Nada los justifica, pero los actos de violencia contra la Iglesia se convierten en lanzaderas de santidad
Me encanta explicar a mis alumnos la utilidad marginal del dinero, como si el truco de magia lo hiciese yo. Expongo, para su asombro, que cuanto más dinero se tiene, menos vale. A uno le han tocado en mi barrio 14 millones de euros en la Primitiva. Es muy probable que el día antes soñase con lo bien que le vendrían quinientos euros para redondear el final del mes más cruel, que es junio, con su IBI y su IRPF. Ahora, su última preocupación son quinientos euros, chocolate del loro. A mis alumnos les pongo un ejemplo más bonito. Cogemos un billete de cinco euros y comentamos lo que significa para ellos o para mí: según, pero, más o menos, poco. Si se lo diésemos a un mendigo, sería vital: la diferencia entre comer o no. Por eso, la limosna es milagrosa o, como mínimo, mágica. Multiplica el dinero.
Les parecerá raro que recuerde mis clases cuando acaban de acabar. Ha sido culpa de los ataques y pintadas a la capilla de la Universidad Autónoma, al puro estilo 36, tratando de meterle fuego; y de la brutal agresión a una monja en Granada, a la que han reventado la nariz. La violencia contra la Iglesia produce una utilidad trascendental. El odio que exudan se convierte en un reconocimiento sensu contrario de sacralidad y revierte en un testimonio de fe de valor infinito.
Yo no digo que haya que resignarse. Ni a los ataques ni a la limosna. La caridad aumenta el valor del dinero, pero mejor que no fuese necesaria porque no queden pobres. Por mucho que la persecución y el perdón hagan del odio una lanzadera para la santidad, lo ideal sería que no hubiese odio, porque se queda en el espíritu del que lo suelta, y allí no tiene más remedio que una dolorosa conversión personal.
Tampoco sugiero que no haya que ofrecer más que la otra mejilla a estos ataques, pues sólo tenemos dos, como Andreotti agradecía a Dios con excelente aritmética. Igual que hay que trabajar por una economía eficiente que haga obsoleta la limosna, hemos de exigir un Derecho y una seguridad pública y una vigorosa reacción privada (que también tiene su mérito ascético) que repelan esos ataques y repudien a quienes, más o menos inconscientemente, los incitan con insultos y desprecios constantes. Lo que no quita para que, ya que existen, celebremos −al tiempo que los condenamos− la eterna secuela de ejemplo cristiano y trascendencia que dejan esos actos infames como quien no quiere (que no quieren) la cosa.