La formación de la conciencia solamente se lleva a cabo ‘dilatando, corrigiendo e iluminándonos a nosotros mismos’ por la apertura a la gracia divina; es lo que llamamos el crecimiento en la ‘vida interior’
Alguien dijo que todo comienza por la conciencia y nada vale si no por ella. Estos días y siempre vemos cómo desde la política y la economía, la comunicación y la educación se sigue valorando mucho la conciencia moral. Resulta lógico que tanto los anteriores sínodos sobre la familia como la preparación del ya cercano sobre los jóvenes subrayen la importancia del discernimiento y de la formación de la conciencia[1]. Una joya sobre el tema es el pequeño libro de carácter práctico que publicó Romano Guardini por vez primera en 1929, titulado “El bien, la conciencia y el recogimiento” (cf. La coscienza. Il bene, il raccoglimento, Morcelliana, Brescia 2009).
El libro está dividido en tres conferencias o meditaciones. En la primera, la más amplia, se trata de la conciencia moral desde un punto de vista antropológico y fenomenológico. La segunda amplía esa visión hacia la perspectiva religiosa y teológica de la conciencia en relación con el mensaje cristiano. La tercera se ocupa de lo que podríamos llamar la parte que debe poner el sujeto. Todo ello se dirige a iluminar la formación de la conciencia y más en general la educación moral[2].
1. El bien y la conciencia. Guardini comienza distinguiendo entre obrar por un fin en general y obrar por un deber. El deber no es un fin útil cualquiera sino un fin “intrínsecamente justo”. A esto es a lo que llamamos un “bien”, un bien en sí mismo. Contra todo escepticismo, el bien es algo que existe y adquiere su dignidad por sí mismo y no desde fuera, algo ligado a mi destino supremo e indiscutible. Y a este bien responde la conciencia como el ojo a la luz. La conciencia es así, el órgano natural de captación del bien en distinción con el mal.
La conciencia capta el bien como valor universal que “debe” ser buscado en cada acción, más allá de la mera utilidad, de acuerdo con lo que pide la realidad, con las exigencias de las cosas, con lo razonable y justo, con lo que es conforme al ser[3]. De esa forma, la persona, a través de sus propios actos, en cada situación, va madurando en la dirección de la verdad y del amor. La conciencia tiene que ver con lo que la Biblia llama el corazón, es decir el núcleo de la persona, su interioridad, el “fondo del alma”. Gracias a la conciencia, la persona es “como un embajador del bien en el mundo”. Piensa Guardini que en nuestra época la frialdad moral se explica sobre todo porque se ha perdido de vista el valor del bien: su grandeza y densidad, su riqueza y plenitud, y se piensa que no vale la pena el esfuerzo por lograrlo.
Por eso, dice, se impone ahora redescubrir los objetivos de la educación moral: enseñar el valor, la grandeza y plenitud de bien que tiene -valga la redundancia- el actuar bien, educar el deseo ardiente, la alegría y la belleza de ese deber moral, liberándolo de ser visto como mera obligación y carga; enseñar a abrir los ojos ante lo que reclaman los acontecimientos y las cosas; ponderar el poder y la capacidad de comprometerse, reconstituir la comprensión y la unidad de la voluntad y, así, abrir a la luz a y la sabiduría de la moral cristiana, a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo.
A lo largo de este pequeño gran libro, su autor considera la conciencia, lo hemos visto, como el órgano para captar el bien; también como una puerta por la que la eternidad entra en el tiempo, como la cuna de la que surge la historia humana, que es fruto de la libertad; como una ventana abierta a la vez sobre la eternidad y sobre los acontecimientos cotidianos.
La conciencia avisa, diríamos hoy, como una luz o un piloto rojo en el salpicadero del coche sobre los niveles de gasolina o de aceite, como un termómetro que indica la temperatura corporal. Nos informa sobre el modo en que el bien definitivo y eterno pide ser realizado aquí y ahora[4], quizá en una pequeña acción.
La conciencia, entiende también Guardini, es como nuestra suprema brújula, que puede estropearse por superficialidad y frivolidad (conciencia laxa), por rigorismo, obsesión y escrúpulo (conciencia escrupulosa) o, finalmente, por alteraciones psicológicas de la percepción de la realidad, y en general por falta de armonía entre la inteligencia y la voluntad, los sentidos y los afectos.
Por eso, deduce el autor, a la formación de la conciencia le corresponde también: educar la mirada para abarcar el contenido de la situación y ver a las personas como son y también la circunstancias; tener en cuenta la experiencia de la realidad; educar el deseo y el valor del bien, la fuerza de la voluntad y la valentía de la decisión. Ha de enseñar a obedecer y crear, mirar, comprender y juzgar, penetrar y decidir.
La formación de la conciencia es la educación para ser capaces de salir del círculo del propio “yo”. En efecto, y el secreto de la conciencia −no puede ser otro− es la apertura al amor.
2. El “acuerdo” (o la conformidad) con Dios. Ahora bien, este salir del propio “yo”, según Guardini solamente puede lograrse del todo por medio de la realidad religiosa. El bien “no es una ley que cuelgue fija de alguna parte. No es una simple idea. No es un concepto instalado en el aire. No, es algo vivo. Digámoslo sin ambages: es la plenitud del valor del mismo Dios vivo. La santidad del Dios vivo: he ahí el bien”.
A partir de ahí reformula su idea sobre la conciencia: “La conciencia es por tanto el órgano para la realidad viviente y para el contacto con Dios; para el querer de Dios”: es decir, el órgano capaz de captar la realidad de Dios y su voluntad, su presencia y su Amor. Un órgano, por tanto, capaz de guiarnos en el actuar en Su presencia, bajo Su mirada, actuar por el honor de Dios, vivir en Dios, como dice la Escritura.
Por eso, observa nuestro autor, la conciencia es también un testigo o testimonio de Dios. Así es, y por eso la conciencia se ha considerado como el santuario donde resuena la voz de Dios. Y al que vive de fe, observa Guardini, Dios le da la gracia de una conciencia clara para que “se haga su voluntad en la tierra como en el cielo”.
Y exclama: “¡Qué significado preciosísimo y profundísimo adquiere aquí la conciencia!”. Y atención a lo que sigue: “Pero todo esto alcanza su plenitud en el misterio de nuestra elevación a (ser) hijos de Dios”. Desde ahí avanza en su comprensión de la moral: “El cumplimiento de la ley moral no es ya solamente el cumplimiento de un deber abstracto, sino la edificación de nuestra salvación”. Se trata, en efecto, de colaborar con la salvación propia y de los demás, sobre la base de la iniciativa salvadora de Dios uno y trino y en el marco de la familia de la Iglesia, de la vocación y misión de los cristianos en el mundo y para el servicio de la humanidad[5].
3. El ejercicio del recogimiento. En su tercera meditación, el autor considera que la conciencia tiene un carácter de llamada divina a participar de la santidad de Dios, que pide una respuesta por parte del cristiano.
Por eso está lleno de significado el hecho, que Guardini evoca, de que nuestro “nombre” se nos ponga en el Bautismo, aludiendo a la “piedrecita blanca” de la que habla de Biblia: "Al vencedor le daré maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe" (Ap 2, 17). Ciertamente, esto se ha interpretado en el sentido de que nuestro “nombre” es aquél que solo Dios conoce y que solo Él podría expresar quizá así y de ningún otro modo menos completo: “Fulanito de tal, al que yo llamé para tal misión y que la realizó de tal o de tal manera”.
Pero, reconoce Guardini, comprender todo esto y prestarse a ello no es fácil ni automático. Solo puede desarrollarse y funcionar a nivel humano con los años de la maduración interior y la experiencia exterior, pasando por las sucesivas etapas de la persona, y a nivel de la fe, con la gracia de Dios. En este contexto nuestro autor subraya la importancia del sacramento de la Confirmación, al que considera “el sacramentos de la conciencia cristiana”.
En definitiva, la formación de la conciencia solamente se lleva a cabo “dilatando, corrigiendo e iluminándonos a nosotros mismos” por la apertura a la gracia divina. Es lo que llamamos el crecimiento en la "vida interior". Guardini sintetiza este proceso en el término recogimiento, pues, en efecto, la formación de la conciencia, como parte de la educación de la fe, debe enseñar a cultivar la profundidad del espíritu, la contemplación, el examen o la vigilancia interior, la plenitud de la justicia, la pasión por el bien; y, para todo ello, la vida espiritual con su cortejo de virtudes, la oración y la paz interior, la escucha de la Palabra de Dios y la oración.
Al final de su libro sobre la conciencia, "voz viviente de la santidad de Dios en nosotros", Guardini recoge una oración. Su autor es John Henry Newman, Newman, beatificado por Benedicto XVI en 2010, considera que la conciencia cristiana es maestra, luz y voz de Dios, facilitadora y guía de la escucha, sanadora de la mirada, purificadora del corazón:
Dios mío, tengo necesidad de Ti, necesito que me instruyas cada día, tal como lo exige la jornada. Señor, ¡concédeme una conciencia iluminada, capaz de percibir y comprender Tu inspiración! Mis oídos están cerrados, por eso no escucho Tu voz. Mis ojos están tapados por eso no veo Tus signos. Solamente Tú puedes abrir mis oídos y curar mi vista, puedes purificar mi corazón. Enséñame a estar sentado a Tus pies, y a escuchar Tu palabra.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1776-1802.
[2] El libro de Guardini fue escrito diez años antes de que se desencadenaran los acontecimientos que conmocionaron Europa desde Alemania entre 1939 y 1945. Es instructivo comparar los contenidos y los acentos de este texto, más pacífico, con los de Spaemann, en 1982, y sobre todo los de Ratzinger, en 1991, mucho más dramáticos (ver los links que figuran en este párrafo). El pensamiento de Guardini sobre la conciencia, en la primera mitad del siglo XX, se complementa bien con otro de sus libros de la misma época: Pascal o el drama de la conciencia cristiana (1935), Emecé editores, Buenos Aires 1955.
[3] Es lo que R. Spaemann llama, al principio de los años 80, “hacer justicia a la realidad”. Ver el capítulo VI: “El individuo o, ¿hay que seguir siempre la conciencia?” de su libro Ética: cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 2010, pp. 91-105, donde desarrolla el tema desde el punto de vista antropológico. Vid. nuestro breve análisis “La conciencia moral”, en www.iglesiaynuevaevangelizacion.com, 14-XI-2013.
[4] El papa Francisco expresa esto al referirse al “bien posible” que puede ser hecho (cf. Exhortación Amoris laetitia, sobre el amor en la familia (19.III.2016), n. 308. Y esto no tiene nada que ver con la denominada “ética de la situación” o con la defensa de una “ética autónoma”: estos planteamientos rechazan los principios morales objetivos que recuerda el magisterio de la Iglesia.
[5] Todo ello completa, para el cristiano, el marco y el contenido para el discernimiento de la conciencia (que se realiza principalmente por el ejercicio de la virtud de la prudencia) y, por tanto, para la formación de la conciencia. Cf. J. Ratzinger, “Conciencia y verdad”, conferencia de 1991 recogida en el libro del mismo autor, La Iglesia: una comunidad siempre en camino, eds. Paulinas, Madrid 1992, pp. 95-115 y en la primera parte del libro de J. Ratzinger, El elogio de la conciencia. La verdad interroga al corazón, Librería Edirice Vaticana, ed. Palabra, Madrid 2010, pp. 9-36. Cf. nuestro breve “Conciencia y mensaje cristiano”, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com, 12-V-2014.
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