Por lo mismo que se puede llegar hasta nosotros en nuestra piel para violentarnos, se puede llegar hasta nosotros para consolarnos, para no dejarnos solos, para encontrarnos
Quien quiera ser invulnerable tendrá que pagar el precio de ser inconsolable y dejar de tener piel de hombre.
Si se considera despacio se verá que la piel humana es algo enigmático y que tiene que ver con lo propiamente humano mucho más de lo que sospechamos. Para empezar, el hombre es el único animal que puede estar desnudo, y la razón no es que seamos los únicos que nos vestimos, sino que, más bien a la inversa, nos vestimos porque estamos desnudos.
La desnudez pone de manifiesto que la superficie de nuestro cuerpo es menos superficial de lo que parece y que, aun siendo completamente exterior, en realidad forma parte más bien de nuestra interioridad de una manera desconcertante: llenándonos de la sensación de todo lo demás y, consiguientemente, dándonos la noticia de nuestra propia presencia en medio de todo.
Y es que, entre sus muchas funciones, se trata también de un gran órgano sensible tan extenso como el conjunto de nuestro cuerpo y que casi constituye un sentido nuevo. No es lo mismo el tacto según la mano, de ordinario activo y exploratorio, que el tacto según la piel, más pasivo y genérico y, por eso mismo, más capaz de servir de frontera comunicativa entre nosotros, los demás y el mundo.
La piel recibe mucha más información de la que puede dar porque no somos capaces de gesticular con ella, como sí sabemos hacer con la cara, con la mano y con el cuerpo entero mediante el gesto y el movimiento. Gesticular es hacer visible lo invisible y convertir el cuerpo en lenguaje con una densidad significativa que ningún otro cuerpo de ninguna otra especie es capaz siquiera de emular. De hecho, el gesto convierte el exterior de nuestro cuerpo en el único órgano capaz de expresar nuestra interioridad.
Desde luego que el gesto es una acción física, pero casi nada físico se entiende bien sin lo metafísico. En un reciente artículo, el filósofo Jaime Nubiola reflexionaba certeramente sobre esa singularidad que Paul Valery acertó a expresar: «La piel es lo más profundo que hay en el hombre». Y, en efecto, si el hombre es el único animal que tiene piel es porque es el único que tiene un adentro, una profundidad accesible y expresable: porque, si de la piel se trata, entonces lo más profundo está también en lo más superficial.
Si la mano y la cara son los órganos de la gesticulación de los que carecen todas las demás especies, la piel es el órgano de la presencia en el que lo separado puede entrar en contacto. Por eso sabemos bien cuando alguien nos ha tocado aunque sea en medio de una aglomeración, y por eso somos vulnerables y no podemos evitar que, en efecto, lleguen hasta la hondura que somos, aunque sea contra nuestra voluntad.
Pero por la misma razón que somos vulnerables somos consolables. Es decir, por lo mismo que se puede llegar hasta nosotros en nuestra piel para violentarnos, se puede llegar hasta nosotros para consolarnos, para no dejarnos solos, para encontrarnos. Quien quiera ser invulnerable tendrá que pagar el precio de ser inconsolable y dejar de tener piel de hombre. Mucho me temo que la invulnerabilidad de Aquiles le acarreaba la incapacidad para compadecerse precisamente porque desconocía el consuelo de la compañía, salvo, al parecer, en el talón que bien se debería de llamar de Patroclo, su único amigo.
Nuestra vulnerabilidad se deja ver en las heridas que cruzan la piel al tiempo que la convierten en un memorial de nuestras vidas. Nubiola decía que mirándola se pueden recordar nuestras peripecias (cruentas) infantiles, tal vez también las enfermedades y, desde luego, la edad que vamos teniendo. En realidad, la piel es como un texto, un memorial físico donde se anotan las marcas de lo que fuimos. Por eso Homero cuenta que cuando Ulises regresó a Ítaca nadie le reconoció menos la yaya que le cuidó y conocía sus cicatrices: al notar la señal que le dejó una de sus correrías, la anciana se sobresaltó porque, antes que todos los demás, ya sabía que el demudado y envejecido mendigo era Ulises en realidad. Por eso cuando Lucas dudó, Jesús le ofreció sus heridas que ni siquiera la resurrección había borrado, las mismas que le identifican todavía para los cristianos.
Por eso me parece a mí que, a pesar de lo que digan los fisiólogos, hay tantas clases de piel como de personas; y no me refiero solo a las metáforas sobre pieles muy duras o muy finas o a la capacidad para ponerse en la piel de otro, todas ellas alusivas a esa diversidad. Me refiero a que la piel es un comunicante tan personal que inconscientemente buscamos en ella la señal de la persona a la que nos da acceso. Sin embargo, precisamente porque es tan personal, ninguna marca le haría justicia, porque sería como reducir el lenguaje a univocidad o a unos pocos sentidos.
Por eso dudo si el gusto actual por los tatuajes no será un cierto paliativo del debilitamiento contemporáneo de la intimidad, es decir, de la profundidad accesible y expresable en la piel: un esfuerzo por personalizar algo desde fuera adentro. En dirección contraria pero con el mismo sentido con el que, al parecer, algunas señoras evitan sonreír para no remarcar no sé qué arrugas: pues tanto la falta de arrugas como la fijación de imágenes pueden despersonalizar la piel, que no necesita que la señalemos para que sea nuestra.
Más bien, la piel se hace del todo e intensamente nuestra con una señal que no deja señal: la caricia. La caricia es el gesto sobre la piel que convierte en profunda la superficie habilitándola para el encuentro. Por eso, incluso tras la falta de arrugas y los tatuajes yace intacto el enigma de la piel: poder tocarla y hacerse presente al otro para dejarle saber que no está solo, ya sea en las alegrías o en los quebrantos y las penas. Ni siquiera al final, cuando sea lo único que podamos hacer. Hasta que ya no se nos pueda encontrar en nuestra piel.