Un documento que vale la pena releer siempre, como brújula importante para la navegación de los cristianos
Tras el tiempo pascual, llega en la liturgia católica el llamado tiempo ordinario, que este año arranca con grandes fiestas, casi tan centrales para la fe como la propia Pascua de Resurrección. Comienzo a escribir estas líneas el domingo de la Santísima Trinidad, una semana después de la solemnidad de Pentecostés, después de celebrar a mitad de semana una fiesta de origen español −iniciativa histórica, si no me equivoco, del Venerable José María García Lahiguera, que murió como arzobispo emérito de Valencia−: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Se celebra en jueves, casi como anticipo del antiguo jueves del Corpus Christi. Luego vendrá el Sagrado Corazón de Jesús, la gran celebración de la misericordia divina, hasta terminar con los santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Este rico contexto me anima a redactar estas líneas, en parte por cierto cansancio ante la quizá excesiva consideración de las exigencias de la fe en el plano social y colectivo. Mucho se ha insistido últimamente, por ejemplo, en la eficacia pastoral de las iniciativas diversas de caridad, para animar a los ciudadanos a que señalen la correspondiente casilla en sus declaraciones de la renta. Se han repetido argumentos verdaderos, y muy válidos con la finalidad que persiguen. Pero, sin querer ser negativo, con el riesgo de un no deseado efecto bumerán, que transmitiría una imagen de la Iglesia como ONG, de todo punto falsa, como han señalado los últimos pontífices.
Dentro de un año se cumplirá el quincuagésimo aniversario de la solemne profesión de fe que Pablo VI pronunció el 30 de junio de 1968, al concluir el Año de la Fe proclamado con motivo del XlX centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma. Constituye un documento que vale la pena releer siempre, y más en las actuales circunstancias, como brújula importante para la navegación de los cristianos en una coyuntura que no dista demasiado de la sintética descripción ofrecida por el papa Montini en el n. 4 del documento:
“Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera −y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad−, llevaría la perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos”.
Los números 8 a 10 se dedican a la unidad y Trinidad de Dios. Hay luego un apartado especial para la cristología, punto central en el magisterio de Francisco, como lo fue en sus predecesores. Como se recordará, Redemptor hominis fue el título de la primera encíclica −programática− de Juan Pablo II. Al Espíritu Santo, el Gran Desconocido según la feliz expresión de almas santas, dedica el n. 13:
“Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (cf Mt 5,48)”.
En definitiva, la Iglesia no es una ONG. Ni hay que buscar a Dios fuera, pues el Reino de Dios está dentro de la fe, según la enseñanza evangélica, bellamente descrita en las Confesiones de san Agustín. Pueblo de Dios, sin dejar de ser Cuerpo de Cristo, nutrido por la vivificante sangre arterial de los sacramentos, remedios de toda necesidad de los creyentes. Sin olvidar nunca tampoco, menos en España, la experiencia contemplativa de la Humanidad de Cristo descrita por Teresa de Jesús en páginas muy brillantes. Ni las consecuencias de la fe, recordadas por Francisco justamente el domingo de la Trinidad:
“La comunidad cristiana, aun con todos los límites humanos, puede transformarse en un reflejo de la comunión con la Trinidad, de su bondad y de su belleza. Pero esto −como el mismo Pablo da testimonio− pasa necesariamente a través de la experiencia de la misericordia de Dios, de su perdón”.