Ofrecemos las intervenciones del Papa durante su visita pastoral a Génova el pasado sábado, 27 de mayo
A las 7:30 de la mañana de ayer, sábado 27 de mayo, el Santo Padre partió en avión desde el aeropuerto de Roma-Ciampino para la Visita pastoral a la Archidiócesis de Génova. A su llegada al aeropuerto de Génova, fue recibido por el Cardenal Angelo Bagnasco, Arzobispo de la Ciudad, por el Honorable Giovanni Toti, Presidente de la Región de Liguria, por la Dra. Fiamma Spena, Prefecto de Génova, por el Alcalde, Dr. Marco Doria, y por el Director del aeropuerto, Dr. Paolo Sirigu.
Ofrecemos las intervenciones del Papa durante esta jornada:
− Encuentro con el mundo del trabajo en la planta siderúrgica Ilva[1].
− Encuentro con los obispos de Liguria, clero, seminaristas y religiosos de la región, colaboradores laicos de la curia, representantes de otras confesiones en la Catedral de San Lorenzo.
− Encuentro con los jóvenes de la Misión Diocesana en el Santuario de Nuestra Señora de la Guardia.
− Encuentro con los niños de las distintas unidades del Hospital pediátrico "Giannina Gaslini".
− Homilía del Santo Padre durante la Santa Misa en la Plaza Kennedy.
Desde el aeropuerto, el Papa se trasladó en coche a Ilva para encontrarse, a las 8,30, con el mundo del trabajo.
El Santo Padre contesta a cuatro preguntas que le fueron formuladas en la Planta Industrial Ilva por un empresario, una representante sindical, un trabajador y una desempleada
.1. Ferdinando Garré, Empresario del Sector de Reparaciones Navales
En nuestro trabajo tenemos que luchar contra muchos obstáculos −la excesiva burocracia, la lentitud de las decisiones públicas, la falta de servicios e infraestructuras adecuadas− que a menudo no dejan salir las mejores energías de esta ciudad. Compartimos este esforzado camino con nuestro capellán y nos anima nuestro Arzobispo, el Cardenal Angelo Bagnasco. Nos dirigimos a Usted, Santidad, para pedirle una palabra de cercanía, una palabra que nos consuele y nos anime ante los obstáculos con los que cada día nos enfrentamos los empresarios.
¡Buenos días a todos! Es la primera vez que vengo a Génova, y estar tan cerca del puerto me recuerda de dónde salió mi padre…, y eso me produce una gran emoción. Gracias por vuestro recibimiento. Yo ya conocía las preguntas, y para responderlas he escrito algunas ideas; y también tengo la pluma en la mano para apuntar lo que me venga a la cabeza en el momento de responder. Pero estas preguntas sobre el mundo del trabajo he querido pensarlas bien para responder bien, porque hoy el trabajo está en riesgo. Es un mundo donde el trabajo no se considera con la dignidad que tiene y que da. Por eso responderé con lo que he pensado y con lo que se me ocurra en el momento.
Hago una premisa. La premisa es: el mundo del trabajo es una prioridad humana. Y, por tanto, es una prioridad cristiana, una prioridad nuestra, y también una prioridad del Papa. Porque viene de aquel primer mandamiento que Dios dio a Adán: “Ve, haz crecer la tierra, trabaja la tierra, domínala”. Siempre ha habido una amistad entre la Iglesia y el trabajo, partiendo de Jesús trabajador. Donde hay un trabajador, ahí está el interés y la mirada de amor del Señor y de la Iglesia. Pienso que esto está claro. Es muy bonita esta pregunta que proviene de un empresario, de un ingeniero; de su modo de hablar de la empresa salen las típicas virtudes del empresario. Y como esta pregunta la hace un empresario, hablaremos de ellos: la creatividad, el amor por la propia empresa, la pasión y el orgullo por la labor de las manos y de la inteligencia suya y de los trabajadores. El empresario es una figura fundamental de toda buena economía: no hay buena economía sin buen empresario. No hay buena economía sin buenos empresarios, sin vuestra capacidad de crear, crear trabajo, crear productos. En sus palabras se nota también el cariño por la ciudad −y se comprende−, por su economía, por la calidad de las personas de los trabajadores, y también por el ambiente, el mar… Es importante reconocer las virtudes de los trabajadores y trabajadoras. Su necesidad −de los trabajadores y trabajadoras− es la necesidad de hacer el trabajo bien porque el trabajo hay que hacerlo bien. A veces se piensa que un trabajador trabaja bien solo porque le pagan: esa es una grave falta de estima por los trabajadores y por el trabajo, porque niega la dignidad del trabajo, que empieza precisamente por trabajar bien por dignidad, por honor. El verdadero empresario −intentaré hacer el perfil del buen empresario−, el verdadero empresario conoce a sus trabajadores, porque trabaja junto a ellos, trabaja con ellos. No olvidemos que el empresario debe ser ante todo un trabajador. Si él no tiene esa experiencia de la dignidad del trabajo, no será un buen empresario. Comparte las fatigas de los trabajadores y comparte las alegrías del trabajo, de resolver problemas juntos, de crear algo juntos. Si y cuando debe despedir a alguno es siempre una decisión dolorosa y no lo haría, si pudiese. Ningún buen empresario quiere despedir a su gente −no, quien piense resolver el problema de su empresa despidiendo gente, no es un buen empresario, es un comerciante: hoy vende a su gente, mañana vende su propia dignidad−, se sufre siempre, y alguna vez de ese sufrimiento nacen nuevas ideas para evitar el despido. Ese es el buen empresario. Recuerdo, hace casi un año, un poco menos, en la Misa en Santa Marta de las 7 de la mañana, al salir saludo a la gente que está allí, y se me acercó un hombre. Lloraba. Dijo: “He venido a pedir una gracia: estoy al límite y tengo que declararme en quiebra. Eso significaría despedir a unos sesenta trabajadores, y no quiero, porque siento que me despido a mí mismo”. Y aquel hombre lloraba. Eso es un buen empresario. Luchaba y rezaba por su gente, porque era “suya”: “Es mi familia”. Están unidos…
Una enfermedad de la economía es la progresiva transformación de los empresarios en especuladores. El empresario no puede confundirse en absoluto con el especulador: son dos tipos diversos. El empresario no debe confundirse con el especulador: el especulador es una figura semejante a la que Jesús en el Evangelio llama “mercenario”, para contraponerlo al Buen Pastor. El especulador no ama su empresa, no ama a sus trabajadores, sino que ve empresa y trabajadores solo como medios para sacar provecho. Usa, usa empresa y trabajadores para sacar beneficio. Despedir, cerrar, trasladar la empresa no le crea ningún problema, porque el especulador usa, instrumentaliza, “come” personas y medios para sus objetivos de provecho. Cuando la economía está movida, en cambio, por buenos empresarios, las empresas son amigas de la gente y también de los pobres. Cuando pasa por las manos de los especuladores, todo se arruina. Con el especulador, la economía pierde rostro y pierde los rostros. Es una economía sin rostros. Una economía abstracta. Tras las decisiones del especulador no hay personas y, por tanto, no se ve a las personas que se despiden o se recortan. Cuando la economía pierde contacto con los rostros de las personas concretas, ella misma se convierte en una economía sin rostro y, por eso, en una economía despiadada. Hay que temer a los especuladores, no a los empresarios; no, no temer a los empresarios, porque los hay muy buenos. No. Temer a los especuladores. Pero paradójicamente, alguna vez el sistema político parece animar a quien especula sobre el trabajo y no a quien invierte y cree en el trabajo. ¿Por qué? Porque crea burocracia y controles partiendo de la hipótesis de que los agentes de la economía sean especuladores, y así quien no lo es queda en desventaja y quien lo es consigue encontrar los medios para eludir los controles y alcanza sus objetivos. Se sabe que reglamentos y leyes pensados para los deshonestos acaban penalizando a los honrados. Y hoy hay tantos verdaderos empresarios, empresarios honrados que quieren a sus trabajadores, que aman la empresa, que trabajan junto a ellos para sacar adelante la empresa, y estos son los más desventajados por esas políticas que favorecen a los especuladores. Pero los empresarios honrados y virtuosos salen adelante, al final, a pesar de todo. Me gusta citar a este propósito una bella frase de Luigi Einaudi, economista y presidente de la República Italiana. Escribía: “Millares, millones de individuos trabajan, producen y ahorran a pesar de todo lo que podamos inventar para molestarlos, obstaculizarlos, desanimarlos. Es la vocación natural la que les empuja, no solo la sed de ganancia. El gusto, el orgullo de ver la propia empresa prosperar, adquirir crédito, inspirar confianza a clientes cada vez más vastos, ampliar sus instalaciones constituyen un resorte de progreso tan potente como la ganancia. Si no fuese así, no se explicaría cómo hay empresarios que en su propia industria prodigan todas sus energías e invierten todo su capital para sacar a menudo ganancias mucho más modestas que las que podrían segura y cómodamente obtener por otros medios”. Tienen esa mística del amor…
Le agradezco lo que ha dicho, porque usted es un representante de esos empresarios. Estad atentos vosotros, empresarios, y también vosotros, trabajadores: estad atentos a los especuladores. Y también a las reglas y a las leyes que acaban favoreciendo a los especuladores y no a los verdaderos empresarios. Y al final dejan a la gente sin trabajo. Gracias.
2. Micaela, representante sindical
Hoy se habla de industria nuevamente gracias a la cuarta revolución industrial o industria 4.0. Bien: el mundo del trabajo está dispuesto a aceptar nuevos desafíos productivos que traigan bienestar. Nuestra preocupación es que esta nueva frontera tecnológica y el remonte económico y productivo que, antes o después, vendrá, no traigan consigo nueva ocupación de calidad, sino que más bien contribuyan a incrementar precariedad y malestar social. Hoy la verdadera revolución, en cambio, sería precisamente la de transformar la palabra “trabajo” en una forma concreta de inserción social.
Me viene a la cabeza responder, de entrada, con un juego de palabras. Tú has acabado con la palabra “inserción social”, y me viene el “chantaje social[2]”. Lo que voy a contar ahora es algo real, que pasó en Italia hace un año. Había una cola de gente en paro para encontrar trabajo, un trabajo interesante, de oficina. La chica que me lo contó −una chica instruida, hablaba varias lenguas, que era importante para ese puesto− y le dijeron: “Sí, puede ir…; serán 10-11 horas al día…” −“¡Sí, sí!” −dijo ella en seguida, porque necesitaba ese trabajo−. “Y se empieza con −creo que le dijeron, no quiero equivocarme, pero no más− 800 euros al mes”. Y ella dijo: −Pero… 800 solo? ¿11 horas?”. Y el señor −el especulador, no era empresario, el empleado del especulador− le dijo: “Señorita, mire detrás de usted la cola: si no le gusta, váyase”. ¡Eso no es riscatto sino ricatto! (¡Eso no es inserción sino chantaje!).
Y ahora diré lo que tenía escrito, pero la última palabra tuya me ha inspirado ese recuerdo. El trabajo en negro. Otra persona me contó que tiene trabajo, pero de septiembre a junio: la despiden en junio, y la vuelven a contratar en octubre o septiembre. Y así se juega… El trabajo en negro.
He aceptado la propuesta de tener este encuentro hoy, en un lugar de trabajo y de trabajadores, porque también estos son lugares del pueblo de Dios. Los diálogos en los lugares de trabajo no son menos importantes que los diálogos que hagamos en las parroquias o en las solemnes salas de convenciones, porque los lugares de la Iglesia son los lugares de la vida y, por tanto, también las plazas y las fábricas. Porque alguno puede decir: “¿Pero este cura qué viene a decirnos? ¡Que se vaya a su parroquia!”. No, el mundo del trabajo es el mundo del pueblo de Dios: somos todos Iglesia, todos pueblo de Dios. Muchos de los encuentros entre Dios y los hombres, de los que nos hablan la Biblia y los Evangelios, sucedieron mientras las personas trabajaban: Moisés oye la voz de Dios que lo llama y le revela su nombre mientras apacentaba el rebaño del suegro; los primeros discípulos de Jesús eran pescadores y son llamados por Él mientras trabajaban a la orilla del lago. Es muy cierto lo que Él dice: la falta de trabajo es mucho más que el mero agotarse de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo es también eso, pero es mucho, mucho más. Trabajando somos más persona, nuestra humanidad florece, los jóvenes se vuelven adultos solo trabajando. La Doctrina Social de la Iglesia siempre ha visto el trabajo humano como participación en la creación que continua cada día, también gracias a las manos, a la mente y al corazón de los trabajadores. En la tierra hay pocas alegrías más grandes que las que se experimentan trabajando, como hay pocos dolores más grandes que los dolores del trabajo, cuando el trabajo explota, aplasta, humilla, mata. El trabajo puede hacer mucho mal porque puede hacer mucho bien. El trabajo es amigo del hombre y el hombre es amigo del trabajo, y por eso no es fácil reconocerlo como enemigo, porque se presenta como una persona de casa, incluso cuando nos golpea y nos hiere. Los hombres y las mujeres se nutren del trabajo: con el trabajo son “ungidos de dignidad”. Por esta razón, en torno al trabajo se edifica todo el pacto social. Ese es el núcleo del problema. Porque cuando no se trabaja, o se trabaja mal, se trabaja poco o se trabaja demasiado, es la democracia la que entra en crisis, es todo el pacto social. Es también ese el sentido del artículo 1 de la Constitución italiana, que es muy bonito: “Italia es una república democrática, fundada en el trabajo”. Según esto, podemos decir que quitar el trabajo a la gente o explotar a la gente con trabajo indigno o mal pagado o como sea, es anticonstitucional. Si no estuviese fundada en el trabajo, la República italiana no sería una democracia, porque el puesto de trabajo lo ocupan y siempre lo han ocupado privilegios, castas, rentas.
Así pues, hay que mirar sin miedo, pero con responsabilidad, las transformaciones tecnológicas de la economía y de la vida y no resignarse a la ideología que está tomando fuerza en todas partes, que imagina un mundo donde solo la mitad o quizá dos tercios de los trabajadores tendrán trabajo, y los demás serán mantenidos por la seguridad social. ¡Debe quedar claro que el verdadero objetivo a alcanzar no es el “cheque para todos”, sino el “trabajo para todos”! Porque sin trabajo, sin trabajo para todos no habrá dignidad para todos. El trabajo de hoy y de mañana será distinto, quizá muy diferente −pensemos en la revolución industrial, fue un cambio; también aquí habrá una revolución−, será diverso del trabajo de ayer, pero tendrá que ser trabajo, no pensión, no pensionistas: trabajo. Se jubila a la edad justa, es un acto de justicia; pero es contra la dignidad de las personas mandarlas a la jubilación con 35 o 40 años, darles un cheque del Estado, y ¡apáñatelas! “Pero, ¿tengo para comer?” Sí. “¿Tengo para sacar adelante mi familia, con ese cheque?” Sí. “¿Tengo dignidad?” ¡No! ¿Por qué? Porque no tengo trabajo. El trabajo de hoy será distinto. Sin trabajo se puede sobrevivir; pero para vivir hace falta el trabajo. La elección es entre sobrevivir y vivir. Y hace falta trabajo para todos. Para los jóvenes… ¿Sabéis el porcentaje de jóvenes de menos de 25 años, desempleados, que hay en Italia? Yo no lo diré: buscad las estadísticas. Y eso es una hipoteca sobre el futuro. Porque esos jóvenes crecen sin dignidad, porque no son “ungidos” por el trabajo que es lo que da la dignidad. Pero el meollo es este: un cheque estatal, mensual que te saque adelante una familia no resuelve el problema. El problema se resuelve con trabajo para todos. Creo haber respondido, más o menos.
3. Un trabajador que realiza un plan de formación promovido por los Capellanes
No raramente en los ambientes de trabajo prevalecen la competencia, la carrera, los aspectos económicos, cuando el trabajo es una ocasión privilegiada de testimonio y anuncio del Evangelio, vivido con actitudes de fraternidad, colaboración y solidaridad. Pedimos a Vuestra Santidad algunos consejos para caminar mejor hacia esos ideales.
Los valores del trabajo están cambiando muy rápidamente, y muchos de esos nuevos valores de la gran empresa y la gran finanza son valores que no están en línea con la dimensión humana, y por tanto con el humanismo cristiano. El acento en la competencia dentro de la empresa, además de ser un error antropológico y cristiano, es también un error económico, porque olvida que le empresa es ante todo cooperación, mutua asistencia, reciprocidad. Cuando una empresa crea científicamente un sistema de incentivos individuales que ponen a los trabajadores a competir entre ellos, a lo mejor a corto plazo pueda obtener alguna ventaja, pero acaba pronto por minar ese tejido de confianza que es el alma de toda organización. Y así, cuando llega una crisis, la empresa se viene abajo y revienta, porque ya no hay ninguna cuerda que la sostenga. Hay que decir con fuerza que esa cultura competitiva entre los trabajadores dentro de la empresa es un error, y por tanto una visión que debe cambiarse si queremos el bien de la empresa, de los trabajadores y de la economía. Otro valor que en realidad es un antivalor es la tan aclamada “meritocracia”. La meritocracia fascina mucho porque usa una palabra bonita: el “mérito”; pero como la instrumentaliza y la usa de modo ideológico, la desnaturaliza y pervierte. La meritocracia, más allá de la buena fe de tantos que la invocan, está volviéndose una legitimación ética de la desigualdad. El nuevo capitalismo a través de la meritocracia de una veste moral a la desigualdad, porque interpreta los talentos de las personas no como un don: el talento no es un don según esa interpretación: es un mérito, determinando un sistema de ventajas y desventajas cumulativas. Así, si dos niños al nacer son distintos por sus talentos u oportunidades sociales y económicas, el mundo económico leerá los diversos talentos como mérito, y los remunerará de modo diferente. Y así, cuando esos dos niños se jubilen, la desigualdad entre ellos se multiplicará. Una segunda consecuencia de la llamada “meritocracia” es el cambio de la cultura de la pobreza. El pobre es considerado un desmerecedor y por tanto un culpable. Y si la pobreza es culpa del pobre, los ricos quedan exonerados de hacer nada. Esa es la vieja lógica de los amigos de Job, que querían convencerlo de que fuera culpable de su desgracia. Pero esa no es la lógica del Evangelio, no es la lógica de la vida: la meritocracia en el Evangelio la hallamos en cambio en la figura del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo. Él desprecia al hermano menor y piensa que debe seguir siendo un fracasado porque se lo merece; en cambio, el padre piensa que ningún hijo se merece las algarrobas de los cerdos.
4. Victoria, desempleada
Los desempleados sentimos a las Instituciones no solo lejanas sino como madrastras, preocupadas más en un asistencialismo pasivo que en crear condiciones que favorezcan el trabajo. Nos conforta el calor humano con que la Iglesia no es cercana y la acogida que cada uno encuentra en la casa de los Capellanes. Santidad, ¿dónde podemos hallar la fuerza para creer siempre y no darnos por vencidos a pesar de todo esto?
¡Eso es así! Quien pierde el trabajo y no logra encontrar otro buen trabajo, siente que pierde la dignidad, como pierde la dignidad quien se ve obligado por necesidad a aceptar trabajos malos y equivocados. No todos los trabajos son buenos: todavía hay demasiados trabajos malos y sin dignidad, en el tráfico ilegal de armas, en la pornografía, en los juegos de azar y en todas esas empresas que no respetan los derechos de los trabajadores o de la naturaleza. Como es malo el trabajo de quien es pagado mucho para que no tenga horarios, límites, confines entre trabajo y vida porque el trabajo se convierte en toda su vida. Una paradoja de nuestra sociedad es la presencia de una creciente cuota de personas que querrían trabajar y no lo logran, y otros que trabajan demasiado, y querrían trabajar menos pero no lo consiguen porque han sido “comprados” por las empresas. El trabajo, en cambio, se vuelve “hermano trabajo” cuando junto a él hay tiempo de no-trabajo, tiempo de fiesta. Los esclavos no tienen tiempo libre: sin tiempo de fiesta, el trabajo vuelve a ser esclavista, aunque esté súper pagado; y para poder hacer fiesta tenemos que trabajar. En las familias donde hay desempleados, nunca es verdaderamente domingo y las fiestas acaban a veces en días de tristeza porque falta el trabajo del lunes. Para celebrar la fiesta, es necesario poder celebrar el trabajo. El uno marca el tiempo y el ritmo de la otra. Van juntos.
Comparto también que el consumo es un ídolo de nuestro tiempo. Es el consumo el centro de nuestra sociedad, y por tanto el placer que el consumo promete. Grandes negocios, abiertos 24 horas al día, todos los días, nuevos “templos” que prometen la salvación, la vida eterna; cultos de puro consumo y por tanto de puro placer. Es también esa la raíz de la crisis del trabajo en nuestra sociedad: el trabajo es fatiga, sudor. La Biblia lo sabía muy bien y nos lo recuerda. Pero una sociedad hedonista, que ve y quiere solo el consumo, no comprende el valor de la fatiga y del sudor y, por ende, no comprende el trabajo. Todas las idolatrías son experiencias de puro consumo: los ídolos no trabajan. El trabajo es “trabajoso”: son dolores de parto para poder dar a luz luego la alegría por lo que se ha engendrado juntos. Si no hallamos una cultura que estime la fatiga y el sudor, no encontraremos una nueva relación con el trabajo y seguiremos soñando el consumo de puro placer. El trabajo es el centro de todo pacto social: no es un medio para poder consumir, no. Es el centro de todo pacto social. Entre el trabajo y el consumo hay tantas cosas, todas importantes y bonitas, que se llaman dignidad, respeto, honor, libertad, derechos, derechos de todos, de las mujeres, de los niños, de las niñas, de los ancianos… Si malvendemos el trabajo al consumo, con el trabajo pronto malvenderemos también todas esas palabras, sus hermanas: dignidad, respeto, honor, libertad. No debemos permitirlo, y debemos continuar pidiendo trabajo, generarlo, estimarlo, amarlo. También rezarlo: muchas de las oraciones más bonitas de nuestros padres y abuelos eran oraciones del trabajo, aprendidas y rezadas antes, después y durante el trabajo. El trabajo es amigo de la oración; el trabajo está presente todos los días en la Eucaristía, cuyos dones son fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Un mundo que ya no conoce los valores y el valor del trabajo, no comprende tampoco la Eucaristía, la oración verdadera y humilde de las trabajadoras y trabajadores. Los campos, el mar, las fábricas siempre fueron “altares” desde los que se alzaban oraciones hermosas y puras, que Dios acogió y recogió. Oraciones dichas y rezadas por quien sabía y quería rezar, pero también oraciones dichas con las manos, con el sudor, con la fatiga del trabajo de quien no sabía rezar con la boca. Dios recibió también esas y sigue acogiéndolas hoy también.
Por eso, me gustaría terminar este diálogo con una oración: es una oración antigua, el “Veni, Sancte Spiritus”, que es también una oración del trabajo y por el trabajo.
Ven, Espíritu Santo,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo.
Brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y
reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas.
Infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y
danos tu gozo eterno. Amén.
¡Gracias!
Y ahora pido al Señor que os bendiga a todos, que bendiga a todos los trabajadores, a los empresarios, a los desempleados. Que cada uno piense en los empresarios que hacen todo lo posible para dar trabajo; en los parados, en los trabajadores y trabajadoras. Y que descienda esta bendición sobre todos nosotros y sobre ellos. [Bendición] ¡Muchas gracias!
* * *
Al terminar, el Papa acudió en auto a la Catedral de San Lorenzo para el encuentro con los Obispos de Liguria, Clero, Seminaristas, Religiosos y Religiosas, Colaboradores Laicos de la Curia y Representantes de otras Confesiones, a las 10:00. Fue recibido por los Miembros del Cabildo de la Catedral. Tras el saludo del Cardenal, el Papa respondió a cuatro preguntas.
Antes de comenzar, el Santo Padre invitó a rezar por las víctimas −29 muertos, entre ellos algunos niños, y 13 heridos− del atentado en Egipto, cuando diez hombres enmascarados acribillaron un autobús en el que viajaban cristianos coptos que iban al monasterio de San Samuel, en la provincia de Minia, al sur del país.
Hermanos y hermanas os invito a rezar juntos por nuestros hermanos coptos egipcios que han sido asesinados porque no querían renegar su fe. Junto a ellos, junto a sus obispos, a mi hermano Tawadros, os invito a rezar en silencio y luego un Avemaría. [Silencio. Avemaría]. Y no olvidemos que hoy los mártires cristianos son más numerosos que en los primeros tiempos de la Iglesia. Son más.
1. Don Andrea Carcasole
Padre Santo, me llamo Don Andrea Carcasole, soy vice-párroco de la parroquia de San Bartolomé de la Certosa aquí en Génova, que es una parroquia de 12 mil habitantes. Le pedimos a Usted hoy los criterios para vivir una intensa vida espiritual en nuestro ministerio que, en la complejidad de la vida moderna y de las tareas también administrativas, que tienden a hacernos vivir dispersos y desparramados.
Gracias Don Andrea por la pregunta. Yo diría que cuanto más imitemos el estilo de Jesús, mejor haremos nuestra labor de pastores. Ese es el criterio fundamental: el estilo de Jesús. ¿Cómo era el estilo de Jesús como pastor? Siempre Jesús estaba en camino. Los Evangelios, con los matices propios de cada uno, siempre nos hacen ver a Jesús en camino, en medio de la gente, la “muchedumbre” dice el Evangelio. Distingue bien el Evangelio los discípulos, la muchedumbre, los doctores de la ley, los saduceos, los fariseos…. Distingue el Evangelio: es interesante. Y Jesús estaba en medio de la muchedumbre. Si imaginamos cómo era el horario de la jornada de Jesús, leyendo los Evangelios podemos decir que la mayor parte del tiempo lo pasaba en la calle. Eso quiere decir cercanía a la gente, cercanía a los problemas. No se escondía. Luego, por la noche, muchas veces se escondía para rezar, para estar con el Padre. Y estas dos cosas, este modo de ver a Jesús, en la calle y en oración, ayuda mucho a nuestra vida diaria, que no está en la calle, sino aprisa. Son cosas distintas. De Jesús se dice que tenía un poco de prisa cuando iba a la Pasión: “decididamente” fue a Jerusalén. Pero esa costumbre, ese modo “alocado” de vivir siempre mirando el reloj −“tengo que hacer esto, esto, esto…”− eso no es un modo pastoral, Jesús no hacía eso. Jesús nunca estuvo quieto. Y, como todos los que caminan, Jesús estaba expuesto a la dispersión, a estar “desparramado”. Por eso me gusta la pregunta, porque se ve que nace de un hombre que camina y no es estático. No debemos tener miedo al movimiento y la dispersión de nuestro tiempo. Pero el miedo más grande al que debemos pensar, que podemos imaginar, es una vida estática: una vida del cura que lo tiene todo bien resuelto, todo en orden, estructurado, todo está en su sitio, los horarios −a qué hora se abre la secretaría, la iglesia se cierra a tal hora…−. Yo tengo miedo del cura estático. Me da miedo. Incluso cuando es estático en la oración: yo rezo de tal hora a tal hora. Pero, ¿no te dan ganas de ir a pasar con el Señor una hora más para mirarlo y dejarte mirar por Él? Esta es la pregunta que yo haría al cura estático, que tiene todo perfecto, organizado… Yo diría que una vida así, tan estructurada, no es una vida cristiana. Quizá ese párroco es un buen empresario, pero yo me pregunto: ¿es cristiano? ¿O, al menos, vive como cristiano? Sí, celebra la Misa, ¿pero el estilo es un estilo cristiano? O quizá es un creyente, un buen hombre, vive en gracia de Dios, pero con un estilo de empresario. Jesús siempre fue un hombre de la calle, un hombre en camino, un hombre abierto a las sorpresas de Dios. En cambio, el sacerdote que lo tiene todo planificado, todo estructurado, generalmente está cerrado a las sorpresas de Dios y se pierde esa alegría de la sorpresa del encuentro. El Señor te toma cuando menos te lo esperas, pero estás abierto. Un primer criterio es no tener miedo de esa tensión que nos toca vivir: nosotros estamos en la calle, el mundo es así. Es un signo de vida, de vitalidad: un padre, una madre, un educador está siempre expuesto a esto y vive la tensión. Un corazón que ama, que se da, siempre vivirá así: expuesto a esa tensión. Y alguno puede también tener la fantasía de decir: “Ah, yo me haré cura de clausura, monja de clausura, y así no tendré esa tensión”. Pues hasta los padres del desierto iban al desierto para luchar más. Esa lucha, esa tensión.
Y yo creo que, de esto, debemos pensar en algunos aspectos. Si miramos a Jesús, los Evangelios nos hacen ver dos momentos, que son fuertes, que son el fundamento. Lo dije al principio y lo repito ahora: el encuentro con el Padre y el encuentro con las personas. La mayoría de las personas con las que se encontraba Jesús era gente que tenía necesidades, gente menesterosa −enfermos, endemoniados, pecadores−, y también gente marginada, leprosos. Y el encuentro con el Padre. En el encuentro con el Padre y con los hermanos, ahí se da esa tensión: todo se debe vivir en esta clave del encuentro. Tú, sacerdote, te encuentras con Dios, con el Padre, con Jesús en la Eucaristía, con los fieles: te encuentras. No hay un muro que impida el encuentro; no hay una formalidad demasiado rígida que impida el encuentro. Por ejemplo, la oración: tú puedes estar una hora ante el Sagrario, pero sin encontrar al Señor, rezando como un papagayo. ¡Y pierdes tu tiempo así! La oración: si rezas, reza y encuentra al Señor, quédate en silencio, déjate mirar por el Señor; di una palabra al Señor, pide algo. Está en silencio, escucha qué dice, qué te hace sentir… Encuentro. Y con la gente lo mismo. Los curas sabemos cuánto sufre la gente cuando viene a pedirte un consejo o cualquier otra cosa. “¿Qué pasa?... Sí, sí, pero ahora no tengo tiempo, no…”. De prisa, no en camino, de prisa, esa es la diferencia. El que está parado y el que va de prisa nunca se encuentran. Conocí a un buen sacerdote que tenía una gran genialidad: fue profesor de literatura de alto, altísimo nivel, y también era poeta y conocía bien las letras. Cuando se jubiló −es un religioso−, pidió a su provincial que lo mandase a una parroquia de favelas, con los pobres más pobres. Para realizar ese servicio, un hombre de tanta cultura, fue allí de verdad con ganas de encontrar −era un hombre de oración−, de seguir encontrando a Jesús y encontrar a un pueblo que no conocía: el pueblo de los pobres; fue con mucha generosidad. Este hombre pertenecía a la comunidad en la que yo estaba, la comunidad religiosa. Y el provincial le había dicho: “un día a la semana ve a la comunidad”. Y él venía a menudo, hablaba con todos nosotros, aprovechaba para confesarse y volvía. Un día me dice: “Pero, a estos teólogos… les falta algo”. Yo le digo: “¿Qué les falta?” “Por ejemplo, el profesor de eclesiología, debe hacer dos tesis nuevas”. “Ah sí, ¿cuáles?” Y él decía así: “El pueblo de Dios, la gente en la parroquia, es ontológicamente agotador, o sea que cansa, y metafísicamente, esencialmente olímpico”. ¿Qué quiere decir “olímpico”? Que hace lo que quiere; tú puedes darle un consejo, y luego ya se verá... Y cuando trabajas con la gente, la gente te cansa, y a veces incluso te fríen un poco. ¡Pero es el Pueblo de Dios! Piensa en Jesús, que lo llevaban de una parte a otra. Piensa en Jesús, en aquella vez que estaba en la calle y dijo: “¿Quién me ha tocado?” −“Pero Maestro, ¿qué dices? Mira cuánta gente hay a tu alrededor”. “Alguno me ha tocado” −“Pero mira…”. Siempre la gente cansa. Déjate cansar por la gente; no defiendas demasiado tu propia tranquilidad. Voy al confesionario: hay cola, y luego se me ocurre salir… No la Misa, pero algo que se podía hacer o no, y yo había pensado hacerlo, y miro el reloj. ¿Qué hago? Es una opción: me quedo en el confesionario y sigo confesando hasta que acabe, o bien digo a la gente: “Tengo otro compromiso, lo siento, me tengo que ir”. Siempre encontrar a la gente. Y ese encuentro con la gente es tan mortificante, ¡es una cruz! Encontrar a la gente es una cruz, porque quizá haya en la parroquia una, dos, diez personas −viejecitas− que te hacen un pastel y te lo llevan, buenas… ¡Pero cuántos dramas debes ver! Y eso cansa el alma y te lleva a la oración de intercesión.
Yo dirías estas dos cosas, en esa tensión. Es muy importante. Y uno de los signos de que no se está yendo por la senda buena es cuando el sacerdote habla mucho de sí mismo, demasiado: de las cosas que hace, de lo que le gusta hacer… es auto-referencial. Es una señal de que ese hombre no es un hombre de encuentro, como mucho es un hombre del espejo, le gusta mirarse, reflejarse a sí mismo; necesita llenar el vacío del corazón hablando de sí mismo. En cambio, el cura que lleva una vida de encuentro, con el Señor en la oración y con la gente hasta el final de la jornada, está “arrugado”, san Luigi Orione decía “como un trapo”. Y uno puede decir: “Pero, Señor, necesito otras cosas…”. ¿Estás cansado? Sigue adelante. Ese cansancio es santidad, siempre que haya oración. De lo contrario, podría ser también un cansancio de auto-referencialidad. Debéis, vosotros sacerdotes, examinaros de esto: ¿soy hombre de encuentro? ¿Soy hombre de sagrario? ¿Soy hombre de la calle? ¿Soy hombre “de orejas”, que sabe escuchar? O cuando comienzan a decirme las cosas, respondo en seguida: “Sí, sí, las cosas son así y así…”. ¿Me dejo cansar por la gente? Eso era Jesús. No hay fórmulas. Jesús tenía una clara conciencia de que su vida era para los demás: para el Padre y para la gente, no para sí mismo. Se daba, se daba: se daba a la gente, se daba al Padre en la oración. Y su vida la vivió en clave de misión: “Yo soy enviado del Padre para decir estas cosas…”.
Una cosa que no nos ayuda es la debilidad en la diocesanidad. Pero de esto hablaré respondiendo a otra pregunta.
Nos hará bien, hará bien a todos los curas recordar que solo Jesús es el Salvador, no hay otros salvadores. Y pensar que Jesús nunca jamás se apegó a las estructuras, sino que siempre se apegaba a las relaciones. Si un sacerdote ve que, en su vida, su conducta está demasiado apegada a las estructuras, algo no va bien. Y Jesús eso no lo hacía, Jesús se apegaba a las relaciones. Una vez oí a un hombre de Dios −creo que introducirán la causa de beatificación de ese hombre− que decía: “En la Iglesia se debe vivir ese dicho: ‘mínimo de estructuras para el máximo de vida, y nunca el máximo de estructuras para el mínimo de vida’”. Sin trato con Dios y con el prójimo, nada tiene sentido en la vida de un cura. Harás carrera, irás a aquel sitio, a aquel otro; en aquella parroquia que te gusta o a una terna para ser obispo. Harás carrera. ¿Pero el corazón? Quedará vacío, porque tu corazón está apegado a las estructuras y no a las relaciones, las relaciones esenciales: con el Padre, con Dios, con Jesús y con las personas. Esta es un poco la respuesta sobre los criterios que quiero daros. “Pero, Padre, Usted no es moderno… Estos criterios son antiguos…”. ¡Así es la vida, hijo! ¡Son los viejos criterios de la Iglesia que son modernos, ultramodernos!
2. Don Pasquale Revello
Soy don Pasquale Revello, párroco. Trabajo en Recco, una bonita ciudad sobre el mar, en la parroquia de San Juan Bautista: 7.000 habitantes. Padre Santo, nos gustaría vivir mejor la fraternidad sacerdotal tan recomendada por nuestro Cardenal Arzobispo y promovida con encuentros diocesanos, vicariales, peregrinaciones, retiros y ejercicios espirituales, semanas de comunidad. ¿Nos puede dar alguna indicación?
Gracias, don Pasquale. ¿Cuántos años tiene usted?
81 cumplidos.
¡Somos coetáneos! Pero le hago una confesión: oyéndole hablar así, ¡le habría puesto 20 menos!
Fraternidad: es una bonita palabra, pero no se cotiza en la bolsa de valores. Es una palabra que no se cotiza en la bolsa. Es tan difícil, la fraternidad, entre nosotros. Es una labor de todos los días, la fraternidad presbiteral. Quizá sin darnos cuenta, pero corremos el riesgo de crear esa imagen del cura que sabe todo, no necesita que le digan nada: “Yo lo sé todo, sé todo”. Hoy los niños dirían: “¡Ese es un cura google o wikipedia!” Lo sabe todo. Y esa es una realidad que hace mucho daño a la vida presbiteral: la autosuficiencia. Ese tipo de cura dice: “¿Por qué perder tiempo en las reuniones?... Y cuántas veces estoy en las reuniones y está hablando el hermano cura, y yo estoy en órbita de mis pensamientos, pienso en las cosas que tengo que hacer mañana…”. Yo dejo la pregunta: pero si el obispo dijese: “¿Sabéis que desde el año próximo crecerá la aportación del 8 por mil para los curas?”, entonces “la órbita” baja enseguida, ¡porque hay algo que te ha tocado el corazón! ¿Eso te interesa? ¿Y lo que te dice aquel cura joven o aquel cura viejo o aquel cura de mediana edad, no te interesa? Una buena pregunta para hacerse: en las reuniones, cuando me siento un poco lejos de lo que está diciendo el otro, o no me interesa, preguntarme: “¿Pero por qué no me interesa esto? ¿Qué es lo que me interesa? ¿Dónde está la puerta para llegar al corazón de aquel hermano cura que está hablando y contando de su vida, que es una riqueza para mí?” ¡Es una verdadera ascesis, la de la fraternidad sacerdotal! La fraternidad. Escucharse, rezar juntos…; y luego una buena comida juntos, celebrar juntos… para los curas jóvenes, un partido de fútbol juntos… ¡Esto hace bien! Hace bien. Hermanos. La fraternidad, tan humana. Hacer con los curas del presbiterio lo que hacía con mis hermanos: ese es el secreto. Pero está el egoísmo; debemos recuperar el sentido de la fraternidad que… sí, se habla, pero aún no ha entrado en el corazón de los presbíteros, no ha entrado profundamente. En algunos un poco, en algunos menos, pero debe entrar más. Lo que sucede al otro, me toca; lo que dice aquel hermano, puede decirlo también para ayudarme a resolver un problema que tengo. “Pero ese piensa de modo distinto que yo...” ¡Escúchalo! Y toma lo que te sirve. Los hermanos son riqueza unos para otros. Y eso es lo que abre el corazón: recuperar el sentido de la fraternidad. Es una cosa muy seria. Nosotros curas, nosotros obispos, no somos el Señor. No. El Señor es Él. Nosotros somos los discípulos del Señor, y debemos ayudarnos los unos a los otros. Incluso pelearse, como peleaban los discípulos cuando se preguntaban quién sería el más grande de ellos. Hasta pelearse. ¡Es bonito también oír discusiones en las reuniones sacerdotales, porque si hay discusión hay libertad, hay amor, hay confianza, hay fraternidad! No tengáis miedo. Más bien, hay que tener miedo de lo contrario: a no decir las cosas, pero luego, por detrás: “¿Has oído lo que ha dicho ese tonto? ¿Has oído qué idea extravagante?” La murmuración, el “despellejarse” el uno al otro, la rivalidad… Os diré una cosa… He pensado tres veces si puedo decirla o no. Sí, la puedo decir. No sé si debo decirla, pero la puedo decir. Sabéis que para nombrar un obispo se piden informaciones a los sacerdotes y también a los fieles, a las consagradas sobre ese sacerdote, y ahí, en el cuestionario que manda el Nuncio, se dice: “esto es secreto”. No se puede decir a nadie, pero este sacerdote es un posible candidato a ser obispo. Y se piden informaciones. Algunas veces se encuentran verdaderas calumnias u opiniones que, sin ser calumnias graves, devalúan a la persona del cura; y se comprende en seguida que detrás hay rivalidad, celos, envidia… Cuando no hay fraternidad sacerdotal, hay −es dura la palabra− hay traición: se traiciona al hermano. Se vende al hermano. Para subir yo. Se “despelleja” al hermano. Pensad, haced examen de conciencia sobre esto. Os pregunto: ¿cuántas veces he hablado bien, he escuchado bien, en una reunión, a hermanos sacerdotes que piensan de otra manera o que no me gustan? ¿Cuántas veces, apenas han comenzado a hablar, he cerrado los oídos? ¿Y cuántas veces les he criticado, “desplumado”, “despellejado” a escondidas? El enemigo grande contra la fraternidad sacerdotal es este: la murmuración por envidia, por celos o porque no me va bien, o porque piensa de otra manera. Y entonces es más importante la ideología que la fraternidad; es más importante la ideología que la doctrina… ¿A dónde hemos llegado? Pensad. La murmuración o el juzgar mal a los hermanos es un “mal de clausura”: cuanto más encerrados estamos en nuestros intereses, más criticamos a los demás. Y nunca queráis tener la última palabra: la última palabra será la que sale sola, o la dirá el obispo; yo digo la mía y escucho la de los demás.
Luego, cuando hay sacerdotes enfermos, enfermos físicamente, vamos a verlos, les ayudamos… Y peor cuando está enfermos psíquicamente; y cuando están enfermos moralmente. ¿Hago penitencia por ellos? ¿Rezo por ellos? ¿Procuro acercarme para darle una mano, para hacerle ver la mirada misericordiosa del Padre? ¿O voy corriendo al otro amigo mío a decirle: “Me he enterado de esto y lo otro”? ¡Y lo “ensucio” todavía más! Pero si ese pobrecillo ha caído víctima de Satanás, ¿también tú quieres aplastarlo? Estas cosas no son fábulas: esto pasa, esto sucede.
Y otra cosa que puede ayudar es saber que ninguno de nosotros es el todo. Todos somos parte de un cuerpo, del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, de esta Iglesia particular. Y quien tiene la pretensión de ser el todo, de tener siempre razón o tener aquel puesto o aquel otro, se equivoca. Y esto se aprende en el seminario. Sé que aquí están los superiores de los seminarios, los formadores, los padres espirituales. Esto es muy importante. Un buen arzobispo vuestro, el cardenal Canestri, decía que la Iglesia es como un río: lo importante es estar dentro del río. Si estás en el centro o más a la derecha o más a la izquierda, pero dentro del río, eso es una variedad lícita. Lo importante es estar dentro del río. Tantas veces queremos que el río se estreche solo de nuestra parte y condenamos a los demás… eso no es fraternidad. Todos dentro del río. Todos. Eso se aprende en el seminario. Y yo aconsejo a los formadores: si veis un buen seminarista, inteligente, que parece bueno, pero es un chismoso, expulsadlo. Porque después eso será una hipoteca para la fraternidad presbiteral. Si no se corrige, echadlo. Desde el principio. Hay un dicho, no sé cómo se dice en italiano: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”. Si en el seminario crías “cuervos” que “murmuran”, destruirán cualquier presbiterio, cualquier fraternidad en el presbiterio.
Y luego hay tantas pruebas: el párroco y el vice-párroco, por ejemplo. A veces están naturalmente de acuerdo, son del mismo temperamento; pero muchas veces son diferentes, muy diferentes, porque en el río uno está por esta parte y el otro por la otra: pero todos dentro del río. Haced un esfuerzo para comprenderos, para amaros, para hablaros… Lo importante es estar dentro del río. Y lo importante es no chismorrear del otro, y buscar la unidad. Y debemos encender las luces, las riquezas, los dones, los carismas de cada uno. Esto es importante. Los Padres del desierto nos enseñan tanto de esto: sobre la fraternidad, el perdón, la ayuda. Una vez, fueron a Abba Pafnucio[3] algunos monjes: estaban preocupados por un pecado que había cometido uno de sus hermanos, y van a él a pedir ayuda. Pero antes de ir, habían murmurado entre ellos, bastante. Y Abba Pafnucio, después de haberles escuchado, dijo: “Vi en el borde del río a un hombre, hundido en el fango hasta las rodillas, y fueron unos para darle la mano, y lo hundieron hasta el cuello”. Hay algunas “ayudas” que lo que buscan es destruir y no ayudar: solo están disfrazados de ayuda. En la murmuración, siempre sucede esto. Una cosa que nos ayudará mucho, cuando nos encontremos ante los pecados o a cosas feas de nuestros hermanos, cosas que intentan romper la fraternidad, es hacernos la pregunta: “¿Cuántas veces he sido perdonado?” Esto ayuda. Gracias don Pasquale. Y gracias por su juventud.
3. Madre Rosangela Sala, Presidente USMI[4] Ligure
Padre Santo, gracias. Soy sor Rosangela Sala del Instituto de las Hermanas de la Inmaculada y represento la parte femenina de la vida consagrada Ligure. Sabemos que Usted ha vivido una larga experiencia de consagración vivida en situaciones diversas y con diferentes papeles. ¿Qué puede decirnos para que podamos vivir nuestra vida con creciente intensidad respecto al carisma, al apostolado y en nuestra Diócesis, que es la Iglesia?
Gracias, Madre. Yo a la Madre Rosangela la conozco desde hace años… Es una buena mujer, pero tiene un defecto. ¿Puedo decirlo? ¡Conduce a 140! [ríe y se ríen]. Le gusta ir de prisa, pero es buena. Usted ha dicho una palabra que me gusta mucho, me gusta mucho: la diocesanidad. Más que una palabra, es una dimensión que me gustaría unir a las preguntas anteriores. Una dimensión de nuestra vida de Iglesia, porque la diocesanidad es lo que nos salva de la abstracción, del nominalismo, de una fe un poco gnóstica o que solo “vuela por los aires”. La diócesis es esa porción del pueblo de Dios que tiene un rostro. En la diócesis está el rostro del pueblo de Dios. La diócesis ha hecho, hace y hará historia. Todos estamos metidos en la diócesis. Y eso nos ayuda para que nuestra fe no sea teórica, sino práctica. Y vosotros consagradas y consagrados, sois un regalo para la Iglesia, porque cada carisma, cada uno de los carismas es un regalo para la Iglesia, para la Iglesia universal. Pero siempre es interesante ver cómo cada uno de los carismas, todos los carismas nacen en un sitio concreto y muy vinculado a la vida de esa diócesis concreta. Los carismas no nacen en el aire, sino en un puesto concreto. Luego el carisma crece, crece, crece y tiene un carácter muy universal; pero en los orígenes, siempre tiene una concreción. Es bonito hacer memoria de que no haya carisma sin una experiencia fundadora concreta. Y que habitualmente no está ligada a una misión universal, sino a una diócesis, a un lugar concreto. Luego se hace universal, pero al principio, en sus raíces… Pensemos en los Franciscanos. Si uno dice: “Soy franciscano”, ¿cuál es el puesto que nos viene a la mente? ¡Asís! ¡En seguida! “¡Pero somos universales!” Sí, estáis en todas partes, es verdad, pero hay un origen concreto. Y vivir intensamente el carisma es querer encarnarlo en un puesto concreto.
El carisma debe encarnarse: nace en un sitio concreto y luego crece y sigue encarnándose en sitios concretos. Pero siempre hay que buscar dónde nació, cómo nació el carisma, en qué ciudad, en qué barrio, con qué fundador, qué fundadora, cómo se formó... Y esto nos enseña a amar a la gente de los lugares concretos, amar a gente concreta, tener ideales concretos: la concreción la da la diocesanidad. La concreción de la Iglesia la da la diocesanidad. Y esto no quiere decir matar el carisma, no. Eso ayuda al carisma a hacerse más real, más visible, más vecino. Y luego, de vez en cuando −cada seis años, normalmente− los consagrados se reúnen en capítulo, y provienen de las diversas “concreciones”, y eso hace crecer el instituto. Pero siempre con la raíz en la diocesanidad: en las diversas diócesis, donde ese carisma nació y dónde ha ido. Esta es la concreción. Cuando la universalidad de un instituto religioso, que crece y va y va, se olvida meterse en sitios concretos, en las diócesis concretas, esa Orden religiosa al final se olvida dónde nació, del carisma fundador. Se universaliza de la manera de las Naciones Unidas, por ejemplo. “Sí, hagamos una reunión universal, todos juntos…”. Pero no hay esa concreción de la diocesanidad: dónde nació el carisma y dónde ha ido después y se ha metido en esas Iglesias particulares. ¡Institutos religiosos volantes no existen! Y si alguno tiene esa pretensión, acabará mal. Siempre las raíces en la diócesis. Y aquí está la no fácil relación entre los religiosos consagrados y los obispos. Ahora se está trabajando en un nuevo proyecto para hacer de nuevo el documento Mutuae relationes, que tiene 40 años, y es hora de revisarlo. Porque siempre hay conflictos, incluso conflictos de crecimiento, conflictos buenos, y también algunos no tan buenos. Pero esto es importante: un carisma que tenga la pretensión de no tomarse en serio el aspecto de la diocesanidad y se refugia solo en los aspectos ad intra, eso le llevará a una espiritualidad auto-referencial y no universal como la Iglesia de Jesucristo. Esa palabra me ha gustado mucho, Madre: diocesanidad. Dónde nació el carisma y dónde se mete en su crecimiento.
Un segundo aspecto que me gustaría subrayar es la disponibilidad. Una disponibilidad para ir donde hay más riesgo, donde hay más necesidad, donde hay más necesidad. No para curarse a sí mismos: para ir a dar el carisma y meterse donde hay más necesidad. La palabra que uso a menudo es periferias, pero yo digo todas las periferias, no solo las de la pobreza, todas. También las del pensamiento, todas. Meterse en ellas. Y esas periferias son el reflejo de los sitios donde nació el carisma primordial. Y cuando digo disponibilidad, digo también revisión de las obras. Es verdad, a veces se hacen revisiones porque no hay personal, y hay que hacerlas. Pero incluso cuando hay personal, cuando hay gente, preguntarse: ¿nuestro carisma es necesario en esta diócesis, o en ese sitio de la diócesis? ¿O será más necesario en otra parte y a este puesto podrá venir otro carisma, a ayudar? Estar disponibles para ir más allá, siempre más allá: el “Deus semper maior”. Siempre ir más allá… Estar disponibles y no tener miedo de los riesgos; con la prudencia del gobierno, pero… Esto es importante, estas dos cosas, diría: diocesanidad y disponibilidad. Diocesanidad como referencia al nacimiento, y también disponibilidad para crecer y meterse en las diócesis. Diría esto, retomando su palabra, diocesanidad. Gracias.
4. Padre Andrea Caruso, O.F.M. Cap.
Santidad, me llamo fray Andrea Caruso, sacerdote de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos ligures. Esta es la pregunta: ¿cómo vivir y afrontar la general caída de vocaciones para la vida sacerdotal y la vida consagrada?
Gracias. Se dice de los Franciscanos que se reúnen siempre, y se dice: “Cuando no están en capítulo, están en versículo”. Siempre están en alguna reunión, están reunidos. Bueno, la caída de vocaciones. Hay un problema demográfico: el descenso demográfico en Italia. Nosotros estamos bajo cero, y si no hay chicos y chicas, no habrá vocaciones. Era más fácil en tiempos de familias más numerosas tener vocaciones. Hay una bajada que es también consecuencia de la caída demográfica. No es la única razón, pero esta debemos tenerla presente. Es más fácil convivir con un gato o con un perro que con los hijos. Porque me aseguro el amor programado, porque no son libres, yo los crío hasta cierto punto, hay un trato, me siento acompañado o acompañada con el gato, con el perro, y no con los hijos. Uno de mis asistentes, que tiene tres hijos me lo dice así [se ríe]. Sí, es verdad. En cada época, debemos ver las cosas que suceden como un paso del Señor: hoy el Señor pasa entre nosotros y nos plantea esta pregunta: “¿Qué pasa?”. ¿Qué pasa? La caída es cierta. Pero yo me hago otra pregunta: ¿qué nos dice o nos está pidiendo el Señor, ahora? La crisis vocacional es una crisis que toca a toda la Iglesia, a todas las vocaciones: sacerdotales, religiosas, laicales, matrimoniales… Piensa en la vocación al matrimonio, que es tan bonita. No se casan, los jóvenes; conviven, prefieren eso. Es una crisis transversal, y debemos pensar las cosas así. Es una crisis que toca a todos, hasta la vocación matrimonial. Una crisis transversal. Y como tal es un tiempo para preguntarse, para preguntar al Señor y preguntarnos nosotros: ¿qué debemos hacer? ¿Qué debemos cambiar? Afrontar los problemas es una cosa necesaria; y aprender de los problemas es una cosa obligatoria. Y debemos aprender también de los problemas. Buscar una respuesta que no sea una respuesta reductiva, que no sea una respuesta “de conquista”.
Una cosa fea que pasó en la Iglesia aquí en Italia −estoy hablando de los años 90, más o menos−: algunas congregaciones que no tenían casa en Filipinas, iban y traían aquí a las chicas, las convencían y venían. Buenas chicas. Luego, la mayoría lo dejaba. Recuerdo, en el Sínodo del 1994, una carta pastoral de los obispos de Filipinas que prohibían hacer eso, y las congregaciones que no tienen casa en Filipinas no pueden hacerlo. Eso lo primero. Lo segundo: la formación inicial se debe hacer en el país de origen, luego se puede ir a otro país, pero la formación inicial, en el propio país. Y recuerdo como si fuera hoy, creo que fue el Corriere della Sera, el titular con caracteres capitales: “La trata de las novicias”. Fue un escándalo. También en algunos países latinoamericanos. Estoy pensando en una congregación… Tomaban el autobús e iban a ciertos sitios pobres, y convencían a las chicas para venir a Buenos Aires y hacerse novicias, y venían. Y luego las cosas no iban bien. Y aquí, en Italia −en Roma− esto es un dato de hace 15 años, supe de algunas congregaciones que iban a países ex-comunistas de Europa central en busca de vocaciones, de chicas, a países pobres. Venían, pero no tenían vocación, pero ya no querían volver; algunas encontraban trabajo y otras, pobrecillas, acababan en las aceras.
Es difícil el trabajo vocacional, pero hay que hacerlo. Es un desafío. Debemos ser creativos, en la labor vocacional. El otro día estuvieron en una reunión –antes de vuestro capítulo en la provincia de las Marcas, vinieron a verme. Casi todos. A hacer una especie de pre-capítulo con el Papa. ¡Tantos jóvenes! “¿Cómo tenéis tantas vocaciones?” −“No sé, procuramos vivir la vida como la quería San Francisco”. La fidelidad al carisma fundacional. Y cuando hay congregaciones que son fieles al carisma fundacional, pero con ese amor que hace ver la actualidad que tiene ese carisma, la belleza, eso atrae. Y luego el testimonio. Si queremos consagrados, consagradas, sacerdotes, tenemos que dar ejemplo de que somos felices, que estamos felices. Y que acabamos nuestra vida felices por la elección que Jesús hizo de nosotros. El testimonio de alegría, también en el modo de vivir. Hay consagradas, consagrados, sacerdotes, obispos cristianos, que viven como paganos. Un joven, una joven de hoy mira y dice: “¡No, así yo no quiero!”. Y eso espanta a la gente. Luego, es importante la conversión pastoral y misionera. Una de las cosas que los jóvenes de hoy buscan mucho es la misionaridad. El celo apostólico: ver en el testimonio también un gran celo apostólico, que uno no vive para sí mismo, que vive para los demás, que da la vida, da la vida. Una vez −recién nombrado obispo, en el año 92− supe que una congregación de monjas del lugar donde yo estaba, en el barrio, en la zona de Buenos Aires donde yo era obispo auxiliar, estaba rehaciendo la casa de las monjas. Tenían un colegio muy rico, muy rico. Tenían dinero. Y tenían razón: la casa de las monjas tenía que rehacerse un poco. Lo habían hecho bien: incluso con baño privado. Está bien −pensé yo− si es una cosa austera, hoy también una comodidad moderna es importante, no hay problema… Pero al final hicieron un palacio de lujo, para las monjas. Y también −estoy hablando del 1992, hoy sería más comprensible, no sé, no estaría bien, pero no escandalizaría tanto− en cada una de las habitaciones de las monjas, una tele. ¿Cuál fue el resultado? De dos a cuatro de la tarde no encontrabas a ninguna monja, en el colegio: cada una estaba en su cuarto viendo la telenovela. La mundanidad. La mundanidad espiritual. Y la gente, los jóvenes piden testimonio de autenticidad, de celo apostólico, de armonía con el carisma. Y también nosotros debemos darnos cuenta de que con esos comportamientos somos nosotros mismos los que provocamos ciertas crisis vocacionales. Hemos sido nosotros mismos. Hace falta una conversión pastoral, una conversión misionera. Os invito a dar los pasos de la Evangelii gaudium que hablan de esto, de la necesaria conversión misionera, y eso es un ejemplo que atrae vocaciones.
Luego, las vocaciones están, Dios las da. Pero si tú −cura o consagrado o monja− estás siempre ocupado, no tienes tiempo para escuchar a los jóvenes que vienen, que no vienen… “Sí, sí, mañana…”. ¿Por qué? Los jóvenes son “aburridos”, vienen siempre con las mismas preguntas… Si no tienes tiempo, ve a buscar a otra persona que pueda escuchar. Escucharlos. Además, los jóvenes están siempre en movimiento: hay que ponerlos en un camino misionera. Cuatro días de vacaciones: os invito, vamos a hacer una pequeña misión en aquel sitio, en aquel pueblo, o vamos a pintar la escuela de aquel pueblo que está sucia… Y los jóvenes van en seguida. Y haciendo esas cosas, el Señor les habla. El testimonio. Esa es la clave. Esa es la clave.
¿Qué piensa un joven cuando ve un sacerdote, un consagrado o una consagrada? Lo primero que piensa, si tiene algún movimiento del Espíritu: “Yo querría ser como esa, como ese”. Ahí está la semilla. Nace del testimonio. “¡Yo nunca querría ser como ese!” Es el contra testimonio. El testimonio se hace sin palabras.
Y acabo con una anécdota. En la zona de Buenos Aires, donde era obispo auxiliar, hay muchos hospitales, pero en todos hay monjas. Y en uno, que estaba cerca del vicariato, había tres monjas alemanas, ancianísimas, enfermas, de una congregación que no tenía gente que mandar. Y la Madre general, con buen sentido, las reclamó: fue una decisión prudente, tomada con la oración, hablando con el obispo… una cosa bien hecha. Y un sacerdote dijo: “Yo conozco a la Madre general de un instituto coreano de Seúl, de la Sagrada Familia de Seúl. Puedo escribir”. Y escribió. “Muy bien”. Al final, tras cuatro meses, llegaron tres monjas coreanas. Llegaron un lunes −por decir−, el martes se apañaron un poco con sus cosas, y el miércoles bajaron a las plantas. Coreanas, sin una palabra de español. Después de algunos días, los enfermos estaban todos felices: “¡Pero qué buenas monjas! ¡Qué hermoso lo que dicen!” −“¿Pero, si no hablan una palabra de español?” −“No, no, pero es la sonrisa, te toman la mano, te hacen una caricia…”. ¡El lenguaje de los gestos! ¡Pero sobre todo el lenguaje del testimonio del amor! Mira, incluso sin palabras, puedes atraer gente. El testimonio es decisivo en las vocaciones: es decisivo. ¡Gracias por lo que hacéis! ¡Muchas gracias!
Os pido que recéis por mí. Os agradezco vuestra vida consagrada, vuestra vida presbiteral. ¡Y adelante, adelante, que el Señor es grande y nos dará hijos y nietos en nuestras congregaciones y en nuestras diócesis! Gracias. Y ahora os doy la bendición, y seguid adelante con valentía. Y me gustaría saludar a los cuatro que han tenido el valor de hacer las preguntas. [Bendición]
* * *
A las 12:30 el Papa se reunió con los jóvenes de la Misión Diocesana en el Santuario de la Virgen de la Guardia. Fue recibido por el Rector del Santuario, Mons. Marco Granara. Antes de responder a las preguntas de cuatro jóvenes −dos chicas y dos chicos− el Santo Padre invitó a los presentes a rezar en silencio a la Virgen.
Chiara Parodi
Santidad, ¡qué bueno tenerle aquí! En su exhortación apostólica Evangelii gaudium, invitó a toda la Iglesia a salir. Por sugerencia de nuestro Cardenal, hemos preparado la misión “Alegría plena”, para retomar las palabras que Jesús dijo en el Evangelio de Juan: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena” (15,11). Le pedimos una bendición para nosotros, los chicos que hemos encontrado y que encontraremos y también un consejo sobre cómo ser misioneros con nuestros coetáneos que viven situaciones difíciles de dolor y que son víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia y del engaño del maligno. Gracias. Le queremos mucho.
Luca Cianelli
Santo Padre, Usted ha querido que en el próximo año se tenga el Sínodo de Obispos dedicado a los jóvenes; tendrá como título “Jóvenes, Fe y discernimiento vocacional”. Nosotros pensamos que a Dios lo encontramos en la vida de todos los días, en lo ordinario, en la escuela, en el trabajo, con los amigos, en la vida de oración, en el silencio de la oración. Y le pedimos algún consejo para vivir nuestra vida espiritual y de oración. Gracias.
Emanuele Santolini
Hola, Papa Francisco. Hoy nuestras vidas tienen ritmos altísimos, frenéticos y esto hace difícil el encuentro, la escucha y sobre todo la construcción de relaciones verdaderas, de compartir. Así muchos de nosotros jóvenes quizá no tienen el tiempo o las ocasiones para encontrar a la persona de su vida, la persona que Jesús ha pensado para nosotros, para construir ese gran proyecto de amor que es el matrimonio. ¿Puede darnos algún consejo para lograr vivir una vida en plenitud y hacerlo construyendo relaciones verdaderas, plenas, sinceras? Gracias.
Francesca Marrollo
Santo Padre, cada día los medios nos comunican realidades de violencia y de guerra, relatos lejanos y cercanos de grandes sufrimientos. Muchos de nuestros coetáneos, inmigrantes de países lejanos, ensangrentados por egoísmos, viven hoy en nuestras ciudades en condiciones muy difíciles. Estamos convencidos de que, a través de esos hermanos y hermanas nuestros, Dios nos está hablando. ¿Qué nos dice? ¿Qué gestos, con la comunidad cristiana adulta, podemos hacer para responder a estos desafíos que la historia, habitada por el Espíritu Santo, nos está proponiendo hoy? Gracias.
Buenos días. Estoy un poco asustado porque Emanuele ha dicho que “estamos todos frenéticos” [ríe y se ríen]. No sé cómo responder. El cardenal ha hablado de vuestro amor y ha dicho que vuestro amor es un amor turbulento y alegre. Y eso es bonito. ¡Entre “frenéticos”, “turbulentos” y “alegres”, hacemos una buena macedonia y el resultado será hermoso! Es para mí una alegría encontraros. Es un encuentro que siempre deseo: encontrar a los jóvenes. Qué piensan, qué buscan, qué desean, qué desafíos tienen y tantas cosas. Y vosotros, que no queréis respuestas prefabricadas, queréis respuestas concretas pero personales, no como esos trajes que se compran prêt-à-porter, no. Respuestas prêt-à-porter vosotros no las queréis. Queréis el diálogo, cosas que toquen el corazón.
Chiara, gracias por compartir esta experiencia que habéis vivido durante este año. Sentir la invitación de Jesús es siempre una alegría plena. Y el Señor dice también: “Y esa alegría plena −en el mismo paso del Evangelio− nadie podrá quitárosla” (cfr. Jn 16,22). Nadie os la quitará. Alegría. Que no es lo mismo que divertirse. Sí, te hace feliz, la alegría, pero no es superficial. La alegría que va dentro y nace del corazón; y esa alegría es la que habéis vivido en este año. Te lo agradezco.
Ahora, yo querría preguntar −me gustaría, pero no hay tiempo y no se puede−: cómo habéis sentido que esta experiencia que habéis vivido os ha transformado: ¿es verdad, esto, o son palabras? ¿Por qué −esta es la pregunta− ir a hacer misión significa dejarse transformar por el Señor? Normalmente, cuando vivimos estas cosas, esas actividades, como Chiara ha señalado bien, nos alegramos cuando las cosas van bien. Y eso es bueno. Pero hay también otra transformación, que tantas veces no se ve, que está escondida y nace en la vida de cada uno. La misión, ser misioneros nos lleva a aprender a mirar. Oíd bien esto: aprender a mirar. Aprender a mirar con ojos nuevos, porque con la misión los ojos se renuevan. Aprender a mirar la ciudad, nuestra vida, nuestra familia, todo lo que está en torno a nosotros. La experiencia misionera nos abre los ojos y el corazón: aprender a mirar también con el corazón. Y así, dejamos de ser −permitidme la palabra− turistas de la vida, para ser hombres y mujeres, jóvenes que aman con compromiso en la vida. “Turistas de la vida”: habéis visto a esos que hacen fotografías de todo, cuando vienen de turismo, y no miran nada. No saben mirar… ¡y luego miran las fotografías en casa! Pero una cosa es mirar la realidad, y otra es mirar la fotografía. Y si nuestra vida es de turista, miraremos solo las fotografías o las cosas que pensemos de la realidad. Es una tentación, para los jóvenes, ser turistas. ¡No digo dar un paseo por aquí o por allá, no, ¡eso es bonito! Pretendo mirar la vida con ojos de turista, o sea superficialmente, y hacer fotografías para mirarlas más adelante. Eso quiere decir que no toco la realidad, no veo las cosas que pasan. No miro las cosas como son. La primera cosa que respondería, a propósito de vuestra transformación, es dejar esa actitud de turistas para ser jóvenes con un compromiso serio con la vida, en serio. El tiempo de la misión nos prepara y nos ayuda a ser más sensibles, más atentos y a mirar con atención. Y a tanta gente que vive con nosotros, en la vida ordinaria, en los sitios donde vivimos y que, por no saber mirar, acabamos por ignorar. Cuánta gente de la que podemos decir: “sí, sí, es ese, es ese”, pero no sabemos mirar su corazón, no sabemos qué piensan, qué sienten, porque nunca mi corazón se ha acercado. A lo mejor he hablado con ellos tantas veces, pero con superficialidad. La misión puede enseñarnos a mirar con ojos nuevos, nos acerca al corazón de tantas personas, y eso es algo bellísimo, es una cosa bellísima.
Y destruye la hipocresía. Encontrar gente grande, adultos hipócritas es feo, pero es gente grande, que haga de la propia vida lo que quiere, sane lo que hace… Pero ver un joven, una joven que comienza la vida con una actitud de hipocresía, eso es suicida. ¿Habéis comprendido? Es suicida. Es no dejar la senda del turista de la vida, es pasar disimulando, y no mirar el corazón de la gente para hablar con autenticidad, con transparencia.
Y luego, hay otra cosa: tú has dicho que la misión es bonita y habéis aprendido. Pero cuando voy de misión, no es solo la decisión mía, la que me hace ir. Hay otro que me manda, que me envía a hacer la misión. Y no se puede hacer misión sin ser mandado por Jesús. Es Jesús mismo quien te envía, es Jesús quien te empuja a la misión y está allí junto a ti: es precisamente Jesús quien trabaja en tu corazón, cambia tu mirada y te hace ver la vida con ojos nuevos; no con ojos de turista. ¿Habéis comprendido?
Así se aprende que vivir encerrados, incluso encerrados en el “turismo”, no sirve, no ayuda. Debemos vivir en misión, lo que supone que yo escuche al que me envía, que siempre es Jesús, y voy a la gente, voy a los demás a hablar de mi vida, de Jesús y de tantas cosas, pero con una transformación de mi personalidad que me hace ver de otra manera. Y también sentir las cosas de otra manera. Pensemos −para entender bien esto− cuando Jesús iba por la calle, siempre entre la gente; una vez (cfr. Mc 5,25-34) Jesús se detuvo y dijo: “Alguien me ha tocado”. Y los discípulos: “Pero, Maestro, ¿no ves que toda la gente está a tu alrededor? ¡Todos te tocan!” −“Alguien me ha tocado”. Jesús no se había acostumbrado a que lo tocasen. No, no era un “turista”: Él entendía las intenciones de la gente y había comprendido que había una persona que le había tocado para ser curada. Y esa mujer decía para sí: “Si lo toco, me curaré”. Así nosotros. Debemos conocer a la gente como es, porque tenemos el corazón abierto y no somos turistas entre la gente: somos enviados y misioneros.
La misión también ayuda a mirarnos entre nosotros a los ojos, y reconocer que somos hermanos entre nosotros, que no hay una ciudad ni tampoco una Iglesia de buenos y una ciudad y una Iglesia de malos. La misión nos ayuda a no ser “cátaros”. La misión nos purifica de pensar que hay una Iglesia de los puros y una de los impuros: todos somos pecadores y todos necesitamos el anuncio de Cristo, y si yo cuando anuncio en la misión a Jesucristo no pienso, no siento que me lo digo a mí mismo, me separo de la persona y me creo −puedo creerme− puro y el otro como el impuro que tiene necesidad. La misión nos implica a todos, como pueblo de Dios, nos transforma: nos cambia la mirada, nos cambia el modo de ir por la vida, de “turista” a implicado, y nos quita de la cabeza esa idea de que hay grupos, que están en la Iglesia los puros y los impuros: todos somos hijos de Dios. Todos pecadores y todos con el Espíritu Santo dentro que tiene la capacidad de hacernos santos.
Tú me pedías −también Emanuele ha pedido lo mismo− cómo ser misioneros con nuestros coetáneos, especialmente con los que viven en situaciones difíciles, que son víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia, del engaño del maligno. Creo que lo primero es amarlos. No podemos hacer nada sin amor. Un gesto de amor, una mirada de amor… Tú podrás hacer programas para ayudarles, pero sin amor… Y amor es dar la vida. Jesús dice: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida” (cfr. Jn 15,13). Él ha dado el ejemplo, ha dado la vida. Amar. Si tú no puedes −y digo “tú” pero lo digo a todos, porque ella ha hecho la pregunta, pero lo digo a todos−, si tú no tienes el corazón dispuesto a amar −el Señor nos enseña a amar− no podrás hacer una buena misión. La misión pasará como una aventura, un turismo. Prepararse e ir con un corazón dispuesto a amar. Ayudarles a amar. Una de las cosas que yo pregunto, no a cada persona sino cuando hay oportunidad, en el confesionario, es: “¿Usted ayuda a la gente? ¿Usted de limosna?” −“Sí”, dicen muchos. Sí, porque la gente es buena, la gente quiere ayudar. “Y dígame: ¿cuando da limosna, toca la mano de la persona, o la retira en seguida?” Y ahí algunos no saben qué decir. Y más: “¿Cuando usted da limosna, mira a los ojos de aquel pobre que le pide limosna? ¿O va de prisa?”. Amar. Amar es tener la capacidad de estrechar la mano sucia y la capacidad de mirar a los ojos de los que están en situación de degrado y decir: “Para mí, tú eres Jesús”. Y ese es el inicio de toda misión, con ese amor debo ir a hablar. Si hablo a la gente pensando: “Ah, estos estúpidos que no saben de religión, les enseñaré cómo hacer…”. ¡Por favor! Mejor que te quedes en casa y reces un Rosario, te hará mejor que ir de misión. No sé si lo habéis entendido.
¿Y por qué debo amar a esa gente? Esas víctimas de la droga, del alcohol, de la violencia, del engaño del Maligno. Detrás de todas esas situaciones que has nombrado, hay una certeza que no podemos olvidar, una certeza que nos debe volver “testarudos” en la esperanza: para hacer misión hay que ser testarudos en la esperanza. No solo el amor, sino también la esperanza, y testarudos. En cada una de estas personas que son víctimas de situaciones difíciles, hay una imagen de Dios que por diversos motivos ha sido maltratada, pisoteada. Hay una historia de dolor, de heridas que no podemos ignorar. Y esa es la locura de la fe. Cuando Jesús nos dice: “Fuiste a la cárcel y me encontraste a mí” −“¡Pero tú estás loco!”: es la locura de la fe. La locura de la cruz, de la que habla san Pablo; la locura del anuncio del Evangelio. Ahí está Jesús, y eso significa aprender a mirar con los ojos de Jesús: como mira Jesús a esa gente. Como los mira. Si Jesús, cuando nos dice −las preguntas que nos harán cuando vayamos a la otra parte (cfr. Mt 25,31-46)− nos dice que Él era esa gente, es misterio de amor en el corazón de Jesús.
He tenido ocasión, una vez −en Argentina estaba habituado ya a visitar las cárceles− y en una ocasión saludé a uno que tenía más de 50 homicidios. Y yo me quedé pensando: “Pero tú eres Jesús”, porque él ha dicho que si vienes a verme a la cárcel, yo estoy ahí, en ese hombre. Para ser misioneros hace falta esa locura de la cruz, esa locura del anuncio evangélico: que Jesús hace milagros, que Jesús no es un brujo curandero que sana. Jesús está en cada uno de nosotros, en cada uno de nosotros. Y quizá alguno de vosotros en este momento está en una situación de pecado mortal, está en una situación de lejanía, alejado de Jesús, quizá… Pero Jesús está allí, que espera. Es ahí contigo. Nunca nos deja. Si voy con amor, no como turista, y eso me transforma, voy como testarudo en la esperanza y voy sabiendo que toco, veo, escucho a Jesús que trabaja en el corazón de cada uno que encuentro en la misión. ¿Entendido? Y a propósito de estos que tú has mencionado, los más descartados de la sociedad −es importante− yo he dicho no sentirnos mal por estrechar la mano sucia de un vagabundo, de esa gente, por poner un ejemplo…
Todos estamos sucios. Y si Él me ha salvado, digo: gracias Señor, porque también yo puedo ser esa persona… Si yo no he acabado drogado, ¿por qué Señor? Por tu voluntad. Pero si el Señor me hubiese dejado de la mano, también yo, todos ¿dónde habríamos acabado? Y ese es el amor, la gracia, que debemos anunciar: Jesús está en esas personas. ¡Por favor, no adjetivar a las personas! Yo voy a hacer misión con el amor, la testarudez de la esperanza, para llevar un mensaje a la gente con un nombre, no con adjetivos. Y cuántas veces nuestra sociedad desprecia y clasifica: “¡No, ese es un borracho! No, yo no doy limosna a ese porque va a comprarse un vaso de vino y no tiene otra felicidad, pobre hombre, en la vida”; “Eh no, ese es un drogado”; “Ese, ese, ese, ese…” ¡Nunca adjetivar a las personas! Poner el adjetivo a las personas puede hacerlo solo Dios, solo el juicio de Dios. Y lo hará: en el Juicio final, definitivamente, a cada uno de vosotros: “Ven, bendito de mi Padre, vete maldito…”. Los adjetivos: lo hace Él, pero nosotros no debemos jamás adjetivar: “ese” y “aquel”, “ese, ese”. Yo voy a la misión para llevar gran amor.
Luego, en esa transformación −me he entusiasmado con tu pregunta, la tenía escrita y he hecho reflexiones− estamos acostumbrados a una cultura del vacío, a una cultura de soledad. La gente −nosotros también− dentro estamos solos y necesitamos el ruido para no oír ese vacío, esa soledad. Esta es la propuesta del mundo y esto no tiene nada que ver con la alegría de la que hemos hablado. El vacío: si hay algo que destruye nuestras ciudades es ese aislamiento. Ir en misión es ayudar a salir de los aislamientos y hacer comunidad, fraternidad. “Pero eso no me gusta…”. “Eso es así…”. Nunca adjetivar: Jesús ama a todos. Si voy en misión debo estar dispuesto a ese amar a todos. No está esa alegría plena, que era lo que tú decías que te daba la misión. Mientras hay tantos hermanos nuestros con la mirada desfigurada por una sociedad que se defiende solo con la exclusión, aislando a la gente, ignorando. Nunca, si queremos ser misioneros y llevar el Evangelio y tener esa alegría, nunca excluir, jamás aislar a nadir, nunca ignorar. No sé si he respondido a algo.
Y gracias Luca por tu inquietud. Génova es una ciudad puerto, que ha sabido recibir históricamente tantas naves y que ha generado grandes navegantes. Para ser discípulo hace falta el mismo corazón de un navegante; horizonte y valentía. Si no tienes horizonte y eres incapaz de mirarte incluso la nariz, nunca serás un buen misionero. Si no tienes coraje, nunca lo serás. Es la virtud de los navegantes: saben leer el horizonte, ir, y tienen el coraje para ir. Pensemos en los grandes navegantes del siglo XV, tantos salieron desde aquí. Vosotros tenéis la oportunidad de conocer todo con las nuevas técnicas, pero esas técnicas de información nos hacen caer en una trampa tantas veces; porque en vez de informarnos nos saturan, y cuando estás saturado el horizonte se acerca, se acerca, y tienes delante de ti un muro, has perdido la capacidad de horizonte. Estad atentos: ¡mirar siempre lo que te venden! También lo que te venden en los medios. La contemplación, la capacidad de contemplar el horizonte, de hacerse un juicio propio, no comerte lo que te sirvan en el plato. Eso es un desafío: es un reto que creo nos debe llevar a la oración, y decir al Señor: “Señor, te pido un favor: por favor, no dejes e retarme”. Retos de horizontes que requieren coraje. ¿Tú eres genovés? Navegante: horizonte y coraje. Y a todos los genoveses lo digo: ¡adelante! Esa oración que os proponía: “Señor, te pido un favor, hoy rétame”. Sí, “Jesús por favor, ven, importúname, dame el coraje de poder responder a los desafíos y a ti”. A mí me gusta mucho este Jesús que molesta, que importuna; porque es Jesús vivo, que te mueve dentro con el Espíritu Santo. Y qué bonito un chico o una chica que se deja importunar por Jesús; y el joven o la joven que no se deja tapar la boca con facilidad, aprende a no estar con la boca cerrada, que no está contento son respuestas simplistas, que busca la verdad, busca lo profundo, va al fondo, va adelante, adelante. Y tiene el coraje de hacerse preguntas sobre la verdad y tantas cosas. Debemos aprender a desafiar el presente. Una vida espiritual sana genera jóvenes despiertos, que ante algunas cosas que hoy nos propone esta cultura −“normal” dicen, puede ser, no sé− se pregunten: “¿Esto es normal o esto no es normal?”. Y tantas veces −esto lo digo con tristeza− los jóvenes son las primeras víctimas de esos vendedores de humo; les hacen creer tantas cosas, meten en su cabeza tantas cosas… Pero una de las primeras formas de coraje que debéis tener es preguntaros: “¿Pero esto es normal o esto no es normal?” El coraje de buscar la verdad. ¿Es normal que cada día crezca ese sentido de indiferencia? No me importa lo que sucede a los demás; la indiferencia con los amigos, los vecinos, en el barrio, en el trabajo, en la escuela… ¿Es normal −como nos invitaba a reflejar Francesca− que muchos de nuestras coetáneos, inmigrantes o provenientes de países lejanos, difíciles, ensangrentados por egoísmos que llevan a la muerte, viven en nuestras ciudades en condiciones verdaderamente difíciles? ¿Es normal esto? ¿Es normal que el Mediterráneo se haya convertido en un cementerio? ¿Es normal esto? ¿Es normal que tantos países –y no lo digo de Italia, porque Italia es muy generosa– tantos países cierran las puertas a esa gente que viene llagada y huye del hambre, de la guerra, esa gente explotada, que viene a buscar un poco de seguridad… ¿es normal? Esta pregunta: ¿eso es normal? Si no es normal debo implicarme para que eso no suceda. Querido, hace falta coraje para esto, hace falta valor.
Volviendo a los navegantes, Cristóbal Colón, que dicen que era de aquí −nunca se sabe, pero tantos como él o él mismo quizá salieron desde aquí−, de él decían: “Este loco quiere llegar desde aquí yendo allá”. Pero él hizo un razonamiento sobre la “normalidad” de ciertas cosas y realizó un gran reto: tuvo valor. ¿Es normal que ante el dolor de los demás nuestra actitud sea cerrar las puertas? Si no es normal, implícate. Y si no tienes el valor de implicarte, cállate y baja la cabeza y humíllate ante el Señor, pide valentía. Retar el presente es tener el valor de decir: “Hay cosas que parecen normales, pero no lo son”. Y vosotros debéis pensar esto: ¡no son cosas queridas por Dios y no deberían ser queridas por nosotros! ¡Y decirlo con fuerza! Ese es Jesús: intempestivo, que rompe nuestros esquemas, nuestros planes. Es Jesús quien siembra en nuestros corazones la inquietud de hacernos esa pregunta. Y eso es bonito: ¡eso es muy lindo!
Estoy seguro de que vosotros genoveses sois capaces de grandes horizontes y de tanto valor, pero depende de vosotros si queréis hacerlo: no depende de mí. Yo esta tarde vuelvo y dejo la semilla. A vosotros os dejo el reto o, como decimos en nuestra tierra: “Os tiro el guante a la cara”. Vosotros veréis.
Acabo con una sugerencia: cada mañana, una sencilla oración: “Señor, te pido por favor que hoy no dejes de retarme. Sí, Jesús, por favor, ven a importunarme un poco y dame el valor de poderte responder”. Gracias.
Vosotros estáis aquí, sentados a la sombra: aquí estamos al fresco. Pero afuera están −¿los oís? Saben hacer ruido− tantos que han resistido al sol, de pie… ¡Un aplauso para ellos! Yo los veía, los veo desde aquí. Estaban todos callados porque escuchaban y lo han seguido todo. Esos me parece que tienen un poco de valor y de horizontes: al menos esos; ¡espero que vosotros también! Ahora os daré la bendición, pero antes de recibir la bendición saludemos a la Virgen: Avemaría… [Bendición]
Al final, el Papa dirigió un breve saludo a los detenidos de la cárcel de Génova que seguían el encuentro en conexión televisiva.
Quisiera dar también un saludo y la bendición a todos los detenidos de Génova y de la Liguria que han seguido este encuentro. Daré −vosotros en silencio− la bendición a ellos [Bendición].
Luego, en la Sala de la Chimenea del Santuario, el Papa almorzó con una representación de pobres, refugiados, sin techo y presos.
Por la tarde, el Papa se trasladó en auto al Hospital Pediátrico “Giannina Gaslini” de Génova. A su llegada, visitó a los niños hospitalizados en los distintos departamentos del Hospital. Luego saludó al personal médico y administrativo.
Queridos hermanos y hermanas, en mi visita a Génova no podía faltar una etapa en este Hospital donde se atiende a los niños. Porque el sufrimiento de los niños es ciertamente el más duro de aceptar; y el Señor me llama a estar, aunque sea brevemente, cerca de estos niños y jóvenes y de sus familiares. Tantas veces me hago y me rehago la pregunta: ¿por qué sufren los niños? Y no hallo explicación. Solo miro el Crucifijo y me quedo ahí.
Saludo a todos los que trabajáis en esta prestigiosa estructura, que desde hace 80 años se dedica con pasión y competencia a la cura y asistencia de la infancia, con la ayuda importante de la investigación. Expreso mi agradecimiento a los responsables del Hospital, al Presidente de la Fundación, al Arzobispo de Génova, a los médicos, al personal paramédico, a todos los colaboradores en las diversas especializaciones, así como a los Frailes Menores Capuchinos y a todos los que asisten y ayudan a los niños enfermos con amor y dedicación. Ellos también necesitan vuestros gestos de amistad, vuestra comprensión, vuestro cariño y apoyo paterno y materno.
Esta Institución surgió como acto de amor del Senador Gerolamo Gaslini. Para honorar a su hija muerta a tierna edad, lo fundó desprendiéndose de todos sus bienes: sociedad, establecimientos, inmuebles, dinero e incluso su casa. Por tanto, este Hospital, conocido y apreciado en Italia y en el mundo, tiene un papel especial: continuar siendo símbolo de generosidad y de solidaridad. En el acto de fundación del hospital, Gaslini estableció: «Es mi firme voluntad que este Instituto tenga como base y guía la fe católica […] que fermente toda actividad y consuele todo dolor». Nosotros sabemos que la fe actúa sobre todo a través dela caridad y sin ella está muerta. Por eso os animo a todos a realizar vuestra delicada labor movidos por la caridad, pensando a menudo en el “buen samaritano” del Evangelio: atentos a las necesidades de vuestros pequeños pacientes, inclinándoos con ternura sobre sus fragilidades, y viendo en ellos el Señor. Quien sirve a los enfermos con amor sirve a Jesús que nos abre el Reino de los cielos.
Espero que este Hospital, fiel a su misión, pueda continuar su apreciada labor de cura y de investigación mediante la aportación y la contribución generosa y desinteresada de todas las categorías y a todos los niveles. Por mi parte, os acompaño con la oración y la bendición del Señor, que de corazón invoco sobre vosotros, sobre todos los pacientes y sus familiares [Bendición].
* * *
Al término de su visita, el Papa se trasladó a la Plaza Kennedy para celebrar la Santa Misa.
Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido otorgado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera, Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer los «tiempos o momentos que el Padre ha reservado a su poder», pero les promete la «fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,7-8); en la segunda, San Pablo habla de la «extraordinaria grandeza de su poder con nosotros» y «de la eficacia de su fuerza» (Ef 1,19). Pero, ¿en qué consiste esa fuerza, ese poder de Dios?
Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es ante todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana traspasó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios nunca se cansará del hombre. Y nos consuela saber que, en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera, y por eso de verdad vale la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de arriba donde está nuestro Señor (cfr. Col 3,1-2). Eso es lo que hizo Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra al cielo.
Pero este poder suyo no acabó una vez subido al cielo; sigue también hoy y dura para siempre. Precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estará con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). No es un modo de decir, una simple frase para que estén tranquilos, como cuando antes de partir para un largo viaje se dice a los amigos: “os tendré presentes”. No, Jesús está verdaderamente con nosotros y para nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que pagó por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» (Hb 7,25) a nuestro favor. Esta es la palabra clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús junto al Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada Misa, Jesús interviene: muestra al Padre las señales de su vida ofrecida −lo he dicho−, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Es nuestro “abogado” (cfr. 1Jn 2,1) y, cuando tenemos alguna “causa” importante, hacemos bien en confiársela, en decirle: “Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercedes por aquella persona, intercede por esta situación…”.
Esa capacidad de interceder, Jesús la dio también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno puede preguntarse: “¿Yo rezo? ¿Y todos, como Iglesia, como cristianos, ejercitamos ese poder llevando a Dios las personas y las situaciones?”. El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos esforzamos por muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma pesada, como una nave cargada de mercancía que después de un viaje fatigoso vuelve a puerto con ganas solo de atracar y apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos descarriar, encerrarnos en nosotros mismos e inquietarnos por nada. Para no dejarnos ahogar por ese “mal de vivir”, recordemos cada día “echar el ancla en Dios”: llevemos a Él los pesos, las persones y las situaciones, confiémosle todo. Esa es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.
La oración cristiana no es un modo para estar un poco más en paz consigo mismos o hallar cierta armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para confiarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cfr. Mt 7,7). Es ponerse en juego para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cfr. Hch 1,14). Interceder sin cansarnos: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace avanzar el mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo cuesta esfuerzo y da paz. Ese en nuestro poder: no sobresalir o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la que se pueden hasta parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra al cielo.
Después de la intercesión surge, en el Evangelio, una segunda palabra clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el solo poder del Espíritu Santo: «Id pues y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más que lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que nunca seremos perfectos y que, si esperamos ser mejores para evangelizar, nunca empezaríamos.
Sin embargo, para Jesús es importante que en seguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere llegar a todos. Para anunciar, pues, hay que ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quieto, acomodados en el propio mundo o en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acurrucarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia los lujos y comodidades, sino que nos incomoda y nos lanza siempre. Nos quiere en salida, libres de la tentación de contentarnos cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.
“Id”, nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo confirió a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso, ir al mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los curas, las monjas, los consagrados: es para todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir al mundo con el Señor: esa es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los demás. Pero el cristiano no es un velocista que corre alocadamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un “maratoniano esperanzado”: manso pero decidido a caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo, pero siempre respetuoso; emprendedor y abierto; laborioso y solidario. ¡Con ese estilo recorramos las calles del mundo!
Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí donde el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado non con la nuestra, con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio gozoso. ¡Y esto es urgente, hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismes y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; pongámonos en juego con valentía, convencidos de que hay más alegría en dar que en recibir (cfr. Hch 20,35). Que el Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro andar, el valor de nuestro caminar.
Al término de la Misa, antes de dejar la Plaza Kennedy, el Santo Padre escuchó el canto de saludo en dialecto genovés “Ma se ghe pensu…”. Luego, tras saludar a los miembros del Comité Organizador de la visita y una treintena de parientes del Papa −algunos de la provincia de Génova, y otros del Piemonte−, el Santo Padre se trasladó al aeropuerto donde, tras bendecir al pie de la escalinata del avión una estatua de la Virgen de Loreto y despedirse de las Autoridades que le habían recibido por la mañana, a las 19:50 despegó para volver a Roma. El avión aterrizó en Ciampino a las 20:35.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] La planta industrial Ilva es una sociedad anónima, con administración extraordinaria −y establecimientos en diversas localidades−, que se ocupa de la producción y transformación del acero. Fue fundada en 1905, convirtiéndose en el mayor complejo industrial de Europa en este sector. Su nombre deriva del latín y corresponde a la Isla de Elba, de donde se extraía el hierro que alimentaba los primeros altos hornos que se construyeron en Italia. Esta empresa ha padecido diversas vicisitudes desde el punto de vista económico, cuyas soluciones están ultimándose precisamente en estos días (ndt).
[2] En italiano, el Papa juega con las palabras: “riscatto sociale” y “ricatto sociale” (ndt).
[3] San Pafnucio (nacido hacia el 251, y fallecido en Egipto en el 360), era un monje del desierto y discípulo de San Antonio Abad (ndt).
[4] Unión de las Superiores Mayores de Italia (ndt).
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