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El término solidaridad nos habla, etimológicamente, de algo “sólido”, compacto o entero, como puede ser una edificación, en la que cada elemento contribuye al todo y lo sustenta
La crisis económica acompaña nuestra preparación para el año de la fe. Esta coincidencia nos puede ayudar a pensar. ¿Será porque hemos de quedarnos con los brazos cruzados, esperando que Dios nos ayude a resolver nuestros problemas? No precisamente. Al contrario, la fe ilumina a la razón y da fuerzas para la salida de todas las crisis que se presentan en la vida humana.
Concretamente, cabe considerar, desde la fe, una experiencia universal: todas las crisis requieren de la solidaridad. Quizá por ello, algunas películas, sin tener quizá gran valor cinematográfico e incluso habiendo recibido reprimendas de los críticos, tienen mucha aceptación, sobre todo entre los jóvenes.
Nostalgia de solidaridad
Así por ejemplo, Cadena de favores (Pay it forward, M. Leder, 2000), El último regalo (The Ultimate Gift, M.O. Saible, 2006), o El estudiante (R. Girault, 2009). Entre muchas otras, estas películas reflejan, con más o menos acierto, diversos aspectos de la solidaridad. Y los jóvenes, aunque estén amenazados por el individualismo y el relativismo que domina el ambiente, tienen nostalgia de verdadera solidaridad. Se dan cuenta de que es algo que llevan dentro y que forma parte de la solución de todas las crisis personales y sociales. Y a la vez, de que no es automático, ni fácil.
El valor o la virtud de la solidaridad está en relación no sólo con “grandes” virtudes como el amor y la justicia, sino también con otras que pueden parecer “pequeñas” y no lo son, como el altruismo y la comprensión, la cortesía y la gratitud, la responsabilidad y el compromiso.
Es curioso que el diccionario del castellano defina la solidaridad como: “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”. Tal vez sea la idea dominante en la calle: dar un poco de tiempo o de dinero, alguna vez o de vez en cuando (circunstancialmente), para algo. Si es así, se trataría de un valor pobre y superficial. Y, desde luego, una encuesta entre jóvenes daría como resultado la negativa a quedarse con esa definición, por corta de horizontes.
Lo primero es "hacer el bien", no "sentirse bien"
Si se les pregunta qué es para ellos la solidaridad, en medio de muchas respuestas interesantes, quizá se les escape algo que está en el ambiente: ayudar y “sentirse bien”. Pero ¿qué es lo más auténtico, “hacer el bien” o “sentirse bien”? Sin duda lo primero lleva a lo segundo, con tal de que no se cambie el orden.
El término solidaridad nos habla, etimológicamente, de algo “sólido”, compacto o entero, como puede ser una edificación, en la que cada elemento contribuye al todo y lo sustenta; y como valor personal, lleva a saberse y sentirse responsable de todos. No se trata de ingenuidad, sino de la conciencia vivida de ser y actuar como persona.
Por eso la solidaridad tiene que ver más bien con lo que Juan Pablo II escribió: «Solidaridad no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas, sino la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (Enc. Sollicitudo rei socialis, de 1987, n. 38). Como es obvio esto no se limita a las catástrofes, sino que debería estar presente en lo ordinario.
Solidaridad y caridad
Hay quien opone la solidaridad a la caridad: la caridad sería algo humillante, porque se ejerce verticalmente, desde arriba; mientras que la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo. Ciertamente durante mucho tiempo se ha podido entender, en muchos ambientes, la caridad como algo oficial, frío y seco, que nada tiene que ver con lo concreto de la solidaridad; asimismo puede haber sucedido o estar sucediendo, como hemos visto más arriba, que la solidaridad se diluya en un sentimiento “circunstancial”.
En cambio la verdadera solidaridad se abre a la caridad auténtica, que está plenamente representada en la cruz de Cristo, con sus dos palos o travesaños: uno vertical (que viene de Dios) y otro horizontal (para extender los brazos a todos). Y se hace densa y real donde esos dos palos se juntan: en el corazón. No como lugar de un sentimentalismo barato, sino como fuente de entrega hasta el final.
Escribió Pablo VI que nuestro mundo está enfermo de fraternidad. También lo decía, de otra manera, Martin Luther King: «Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el arte de vivir juntos, como hermanos».
En consecuencia, no es verdad que «la fraternidad es una de las más bellas invenciones de la hipocresía social» (G. Flaubert), sino la realidad humana más profunda, que debería hacerse una realidad también querida y buscada por todos cada día.
Formar líderes en solidaridad
Por estas razones, entre otras, toda educación —tanto la educación familiar como la educación escolar y la universitaria, como también la formación cristiana en cualquiera de sus ámbitos y niveles— debería proponerse formar “líderes en solidaridad”.
La solidaridad, como la caridad, de la que es germen y camino, tiene sin duda un orden: debe comenzar por los más cercanos: los familiares, los amigos, los vecinos. Pero no para limitarse a ese ámbito, porque si no, se destruiría. Si sólo amo a los que espero que me correspondan, ¿de qué amor se trata? Como la caridad, la solidaridad debe tener un componente de desinterés. Dar sin esperar nada a cambio, aunque sepamos que eso es imposible, porque al menos se recibe a cambio un sentimiento de alegría, que es prueba de que estamos bien hechos.
Benedicto XVI ha señalado que la solidaridad de Dios con los hombres se manifiesta en su Hijo, al hacerse uno con nosotros en todo menos en el pecado; se puso «en fila con los pecadores» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 9-I-2011) y cargó con los pecados de todas las personas de todos los tiempos.
Jesús y la solidaridad
Y todavía más. El Papa ha observado, de un modo nuevo hasta ahora, que Jesús pidió la solidaridad de los suyos en el Huerto de los Olivos, en el momento en que veía acercarse la muerte. Les pedía «una cercanía en la oración, para expresar, de alguna manera, la sintonía con Él, en el momento en que está a punto de cumplirse totalmente la voluntad del Padre, y es una invitación a cada discípulo a seguirlo en el camino de la cruz» (Audiencia general, 1-II-2012). Toda la vida del Señor, y especialmente su pasión y muerte, muestra que «su intercesión no es sólo solidaridad, sino que se identifica con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo» (Audiencia general 1-VI-2011). Este es, en efecto, el verdadero fundamento, siempre vivo, de la Iglesia, familia de Dios y germen de solidaridad universal en el mundo.
Por eso Benedicto XVI nos invita, particularmente a los cristianos, a escoger con Jesús «la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una constante invitación a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás» (Homilía en Venecia, 8-V-2011).
Se atribuye a Apuleyo (siglo II) la frase: «Uno a uno, todos somos mortales. Juntos, somos eternos». El evangelio vino a subrayar que uno a uno somos irrepetibles, queridos por Dios como hijos y, por tanto, como hermanos. Por eso, a la vez, vino a quebrar los moldes del individualismo. Y también por eso, el evangelio es la luz más potente y el mayor impulso para formar líderes en solidaridad.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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