El Papa es perfectamente consciente de que los males que afligen a la Unión Europea en estos momentos tienen que ver con los egoísmos nacionales, unidos a la arrogancia y al desprecio a los más débiles o peor situados
El discurso que acaba de dirigir el Papa a los dirigentes europeos, con motivo del 60 aniversario del Tratado de Roma, es un discurso valiente que afronta los retos que tiene planteada Europa y les da una respuesta que podríamos resumir en tres palabras: discernimiento, unidad, solidaridad. Para ello apela al espíritu de los Padres Fundadores, a los que cita con profusión para lograr que su ejemplo y sus palabras saquen a Europa de su actual estancamiento.
El Papa destaca en primer lugar la necesidad del discernimiento, del juzgar rectamente. Como advirtió Pascal, recordado en el acto por el presidente del Parlamento Europeo, el juzgar bien es el principio de la moral. Sabemos que la sociedad actual está en gran medida cretinizada y bloqueada por el simple deseo de acumular datos y de ahí su complejo de inferioridad ante la velocidad de procesamiento del ordenador. Pues bien, la clave del discernimiento europeo es partir de la centralidad del ser humano. «Los Padres fundadores −ha manifestado el Pontífice− nos recuerdan que Europa es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar».
El Papa es perfectamente consciente de que los males que afligen a la Unión Europea en estos momentos tienen que ver con los egoísmos nacionales, unidos a la arrogancia y al desprecio a los más débiles o peor situados.
La insistencia en la unión le lleva al Papa al rechazo implícito de la Europa de varias velocidades promovida recientemente por el nuevo núcleo duro de la Unión. «A la política le corresponde esa 'leadership' ideal que evite usar las emociones para ganar el consenso, para elaborar en cambio, con espíritu de solidaridad y subsidiaridad, políticas que hagan crecer a toda la Unión en un desarrollo armónico, de modo que el que corre más deprisa tienda la mano al que va más despacio, y el que tiene dificultad se esfuerce para alcanzar al que está en cabeza».
Este texto no puede menos de recordar el maravilloso pasaje de San Pablo en 2 Corintios, 8, 15: «Ni el que recogió mucho abundaba ni el que recogió poco estaba escaso». Es evidente que la Unión Europea actual no puede tener continuidad si sólo enfatiza la reducción del déficit, pero no del superávit. Como vieron Schumacher y Keynes, tras la 2ª Guerra Mundial, la equidad radica en suprimir ambos desajustes, no sólo uno. «Hoy la Unión Europea tiene necesidad de redescubrir el sentido de ser ante todo 'comunidad' de personas y de pueblos», consciente de que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas».
Por último, el Papa es especialmente claro y contundente ante la tragedia de los refugiados, que ha considerado como el mayor mal social desde la 2ª Guerra Mundial. Aquí la expresividad de los textos no puede ser mayor. Así afirma, citando a Pineau, ministro de Asuntos Exteriores francés en 1957: «Los países que se van a unir (...) no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables». «En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una Europa unida y abierta, y de esforzarse todos juntos por eliminar esa barrera artificial que, desde el Mar Báltico hasta el Adriático, dividía el continente −continúa diciendo el Papa−. ¡Cuánto se ha luchado para derribar ese muro! Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo. Allí donde desde generaciones se aspiraba a ver caer los signos de una enemistad forzada, ahora se discute sobre cómo dejar fuera los 'peligros' de nuestro tiempo: comenzando por la larga columna de mujeres, hombres y niños que huyen de la guerra y la pobreza, que sólo piden tener la posibilidad de un futuro para ellos y sus seres queridos».
«La cuestión migratoria plantea una pregunta más profunda, que es sobre todo cultural. ¿Qué cultura propone la Europa de hoy? El miedo que se advierte encuentra a menudo su causa más profunda en la pérdida de ideales. Sin una verdadera perspectiva de ideales, se acaba siendo dominado por el temor de que el otro nos cambie nuestras costumbres arraigadas, nos prive de las comodidades adquiridas, ponga de alguna manera en discusión un estilo de vida basado con frecuencia sólo en el bienestar material. Por el contrario, la riqueza de Europa ha sido siempre su apertura espiritual y la capacidad de plantearse cuestiones fundamentales sobre el sentido de la existencia. La apertura hacia el sentido de lo eterno va unida también a una apertura positiva, aunque no exenta de tensiones y de errores, hacia el mundo».
Por todo ello la renovación de la cercanía de la Iglesia a Europa va acompañada del deseo de la renovación de ésta. Las palabras de Joseph Bech, con las que cierra su discurso, «por lo demás pienso que Europa merezca ser construida», suenan hoy como merezca ser reconstruida en su fidelidad a sus orígenes: en la primacía de la dignidad de la persona y el esfuerzo por la unidad y solidaridad planetarias.
Jesús Ballesteros Catedrático emérito de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Universidad de Valencia)