Cuando no se percibe la vertiente espiritualidad de lo real, se puede poner a los hijos en delicadas situaciones de huida ante la realidad por cansancio y falta de sentido
En una de esas conversaciones en las que se alcanza una sinceridad cumbre, una persona que atravesaba una adicción fuerte a la pornografía, me resumió perfectamente la cuestión: «una adicción es un intento de huir de la realidad; si se continúa con la conducta adictiva, no es tanto por el escaso placer que produce, sino por el odio a la realidad que sigue presente».
Frente a esa postura, narraba Luis Cernuda cuando, en ocasiones, llegaba al salón de su casa, al atardecer, mientras oía el sonido del piano que lo llenaba de acordes: «Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo divino y alado debía acompañarla y aureolarla». Y es esta la realidad inmaterial que encierra la aventura de descubrirla en la vida cotidiana.
A ella se refería T. S. Eliot: «La especie humana / no puede soportar mucha realidad». Porque la realidad nos desborda y está cargada de posibilidades. Lógicamente, si incluye lo real inmaterial, las intenciones, el por qué último de las actuaciones, los amores, por qué un astro mínimo posee vida y no existe en millones de estrellas… Y esta deliciosa búsqueda de sentido espiritual, por encima de lo banal, es lo que hay que transmitir educando.
Porque cuando no se percibe la vertiente espiritualidad de lo real, se puede poner a los hijos −sin mala intención, claro− en delicadas situaciones de huida ante la realidad por cansancio y falta de sentido. En ocasiones, intentando que esquiven su dureza, concediéndoles muchos caprichos: gastos, confort y, en definitiva, excesiva sobreprotección que conduce a la inmadurez de carácter.
Además, la huida de la realidad abona el fanatismo, pues se tiende a encajar lo real a martillazos, dentro de un previo esquema teórico, para obtener seguridad. Ocurre en los grupos cerrados de acción (las tribus urbanas) o de pensamiento (las ideologías que prometen la redención absoluta del individuo). Por último, lo ya comentado: el odio a lo real y su refugio en las adicciones.
Frente a esto, educar en el amor a la realidad supone, entre otros logros, conseguir que el ambiente de felicidad lo aporte la vida familiar cotidiana: la tertulia después de comer juntos, los juegos en familia, las bromas que gustan a quienes se las hacen, las pequeñas aventuras agrandadas por el cariño. Y, alguna vez, un extraordinario que, por eso mismo, se valora como tal. En suma, lo contrario al lujo, a lo sofisticado o al aislamiento digital.
También hacer palpable la alegría ante la excelencia de la virtud por encima de todo lo demás. En consecuencia, lo que provocará la felicidad y el orgullo sano de los padres serán las virtudes de sus hijos: su generosidad, su capacidad para perdonar, su sensibilidad para detectar el sufrimiento de alguien y paliarlo −dar una limosna, por ejemplo− y, sobre todo, su amor a la verdad, detestando la mentira.
Por último, aprender a adornarse con lo bueno de los demás: saber recibir sus dones. Precisamente en el mundo desrealizado de lo virtual y del consumismo hedonista, educar en lo real supone la tarea fundamental de enseñar a los hijos a disfrutar con los bienes de los otros como si fueran suyos. O sea, enseñarles a querer.
En suma, lograr vínculos familiares fuertes, poseer virtudes y hacer propio lo de los demás. Qué bien se aprecian estos rasgos en Ignacio Echeverría: para ti y tu familia, mi agradecimiento emocionado.
El poema “Realidad”, del tinerfeño Carlos Javier Morales, reza: «Me pareces tan pura / que eres casi imposible, / pero eres. / ¿Hasta cuándo serás / o, al menos, / hasta cuándo podré contar contigo?» Mientras lo real y lo espiritual se den la mano, y mientras mantengamos el asombro de ser feliz en la vida familiar por medio de un trato familiar lleno de afecto.