Cuanto peor se encuentre la situación ética, más necesidad de amparar a nuestros semejantes; y así transformaremos la sociedad, a no mucho tardar
Dice Josep Maria Esquirol en su libro La resistencia íntima, galardonado con el Premio Nacional de Ensayo 2016, que el amparo es el gesto humano por excelencia. Y me resulta muy sugerente, porque el lugar natural y excelso del amparo es la familia. Y porque frente a mucha gente buena, pero cansada −decepcionada por tanta corrupción− frente a muchos que se han resignado a un mundo imposible de transformar, el amparo nos saca de la indolencia cobarde y nos vacuna contra el desaliento y el desengaño: cuanto peor se encuentre la situación ética, más necesidad de amparar a nuestros semejantes; y así transformaremos la sociedad, a no mucho tardar.
Contra los regímenes totalitarios comunistas, Alexander Solzhenitsyn se enfrentó con la máxima de «vivir sin mentira»; Václav Havel con su «vivir en la verdad», como acto de resistencia; Ana Blandiana, en Rumanía, con su prosa fantástica y sus poemas en los que la verdad ética se transformaba en estética bellísima. Ahora, el amparo constituye la disidencia de la verdad práctica −el repartir el bien a todos− contra el escepticismo, el cinismo, el desencanto y la pasividad.
En consecuencia, hemos de resistir nosotros mismos al nihilismo, sin despreciarlo. Para Esquirol, buena parte de ese enfrentamiento consiste en combatir contra «el imperio de la cosificación». Para ello, destaca tres elementos fundamentales; dos resultan más conocidos: la «nueva fascinación pantallizada», que esclaviza a la gente que se construye un mundo digital irreal −e infantil− y los aísla de la vida cotidiana; y el «yo consumidor patologizado», que tanto abunda. Solo con estas dos referencias, ya se podrían, fácilmente, obtener muchas consecuencias para que el ambiente familiar mejorara en su capacidad de amparar a sus miembros, especialmente a los más jóvenes.
Pero el tercero aparece más disimulado: una divulgación científica «mal hecha y peor digerida». Atención, no habla de la ciencia verdadera, sino la mentalidad tecno-científica que simplifica y reduce todo a pura materia; se refiere, también, al sabihondo, a «la amenaza del enterado», a un dogmatismo secular −no religioso−, a quien con «una parafernalia social, pseudoacadémica y mediática» actúa como si ya «se hubiese encontrado la solución de la vida humana y ya no hubiese más secreto».
De este modo, nos previene Esquirol contra la cosificación y la reducción, tan frecuente, del pseudocientífico: «Programas de divulgación “científica” relativos al ser humano empiezan con la frase: “Ahora ya sabemos que…”, como si ya se estuviese descifrando definitivamente el enigma de todos los enigmas (¿qué es el hombre?), cuando en realidad sigue siendo enigmático como siempre». Con este punto de sana ironía se despacha a gusto el filósofo catalán contra los superficiales y los tramposos: «En el fondo, de lo único que se trata es de suscitar un nuevo “¡qué interesante!”». Porque el ser humano real −de carne y hueso− es vulnerable, frágil, dependiente y vive a la intemperie cultural. ¿Se entiende ahora mejor la necesidad del amparo?
Amparar es mirar el mundo con ojos de enamorado y desear transformarlo con nuestra acción, sin ceder al pesimismo. Amparar es comprender la vida como compañía para los demás; también, compartir las alegrías, recibir −o dar− el aliento de los cercanos en las dificultades y saber consolar cuando se necesite. Y, de nuevo, cuánto perfume familiar desprenden todas estas actitudes.
Amparar es participar en la vida social y política con ejemplaridad. Amparar es colocar en primer lugar al débil y al desprotegido, al pobre, al enfermo y a quien sufre: tener finura para paliar −en lo que podamos− la carencia de bienes, la injusticia y el desarraigo social.
Amparar es poner el corazón en la vida cotidiana: «La paz que piensas fuera / se encuentra en este hijo que acaba tu descanso, / en mí cuando la casa me estrangula / y tengo un hambre urgente de paseo. / No depende tu hogar de un decorado: / no obstante la ciudad, / la tierra cultivable es este ahora: // Será tu corazón quien decida el bosque», reza el poema de Jesús Montiel.
Así, la familia propia es el lugar de las grandes aventuras y de los sueños maravillosos: en palabras de Esquirol, la casa es «la expresión más emblemática del amparar y del cubrir para proteger».