C.S. Lewis es realmente la claridad personificada; Tolkien es el arraigo en el auténtico terreno y alma de la realidad; y Chesterton es la ingenuidad en sabiduría, inocencia y asombro
Una de las preguntas más interesantes y naturalmente sugerentes que me han planteado en una entrevista me la hizo un estudiante del Montreat College de Carolina del Norte. Este joven, quien me entrevistaba antes de un par de charlas sobre los Inklings en su instituto, me pidió que describiese a Tolkien, Lewis y Chesterton con una sola palabra para cada uno. Tras un momento de vacilación, decidí abordar la cuestión como un juego de asociación de palabras, replicando con la primera palabra que me vino a la mente para cada escritor. Para Lewis, dije “claridad”; para Tolkien, “arraigo”; y para Chesterton, “ingenuidad”. A posteriori he estado meditando por qué escogí esas tres etiquetas como características definitorias de cada escritor.
Empezando por C.S. Lewis, estoy seguro de que elegí “claridad” como su característica definitoria por la forma sorprendente en que puede hacer que la cuestión filosófica o teológica más abstracta resulte totalmente comprensible para el lector medio, independientemente de su falta de formación formal en filosofía o teología. No es que nos haga más inteligentes de lo que somos −que nos hace−, es que nos hace ver que éramos más inteligentes de lo que pensábamos. Por ejemplo, tras leer a Lewis, no hay ninguna razón para que alguien sienta que la metafísica está más allá de su entendimiento. La sencilla didáctica con la que desvela y desentraña las doctrinas fundamentales de la fe cristiana en su libro Mero Cristianismo es un buen ejemplo.
Lewis nos enseña con una habilidad tan natural y modesta que casi no nos damos cuenta de que estamos siendo instruidos. Él hace que la verdad parezca tan obvia e inexorable que sentimos que ya sabemos lo que él nos enseña, y que siempre lo hemos sabido, al menos subconscientemente. Nos da la impresión de que Lewis simplemente nos está recordando lo que ya sabíamos, aun si, cuando reflexionamos sobre ello con honestidad, sabemos que en el pasado hemos sido demasiado ciegos para ver la verdad obvia que ahora resplandece ante nosotros. En suma, el gran fruto de la claridad de Lewis es que muestra a sus lectores que las grandes verdades son cognoscibles aplicando el sentido común puro y simple. ¡Las verdades de la fe y de la razón tienen sentido porque son decididamente sensatas!
Elegí la palabra “arraigo” para describir y definir a J.R.R. Tolkien porque el arraigo es la auténtica esencia del hombre y su presencia es el principio animador de todas sus obras. Tolkien es alguien arraigado etimológica, eclesiológica e históricamente. Conoce el lenguaje como algo arraigado en la historia de toda palabra, por lo que toda palabra tiene su propia genealogía, su propio árbol familiar. Conoce la Cristiandad como algo enraizado en la tradición viva y en la continuidad ininterrumpida de la Iglesia católica, a la cual comparaba con un árbol que crece a través de los siglos desde la “semilla de mostaza” plantada por Cristo. Conoce la Historia como la historia viva del hombre en cuanto escrita por la mano providente de Dios, una historia que constituye un continuo ininterrumpido a través del tiempo, caracterizado por la naturaleza inalterable del hombre mismo como un ser roto que vive con los fragmentos que su ruptura deja en su estela, que vive con lo que podría denominarse los restos y deshechos de sus propios pecados y que sin embargo aspira siempre a algo mejor que es su vocación y su misión.
“En verdad soy cristiano, es más, católico”, escribió Tolkien, “así que no espero de la ‘Historia’ otra cosa que una ‘larga derrota’, aunque contenga… algunas muestras o destellos de la victoria final”. La ‘larga derrota’ es la presencia permanente de la oscuridad del pecado en los vaivenes de esa historia humana a la que llamamos Historia; las muestras y destellos de la victoria final son los ejemplos de santidad −de ese sacrificio heroico que es la auténtica “materia” de la santidad− brillando como candelas de luz divina en el tiempo cargado de pecados, hasta que el Escritor de la Historia la conduzca hasta un “final para siempre feliz” que concluye con Su propia Victoria Final.
Y esto nos lleva al “ingenuidad” de G.K. Chesterton. ¿Por qué elegiría yo ese adjetivo como la palabra más apropiada para describir, ella sola, a tal hombre? ¿Por qué no “sabiduría” o “inocencia”, las dos palabras que elegí para el título de mi biografía sobre él? ¿Por qué no “asombro”? Cualquiera de ellas hubiera servido, sin duda, pero todas ellas están incorporadas en el adjetivo que escogí. La sabiduría de Chesterton es ingenua, como lo son su inocencia y su sentido del asombro. En la raíz de su ser, Chesterton poseía un profundo sentido de la gratitud por su propia existencia y por la existencia de todo lo demás, una gratitud que es en sí misma fruto de la virtud de la humildad, don que recibió en grado tan profundo como para capacitarle para ver con los ojos del asombro las glorias de la Creación de Dios. Con los ojos de un niño él podía ver que incluso las cosas más ordinarias eran extraordinarias, porque contienen la chispa divina, la divina presencia, que es la Grandeza de Dios brillando en Sus criaturas. El niño es, pues, como Dios, en el sentido de que puede ver todas las cosas que Dios ha hecho y ver que son buenas.
Tras reflexionar sobre mi forma espontánea de etiquetar a mis héroes con la primera palabra que entró en mi cabeza, estoy feliz de las elecciones improvisadas que hice. C.S. Lewis es realmente la claridad personificada; Tolkien es el arraigo en el auténtico terreno y alma de la realidad; y Chesterton es la ingenuidad en sabiduría, inocencia y asombro. Juntos, Lewis, Tolkien y Chesterton tal vez no sean una santísima Trinidad, pero ciertamente son un santo triunvirato que nos prepara para ver el mundo con arraigada claridad e ingenua sabiduría.