Son muchos los novios que se preguntan: ¿seré capaz de convivir y entregarme esponsalmente a otra persona y formar una familia?
Estas líneas ofrecen algunas pautas para acompañar a los novios y ayudarles a alcanzar una madurez que permita construir el futuro matrimonio sobre cimientos sólidos.
Una señora de edad avanzada que acudía a Misa con sus coetáneas le dijo una vez a su párroco: “No nos hable tanto del divorcio, que nosotras ya no estamos para eso. Si tenemos marido, no lo vamos a dejar ahora”. Ojalá que los recién casados, mujeres y hombres jóvenes, pudieran repetir una afirmación parecida: “Si te he prometido un amor para siempre, no te voy a dejar ahora”. Es el deseo profundo de quien se enamora. No he conocido parejas que se hayan prometido un “te quiero” temporal, un “te quiero” con condiciones: sólo mientras seas joven o mientras estés sano, o hasta que pierdas tu atractivo.
Al “para siempre” se llega por el camino del noviazgo, que es un proceso tan natural y antiguo como el de la madurez. Pero si el proceso de madurez tiene como meta la armonía de la personalidad y, por tanto, no termina, el noviazgo ha de tener un fi nal con dos posibles resultados: o un adiós de buenos amigos, o un “para siempre”… Será un periodo de mutuo conocimiento y atenta comprensión, una etapa para decidir sobre el paso sucesivo, la donación del uno al otro. Como en cualquier evento humano, también en este camino intervienen factores psicológicos y espirituales que pueden determinar su éxito o su fracaso.
Los novios deberán discernir si están en condiciones de compartir un proyecto vital con la otra persona, si están en condiciones de construir juntos una familia.
El objetivo de estas líneas es acompañar a quienes recorren el camino de noviazgo en sus preguntas decisivas: ¿estoy maduro para dar el siguiente paso? ¿Soy capaz de darme a un tú? Empezaremos por recordar algunos aspectos generales de la madurez, para conocer, por así decirlo, la partitura sobre la que se dibuja el crecimiento en el amor, y para advertir las posibles dificultades.
La madurez no es un estado, sino un proceso que dura toda la vida. Se refiere tanto a la plenitud del ser, como a su desarrollo y crecimiento adecuados. La persona madura es capaz de hacer suyo un proyecto. A diferencia de una fruta, el ser humano siempre está madurando y puede incluso retroceder: puede volver a estar verde. Por esto, no sólo necesita de sol y tiempo, sino de alguien que lo sostenga y de educación en un hogar que le sirve de modelo.
Son características de la madurez el orden, la coherencia y la primacía de la inteligencia y de la voluntad sobre el mundo afectivo, ese complejo tejido de las emociones, sentimientos, pasiones y estados de ánimo. La razón ilumina la interioridad y permite intuir, por ejemplo, que en una relación interpersonal de pareja se suceden estaciones: no todo es primavera o noviazgo, sino que hay otoños e inviernos…
Los animales suelen arreglárselas bastante bien sin sus padres, gracias a los instintos connaturales a su ser. Los jóvenes humanos no funcionan así: necesitamos de la experiencia de los más veteranos, para evitar los mismos errores. La madurez va más allá del envejecer: significa mantener la audacia, la sonrisa, el entusiasmo y la vitalidad, a pesar de una disminución de las energías físicas. Tal vez no estuviera muy lejos de la realidad Platón, que afirmaba que se necesitan 50 años para hacer un hombre.
Pero no hay que esperar la senectud para alcanzar un nivel apropiado de madurez en diversos ámbitos de la vida, incluido el de formar una familia. Mujer y hombre maduran gradualmente, cada uno a su modo y con una psicología propia. En la adolescencia se adquiere una mayor identidad, y los años sucesivos están marcados por un incremento progresivo de la intimidad. Identidad e intimidad son características muy importantes para las relaciones interpersonales futuras. Se cuenta con que los jóvenes adquieran una propia visión del mundo y de sí mismos. Serán claves la influencia del grupo, los modelos que ellos mismos elijan y el control de las fuerzas instintivas que se despiertan. El adolecente forma un plan de vida personal.
Desde niños se va madurando también hacia fuera de uno mismo. Es esta característica, o autotrascendencia, lo que más influirá en nuestro trato con otras personas. Qué importante es fomentarla desde los primeros años, en que poco a poco los chicos y chicas abandonan el “¡mío, mío!” que caracteriza la infancia. Así se adquiere la capacidad de ser fieles y de amar, necesarias para el matrimonio, que abrirán paso a la integridad, cuidados y sabiduría. La psicología confirma que “la madurez aumenta a medida que la vida se separa de la inmediatez del cuerpo y del egocentrismo” (G. Allport).
Junto con estas notas generales, los novios, que deben haber superado la crisis de identidad de la adolescencia, tienen como meta saber si cabe un proyecto en común. Para esto es bueno que el humus, la base o terreno donde se desea construir, sea semejante: la cultura, el lenguaje y una religión acordes favorecen una buena relación. Es importante que ambos conozcan su pasado, en particular las familias de proveniencia. Al noviazgo se llega con una historia, en la cual puede haber también heridas que se proyectan. Habrá que preguntarse si los valores e ideales son los mismos. Como escribió Saint-Exupéry, “amar no consiste en mirarse el uno al otro, sino que uno y otro miren en la misma dirección”.
Será la comunicación en la diferencia lo que posibilite el conocimiento profundo y, con él, la respuesta a tantos interrogantes. La madurez está en comprender las discrepancias, en no pretender modificarlas a toda costa o poner la esperanza en un “ya cambiará cuando nos casemos”. Un trato superficial o encandilado no permite ver los defectos de la otra persona. Este itinerario de conocimiento mutuo se ve también hoy entorpecido por quienes banalizan la sexualidad, o niegan todo tipo de diferencias entre el hombre y la mujer: genéticas, fisiológicas, psicológicas, lingüísticas, etc.
Para cosechar buenos resultados del noviazgo es imprescindible respetar las etapas. El amor sabe esperar, busca la felicidad y el bien del otro, rechaza el uso de cualquier persona. Nadie puede ser considerado un objeto desechable. Unos novios maduros saben que el amor no es sólo placer físico, y llegan al otro en su psicología y espiritualidad. Así, el eros da paso a un amor pleno, que se caracteriza por la capacidad de sacrificio y donación. Se descubre una paradoja: que amar implica sufrir. Se supera la afectividad egocéntrica del “te quiero porque me haces sentir bien”. Con una intimidad sólo física y anticipada nada se ve de todo esto. “Quemar las etapas termina por quemar el amor” (Benedicto XVI, Discurso, 11-IX-2011).
La persona madura vive su sexualidad de modo humano. Transforma el instinto en tendencia: reconoce un fin grande y elevado en la capacidad reproductiva, convierte los actos en gestos llenos de significado. No se detiene en la comunicación física sino que se abre al espíritu. Para llegar a estas cumbres del amor se necesita la castidad, que es como una vacuna contra el egocentrismo. Quien es querido castamente sabe que está ante un amor incondicional, y que él o ella no le harán daño. Sólo si se vive bien este aspecto se llega a conocer de verdad al otro. Esta virtud protege la libertad y la verdad, y se transforma en una joya que adorna la personalidad. De este modo se puede decidir el paso del enamoramiento a la donación completa en el matrimonio.
Puede suceder también que, después de un periodo de conocimiento suficiente, en que abundan las conversaciones apacibles, se descubra que hay poco en común, escasos puntos de contacto sobre los que fundar una relación estable. Será un signo de madurez interrumpir entonces el proceso, aunque persista una cierta atracción, pues “nada es más volátil, precario e imprevisible que el deseo” (Francisco, Amoris laetitia, 209).
La idealización del otro es un peligro que rompe la armonía de la relación y que es posible captar desde fuera de la pareja, como una nota desafinada. Puede ser el resultado de múltiples factores, como por ejemplo la complicidad en el vicio, que ciega y no permite ver los defectos. Cuando se mira la realidad desde la óptica del placer, las carencias de la personalidad quedan en un plano inalcanzable. Por el contrario, el realismo lleva a querer al otro con sus defectos, y no sólo a pesar de ellos… No se trata de buscar a un tú perfecto y saber si me atrae, sino de comprender que ese ideal no existe y de preguntarse serenamente: ¿podré hablar siempre con esta persona?
En cualquier nota de la madurez puede faltar la sana tensión. Son signos de esta tensión el amor verdadero capaz de sacrificarse. Quien se ancla sólo en el placer, en una sexualidad no controlada, tal vez encuentre un equilibrio, una apariencia de seguridad inestable y encerrada en sí misma. “No podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna herida duradera en el espíritu” (Francisco, audiencia 27-V-2015). La psicología demuestra que una relación sexual deja siempre una huella imborrable. El inicio precoz de la actividad sexual puede llevar a la esterilidad del amor, y extinguir incluso el placer que se buscaba.
Sucede como en la tierra explotada, que necesita cada vez de más químicos para volver a ser fértil. Falta la tensión sana, las miradas se enturbian. Y, paradójicamente, se crean nuevas tensiones enfermizas, como un sentido falso de fidelidad, reflejo más bien de una dependencia emotiva, hacia la persona que ha sido cómplice en las relaciones. Esta tensión exagerada daña las cuerdas del alma y paga con la desilusión. Se abre paso a una serie de relaciones superficiales, en que todo da lo mismo, en la cultura del usar y tirar.
La prioridad del placer oscurece la finalidad profunda de la sexualidad y del sexo. Lleva a conformarse con “sentirse bien y nada más”, a vivir desconectados de una ética necesaria para edificar la personalidad. La exaltación del placer busca justificaciones más allá del bien y del mal, como el eslogan “el cuerpo es mío”, de reminiscencias infantiles. Por esta vía se desemboca fácilmente en un rechazo a la maternidad y paternidad. El espíritu es incapaz de volar, porque ha perdido sus alas, le falta la tensión del amor verdadero. La relación de noviazgo y la madurez de cada persona no pueden ser analizadas solo experimentalmente. Tampoco se puede medir “probando”, como se haría con una manzana: si después del primer bocado noto que no está madura, la dejo; si no me gusta, la tiro y busco otra. Vale la pena repetirlo: las personas no se usan.
El “para siempre” es posible y no se improvisa. Estas palabras deberían sonar como nota de fondo. Es preciso recordar que la mujer y el hombre están capacitados para tomar decisiones definitivas. Así lo decía el Papa a los novios: “Por favor, no debemos dejarnos vencer por la ‘cultura de lo provisional’. Esta cultura que hoy nos invade a todos, esta cultura de lo provisional. ¡Esto no funciona!” (Francisco, discurso 14-II-2014).
Para estar en condiciones de tomar decisiones definitivas, es necesario aceptar la posibilidad de equivocarse. Nietzsche advertía que, a diferencia de los animales, el ser humano posee la capacidad de hacer promesas. Se debe añadir que es también capaz de mantenerlas. Y sin fe en un destino eterno, esto resulta más difícil.
En el noviazgo, la armonía solo se alcanza con una interpretación que dos personas intentan hacer bien. Saldrá mejor si se procura afinar cada cuerda, tanto las de la madurez general, como las del mensaje cristiano de las bienaventuranzas. Son estas un programa centrado en el amor, con sugerencias prácticas para distinguir los bienes verdaderos de los espejismos, para hacer sonar la nota justa en cada momento.
A lo largo del concierto, no faltará el cansancio. Hay momentos más difíciles y notas que resulta arduo alcanzar. Como escribió Thibon, “los obstáculos están hechos para remontarlos. El amor, coloreado en el comienzo por una perfección ilusoria, debida al deseo y a la imaginación, no podrá durar sin la voluntad”.
Hablando del noviazgo, san Josemaría decía que, “como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza”. Se trata de un proceso que requiere tiempo y diálogo. A veces hay muchos desafíos internos y externos que lo dificultan. No es posible llegar a la armonía en medio de tanto ruido. Es preciso también “desconectar” de redes anónimas y fomentar diversiones, intereses y amistades off line, para conseguir oír.
Resumiendo, las principales notas de la armonía en el noviazgo son: considerar el amor como sacrificio, respetar y querer al otro, pasar del instinto a la tendencia, controlar con la inteligencia las emociones, saber esperar y abrirse a un diálogo fecundo. El proceso no debe ser tan corto que impida el conocimiento, ni tan largo que decante en la rutina. El amor, como la música, tiene algo de inmaterial, que busca el bien de la persona que se quiere y perdura en el tiempo.
“La alianza del amor del hombre y la mujer se aprende y se afina. Me permito decir que se trata de una alianza artesanal. Hacer de dos vidas una vida sola, es incluso casi un milagro, un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe” (Francisco, audiencia 27-V-2015). Para conseguirlo, un cristiano tiene la asistencia amorosa del Espíritu Santo, que bien puede verse como el director de orquesta. Cuando él actúa en el alma se consigue la armonía.
La madurez de los novios es un largo proceso, que comienza en la infancia. No son suficientes los cursos de preparación al matrimonio, sino que se requiere una extensa catequesis, especialmente en la familia de procedencia. Es ahí donde se aprende que vale la pena un proyecto de vida buena y se adquiere la responsabilidad. Es ahí donde se entiende el lenguaje del cuerpo, de la psique y del espíritu. Si queremos que muchos jóvenes digan yo “te amaré para siempre y no te dejo”, necesitamos realzar el valor de la coherencia y la identidad, fomentar el diálogo y el conocimiento mutuo, verdadera sabiduría de la mente y del corazón. Así serán capaces de crear corrientes nuevas, más que ir contra corriente, influirán con alegría en muchos otros.
En esta aventura cuentan con la ayuda de la gracia de Dios y de los demás, también para renovar cada día el amor. No somos piezas inertes de ébano o marfil en un teclado de piano. La armonía que se intenta será imperfecta, propia de seres libres e imperfectos. En el periodo de prueba que es el noviazgo, resultará útil preguntarse, y preguntarle al Señor, si se está en condiciones de continuar hacia un proyecto en común con otra persona. Bien reflejan las ansias por dilucidar las dudas esa canción escrita por Paul McCartney:
Ebony and Ivory live together
in perfect harmony
Side by side
on my piano keyboard,
oh Lord, why don’t we?
Wenceslao Vial
Médico y sacerdote
Docente de psicología y vida espiritual
Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma.
Fuente: Revista Palabra.
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