiere malograr lo que hace. Pero, sobre todo, sabríamos mejor a dónde vamos si nos paráramos a pensar en medio de la estampida general. Por eso cada vez resulta más necesario lo que más deploramos: la filosofía, la historia, la literatura clásica, es decir, los saberes reflexivos que implican la lentitud intransferible de la comprensión.
Higinio Marín, en levante-emv.com.
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