La amabilidad me parece maravillosamente necesaria, en unos momentos en que noto que unos cuantos van sembrando odio
Leo un artículo de un amigo mío, a quien respeto y quiero mucho. En un momento determinado, habla de este “mundo tan bello y tan atormentado”.
Y vuelvo a acordarme, por enésima vez, sabiendo que enésima es más que milésima, rozando la millonésima, de la señora que me preguntó qué mundo íbamos a dejar a nuestros hijos y de la otra señora que le dijo que lo correcto era preguntarse qué hijos íbamos a dejar a este mundo.
Bello y atormentado. Cada cosa con su responsable. Bello porque Dios lo hizo bello. Ya sé que, después de esta frase, alguno dejará de leer el artículo, poniendo cara de asco: “¡vaya, otro creacionista!” Pero qué le vamos a hacer. Nunca se escribe a gusto de todos.
Bello. Viajo bastante. Veo muchas cosas. Algunas de ellas −bastantes−, auténticas tonterías, aunque los auditorios hechos por Moneo, Calatrava y Frank Gehry, objetivamente, sean impresionantes. Lo que pasa es que gastarse en esas obras el poco dinero que tenemos es una auténtica tontada que repercute en recortes en asuntos mucho más necesarios y urgentes, y así podemos quejarnos de los recortes, en vez de quejarnos de los criterios que siguen algunos para determinar sus prioridades.
Pero el mundo, el original, el de los montes y los mares y las colinas bajas y el desierto de los Monegros, todo bello. El desierto, también.
Estuvieron a punto de estropearlo. Hay quien dijo que iban a poner 17.000 millones para convertir los Monegros en Las Vegas, con Frank Sinatra y todo. Frank murió y los Monegros siguieron siendo lo que ya eran: los Monegros. Bellos, con una belleza distinta de la del Cantábrico en la Concha de San Sebastián y de la de los Picos de Europa vistos desde el parador de Fuente Dé. Pero bellos.
Mi amigo dice que el mundo, a la vez que bello, está atormentado. Y lo está porque hay bastantes mozos que se dedican full time a atormentarlo, mejor dicho, a atormentar a los que ocupamos ese mundo.
Atormentar a los habitantes es una tarea individual. Es decir, cuando el Zaragoza pierde contra el Getafe, cada uno de los zaragocistas se va de La Romareda atormentado y, al llegar a casa, hace la vida imposible a cada uno de los que tienen la mala suerte de vivir con él. Los que vemos el partido por la tele nos atormentamos menos porque, en los momentos más apurados, puedes cambiar de canal.
Estoy leyendo un libro, El poder oculto de la amabilidad, de Lawrence G. Lovasik, un eslovaco, que tenía siete hermanos. (Dada mi situación familiar −12 hijos, 48 nietos− cualquier familia un poco numerosa me cae muy bien, porque pienso que todos habrán tenido miles de ocasiones para ser amables…y para no serlo, claro).
Copio dos líneas: “Cualquier gesto amable sirve para restablecer el equilibrio entre el bien y el mal”.
Estamos desequilibrados. Veo con demasiada frecuencia gestos ásperos, miradas desagradables, frases dañinas aplaudidas por otros tan dañinos como el que ha hablado.
En otros artículos he hablado de la revolución civil que quiero hacer. No necesito gastar el dinero en comprar neumáticos para hacer barricadas y después prenderles fuego. Lo mío es mucho más barato, mucho más difícil, y más duradero. Es revolución “por dentro”. Porque la amabilidad me parece maravillosamente necesaria, en unos momentos en que −también lo he dicho miles de veces− noto que unos cuantos van sembrando odio.
Mi mujer me dice: “¡Otra vez a quejarte de lo del odio! ¡No te repitas tanto!”
Pero pienso que si los que siembran odio se repiten, ¿por qué no me voy a repetir yo?
El odio me da asco.
Y me da miedo.
Y yo, con miedo y con asco, no sé vivir.
Debe ser que me educaron así.
Leopoldo Abadía, en lavanguardia.com.
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