Me alegra lo indecible que le den un premio a un poeta que no tiene vergüenza de lo sublime, que reclama un lenguaje elevado y potente frente al estilo mazorral, bajo, coloquial e irónico…
Hace tiempo que no veo a un amigo con el que disfrutaba mucho. Tiene un carácter intranquilo, de apariencia malvada, que le sirve para disimular una bondad casi sin límites y, por tanto, algo indefensa. Mi amigo proyectaba hace años dos libros que nunca llegó a escribir, pero cuyos títulos tenía muy claros: Ascética corrosiva se llamaría uno y Mística disolvente, el otro. Me vinieron ambos títulos a la memoria al enterarme de que le habían otorgado el Princesa de Asturias de las letras al poeta polaco Adam Zagajewski. Y no porque se trate de un escritor corrosivo o disolvente, sino porque defiende que nunca han existido místicos adocenados, domados, complacientes, gregarios o vulgares. De ahí que resulte más probable una mística disolvente que una mística burguesa.
Llegué a Zagajewski gracias a un libro de ensayos delicioso, aunque no fácil, que publicó Acantilado. Me deslumbró y le dediqué unas líneas aquí mismo, hace siete años. Me alegra lo indecible que le den el premio a un poeta que no tiene vergüenza de lo sublime, que reclama un lenguaje elevado y potente frente al estilo mazorral, bajo, coloquial e irónico, producido en un «interminable parloteo por unos menestrales muy contentos de sí mismos», que hablan y escriben así, en el fondo, porque no saben qué decir o porque lo saben, pero no quieren disgustar. Entonces, en la duda, hacen lo fácil: ironizan sobre lo más sagrado.
La ironía, «esa variante perversa de la seguridad», tan de moda entre los más cínicos de este gremio, y en las redes rugientes, y en todas las tabernas físicas y virtuales que hemos ido abriendo por todas las esquinas del planeta. El libro de Zagajewski se titula En defensa del fervor.