La fe como la de los Amián-Paramés es un apoyo que muchos hemos descartado sin saber, me temo, lo que realmente estábamos desechando
Días atrás tuve la oportunidad (y también la suerte) de conocer brevemente a María Paramés y a José Amián. Fue en la función de fin de curso del colegio Nuestra Señora del Recuerdo, en la que intervenían su hija y mi nieto. José y María son los padres de José Amián, el joven de diecisiete años que se precipitó al vacío junto con Belén, su novia, al ceder la pared del ascensor en el que viajaban. Días después, María colgó en la Red una carta que se hizo viral. En ella adoptaba el punto de vista de su hijo para decir: «Me tengo que ir, mamá, me llaman desde arriba. No intentes entenderlo, no dolerá menos, me llevo compañía, no me voy solo, me voy con quien yo quiero…».
Me contaron, además, que, durante el funeral celebrado en el colegio, eran ella y su marido quienes intentaban animar a los desconsolados amigos de Belén y José, que no acertaban a comprender cómo la fiesta que organizaron entre todos para celebrar el fin de los exámenes pudo acabar en semejante tragedia. Me relataron estas y otras muestras de su entereza, pero una cosa es saber de ellas y otra muy distinta verlas con mis propios ojos.
Coincidimos, como digo, en la función de fin de curso de su hija pequeña, y de Jaime, el mayor de mis nietos. María Paramés saludó a mi hija Sofía y tuvo la amabilidad de elogiar una entrevista televisiva que hicimos las dos en la que Sofía habló de cómo ha recuperado la fe después de años descreída. «Soy muy sensible a estos temas, porque acaba de morir mi hijo», explicó María con sencillez.
Lo primero que me llamó la atención, incluso antes de admirar su serena sonrisa, fue que pronunciara una palabra que se ha vuelto tabú en nuestros días. Ya nadie usa el verbo ‘morir’. Según la corrección política imperante, la gente no muere, sino que «parte», «pasa», «trasciende» o «camina hacia las estrellas». Como si omitir esas terribles cinco letras cambiara algo cuando, al menos a mi modo de ver, es todo lo contrario. Llamar a las cosas por su nombre es el primer paso para aceptar lo inexorable.
Comenzó la función y María y José se sentaron en la fila delante de nosotros. Apareció entonces en el escenario su hija, que recitó un poema en honor de la patrona del colegio. Hablaba de amor, de muerte, de fe y de alegría y yo me pregunté con qué presencia de ánimo podían unos padres que acababan de perder a un hijo escuchar todo aquello. Lo hicieron sin una lágrima, sin un aspaviento, con las manos entrelazadas y la misma serena sonrisa de antes mientras el teatro entero se venía abajo en aplausos a una niña de apenas nueve años que, a su vez, también nos estaba dando una lección de enorme entereza.
A partir de ese momento me resultó difícil concentrarme en el divertido musical que los niños habían preparado para despedir el curso. Salvo el momento en que −orgullosa abuela− disfruté del baile protagonizado por mi nieto Jaime, el resto del tiempo me perdía en comparaciones. Confrontaba la actitud de los Paramés-Amián con lo que uno observa a través de esas dos ventanas al mundo que son la televisión e Internet. Y cómo, por ejemplo, en todos los realities −‘grandes hermanos’ varios, islas desiertas e incluso concursos culinarios− la gente llora y se desparrama por cualquier imbecilidad.
«Mi compi me ha ‘faltao’»; «Fulano me insulta»; «El masterchef me ha dicho que mi tortillita de camarones sabe a calcetín sudado», lloro, lloro, moqueo, moqueo. Alguien nos ha hecho creer que las lágrimas son síntoma de «sensibilidad», también de gran «fragilidad» y, así, todo el mundo confunde sensibilidad con sensiblería, lágrimas de cocodrilo con sentires. También pena con espectáculo cuando, a poco que uno recuerde tiempos menos falsarios y exhibicionistas que los nuestros, sabe que la sensibilidad es otra cosa y que no es más humano, bueno, generoso, noble, etcétera quien más se derrumba, sino, muchas veces, todo lo contrario.
Más aún, que mostrar entereza, dignidad y serenidad frente a las adversidades ayuda a sobrellevarlas. Claro que lo que más ayuda es una gran fe como la de los Amián. Pero ese es un apoyo que muchos hemos descartado sin saber, me temo, lo que realmente estábamos desechando.