Durante la audiencia general de este miércoles, el Santo Padre, ha propuesto el ejemplo de Abraham, quien “apoyado en la fe, creyó contra toda esperanza”
En la catequesis de hoy hemos visto la estrecha relación que hay entre la fe y la esperanza. En la carta a los Romanos, san Pablo nos dice que Abrahán, «apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza». El patriarca, a pesar de sus muchos años y la esterilidad de su mujer Sara, siguió creyendo en la promesa que Dios le había hecho de darle una gran descendencia.
Frente a la evidencia de una realidad contraria a toda esperanza humana, él se fía de Dios con la certeza de que el Señor cumplirá sus promesas. También nosotros estamos llamados a vivir una esperanza como la de Abrahán, que no se apoya en razonamientos, previsiones o cálculos humanos, sino que hunde sus raíces en la fe, en la Palabra de Dios. Así nuestra vida se iluminará con la certeza de saber que Aquél que ha resucitado a su Hijo de la muerte nos resucitará también a nosotros y nos hará ser una sola cosa con Él, junto a todos nuestros hermanos en la fe.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a la Virgen María que en este tiempo de cuaresma nos ayude a intensificar nuestra preparación espiritual para que la celebración del misterio pascual de Cristo renueve nuestra fe y esperanza. Que el Señor los bendiga.
Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
El pasaje de la Carta de San Pablo a los Romanos que acabamos de escuchar nos hace un gran regalo. Porque estamos acostumbrados a reconocer en Abraham a nuestro padre en la fe; hoy, el Apóstol nos hace comprender que Abraham es para nosotros padre en la esperanza; no solo padre en la fe, sino padre en la esperanza. Y eso porque en su vida podemos ya entrever un anuncio de la Resurrección, de la vida nueva que vence el mal y la misma muerte.
En el texto se dice que Abraham creyó en el Dios «que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (Rm 4,17); y luego se precisa: «Él no vaciló en la fe, aun viendo ya como muerto su cuerpo y muerto el seno de Sara» (Rm 4,19). Esa es la experiencia a la que también nosotros estamos llamados a vivir. El Dios que se revela a Abraham es el Dios que salva, el Dios que hace salir de la desesperación y de la muerte, el Dios que llama a la vida.
En la historia de Abraham todo se vuelve un himno al Dios que libera y regenera, todo se vuelve profecía. Y lo hace por nosotros, por nosotros que ahora reconocemos y celebramos el cumplimiento de todo eso en el misterio de la Pascua. En efecto, Dios «resucitó de entre los muertos a Jesús» (Rm 4,24), para que también nosotros podamos pasar en Él de la muerte a la vida. Y por eso, Abraham puede muy bien llamarse «padre de muchos pueblos», en cuanto brilla como anuncio de una humanidad nueva −nosotros−, rescatada por Cristo del pecado y de la muerte, e introducida una vez para siempre en el abrazo del amor de Dios.
En este punto, Pablo nos ayuda a descubrir el vínculo estrechísimo entre la fe y la esperanza. Porque afirma que Abraham «creyó, firme en la esperanza contra toda esperanza» (Rm 4,18). Nuestra esperanza no se rige por razonamientos, previsiones y seguridades humanas; sino que se manifiesta allá donde ya no queda esperanza, donde ya no hay nada en qué esperar, justo como le pasó a Abraham, ante su muerte inminente y la esterilidad de su mujer Sara. Se acerca el final para ellos, no podían tener hijos y, en esa situación, Abraham creyó y tuvo esperanza contra toda esperanza. ¡Y eso es grande!
La gran esperanza arraiga en la fe, y precisamente por eso es capaz de ir más allá de toda esperanza. Sí, porque no se funda en nuestra palabra, sino en la Palabra de Dios. También en este sentido, pues, estamos llamados a seguir el ejemplo de Abraham, quien, a pesar de estar ante la evidencia de una realidad que parece abocada a la muerte, se fía de Dios, «plenamente convencido de que cuanto le había prometido era también capaz de llevarlo a cumplimiento» (Rm 4,21).
Me gustaría haceros una pregunta: ¿nosotros, todos nosotros, estamos convencidos de esto? ¿Estamos convencidos de que Dios nos quiere mucho y que todo lo que nos ha prometido está dispuesto a llevarlo a cumplimiento? Pero, padre ¿cuánto tenemos que pagar para eso? Hay un solo precio: “abrir el corazón”. Abrid vuestros corazones y esa fuerza de Dios os llevará adelante, hará cosas milagrosas y os enseñará qué es la esperanza. Ese es el único precio: abrir el corazón a la fe y Él hará el resto.
¡Esta es la paradoja y a la vez el elemento más fuerte, más alto de nuestra esperanza! Una esperanza fundada en una promesa que, desde el punto de vista humano, parece incierta e imprevisible, pero que no desfallece ni siquiera ante la muerte, cuando quien promete es el Dios de la Resurrección y de la vida. ¡Esto no lo promete uno cualquiera! Quien promete es el Dios de la Resurrección y de la vida.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de permanecer fundados no tanto en nuestras seguridades, en nuestras capacidades, sino en la esperanza que surge de la promesa de Dios, como verdaderos hijos de Abraham. Cuando Dios promete, lleva a cumplimiento lo que promete. Nunca falta a su palabra. Y entonces nuestra vida asumirá una luz nueva, conscientes de que Aquel que ha resucitado a su Hijo también nos resucitará a nosotros y nos hará de verdad una sola cosa con Él, junto a todos nuestros hermanos en la fe.
Todos nosotros creemos. Hoy estamos todos en la plaza, alabamos al Señor, cantaremos el Padrenuestro, y luego recibiremos la bendición… Pero todo esto pasa. Y eso es también una promesa de esperanza. Si hoy tenemos el corazón abierto, os aseguro que todos nos encontraremos en la plaza del Cielo que no pasa nunca, que es para siempre. Esta es la promesa de Dios y esta es nuestra esperanza, si abrimos nuestros corazones. Gracias.
Me alegra saludar a la delegación de superintendencia iraquí compuesta por representantes de varios grupos religiosos, acompañada por Su Eminencia el Cardenal Tauran, Presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. La riqueza de la querida nación iraquí está precisamente en este mosaico que representa la unidad en la diversidad, la fuerza en la unión, la prosperidad en la armonía.
Queridos hermanos, os animo a seguir adelante por ese camino e invito a rezar para que Irak encuentre en la reconciliación y en la armonía entre sus diversos componentes étnicos y religiosos, la paz, la unidad y la prosperidad. Mi pensamiento va a las poblaciones civiles atrapadas en los barrios occidentales de Mosul y a los desalojados por causa de la guerra, a los que me siento unido en el sufrimiento, a través de la oración y la cercanía espiritual. Al expresar profundo dolor por las víctimas del sanguinario conflicto, renuevo a todos el llamamiento a comprometernos con todas las fuerzas en la protección de los civiles, como obligación imperativa y urgente.
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Dirijo finalmente un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, el tiempo cuaresmal es precioso para descubrir la importancia de la fe en la vida ordinaria; queridos enfermos, unid vuestros sufrimientos a la cruz de Cristo para la construcción de la civilización del amor; y vosotros, queridos recién casados, favoreced la presencia de Dios en vuestra nueva familia.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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