Un viaje de gran sencillez el que hizo el Papa ayer a la ciudad italiana, donde dejó múltiples mensajes
La visita del Papa en Milán comenzó este sábado, 25 de marzo, en el barrio Forlanini, situado en la periferia milanesa, donde se encuentran las conocidas “casas blancas”. Una zona que se construyó en el 1977 para familias necesitadas y que hoy es lamentablemente conocida por su degradación urbana.
Desde la plaza central de este barrio milanés, Francisco dirigió su saludo a los residentes, y se encontró con los representantes de familias gitanas, musulmanas e inmigrantes. También visitó los domicilios de dos familias residentes de la zona.
El Sucesor de Pedro, acompañado únicamente por el Cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán, se encontró con los detenidos del Centro Penitenciario San Vittore, cuya estructura hospeda en la actualidad a ochocientos noventa y tres detenidos, y saludó y visitó de modo privado a algunos de ellos en sus celdas. Un encuentro que se selló con un almuerzo compartido en un clima fraterno con cien de ellos.
Los habitantes de Milán regalaron a Santo Padre una estola y una imagen de la Virgen, presentes que el Santo Padre agradeció al inicio de su saludo.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Os agradezco vuestra acogida, ¡tan calurosa! Gracias, muchas gracias. Sois vosotros los que me recibís al entrar en Milán, y esto es un gran don para mí: entrar en la ciudad encontrando caras, familias, una comunidad. Y os agradezco los dos regalos concretos que me habéis hecho.
El primero es esta estola [el Santo Padre se la pone], un signo típicamente sacerdotal, que me emociona de modo especial porque me recuerda que yo vengo aquí entre vosotros como sacerdote, entro en Milán como sacerdote. Esta estola no la habéis comprado hecha, sino que ha sido creada aquí, ha sida tejida por algunos de vosotros, de manera artesanal. Esto la hace mucho más valiosa; y recuerda que el sacerdote cristiano es elegido por el pueblo y al servicio del pueblo; mi sacerdocio, como el de vuestro párroco y de los demás curas que trabajan aquí, es don de Cristo, pero está “tejido” por vosotros, por vuestra gente, con su fe, sus esfuerzos, sus oraciones, sus lágrimas… Eso es lo que veo en el signo de la estola. El sacerdocio es don de Cristo, pero “tejido” por vosotros, y así lo veo en este signo.
Y luego me habéis regalado esta imagen de vuestra Virgen: cómo era antes y cómo es ahora después de la restauración [muestra el cuadro a la gente]. ¡Gracias! Sé que en Milán me recibe la Madonnina, encima del Duomo; pero gracias a vuestro don la Virgen me recibe ya desde aquí, en la entrada. Y esto es importante, porque me recuerda la prisa de María, que corre a encontrar a Isabel. Es la premura, la solicitud de la Iglesia, que no se queda en el centro esperando, sino que sale al encuentro de todos, en las periferias, va al encuentro también de los no cristianos, incluso de los no creyentes…; y lleva a todos a Jesús, que es el amor de Dios hecho carne, que da sentido a nuestra vida y la salva del mal.
Y la Virgen va al encuentro no para hacer proselitismo, ¡no! Sino para acompañarnos en el camino de la vida; y también el hecho de que haya sido la Virgen la que me esperara a las puertas de Milán me ha hecho recordar cuando de niños, de chicos volvíamos de la escuela y estaba mamá en la puerta esperándonos. ¡La Virgen es madre! Y siempre llega antes, va delante para recibirnos, para esperarnos. ¡Gracias por esto! Y también es significativo el dato de la restauración: esta Virgencita vuestra ha sido restaurada, como la Iglesia necesita siempre ser “restaurada”, porque está hecha por nosotros, que somos pecadores, todos, somos pecadores.
Dejémonos restaurar por Dios, por su misericordia. Dejémonos limpiar el corazón, especialmente en este tiempo de Cuaresma. La Virgen es sin pecado, Ella no necesita restauraciones, pero su estatua sí, y así, como Madre, nos enseña a dejarnos limpiar por la misericordia de Dios, para manifestar la santidad de Jesús. Y hablando fraternalmente, ¡una buena Confesión nos hará tanto bien, a todos! ¡Pero también pido a los confesores que sean misericordiosos!
Gracias de corazón por estos regalos. Y sobre todo gracias por haber estado aquí, por vuestro recibimiento y vuestra oración, que me acompaña en la entrada a Milán. Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. Y por favor, no olvidéis de rezar por mí. Y ahora recemos a la virgen. [Avemaría y Bendición] ¡Hasta la vista!
La segunda etapa del viaje comenzó en el Duomo, donde le esperan sacerdotes y hombres y mujeres consagrados. El Papa mantuvo con ellos un encuentro de una hora, de preguntas y respuestas. Luego, salió a la puerta de la catedral de Milán para rezar el ángelus con las personas allí reunidas.
Muchas de las energías y del tiempo de los curas son absorbidos siguiendo las formas tradicionales del ministerio, pero advertimos los desafíos de la secularización y la irrelevancia de la fe en la evolución de una sociedad milanesa, que es cada vez más plural, multiétnica, multireligiosa y multicultural. Nos pasa también a nosotros que nos sentimos como Pedro y los Apóstoles, después de haber bregado, y no pescaron nada. Le preguntamos: ¿qué purificaciones y qué decisiones prioritarias estamos llamados a realizar para no perder la alegría de evangelizar y ser pueblo de Dios que testimonia su amor por cada hombre? Santidad, le queremos mucho y rezamos por usted.
Gracias. Gracias. Las tres preguntas que haréis me fueron enviadas. Siempre se hace así. Habitualmente, respondo improvisadamente, pero esta vez he pensado, en una jornada con un programa tan intenso, que era mejor escribir algo para responder.
He escuchado tu pregunta, don Gabriele. Ya la había leído antes, pero mientras tú hablabas, me han venido a la cabeza dos cosas. Una, “pescar peces”. Tú sabes que la evangelización no siempre es sinónimo de “pescar peces”: es ir, salir mar adentro, dar testimonio… y luego el Señor, Él “pesca los peces”. Cuándo, cómo y dónde, nosotros no lo sabemos. Y esto es muy importante. Y también partir de esa realidad, que nosotros somos instrumentos, instrumentos inútiles. La otra cosa que tú has dicho, esa preocupación que has expresado que es la preocupación de todos vosotros: no perder la alegría de evangelizar. Porque evangelizar es una alegría. El gran Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi −que es el documento pastoral más grande del postconcilio, que todavía hoy tiene actualidad− hablaba de esa alegría: la alegría de la Iglesia es evangelizar.
Y nosotros debemos pedir la gracia de no perderla. Él [Pablo VI] nos dice, casi al final [del documento]: Conservemos esta alegría de evangelizar; no como evangelizadores tristes, aburridos; eso no va; un evangelizador triste es uno que no está convencido de que Jesús es alegría, de que Jesús te trae la alegría, y cuando te llama, te cambia la vida y te da la alegría, y te envía la alegría, incluso en la cruz, pero con alegría, para evangelizar. Gracias por haber subrayado estas cosas que has dicho, Gabriele. Y ahora, las cosas que pensé en casa sobre esta pregunta, para decir cosas más pensadas.
a. Una de las primeras cosas que me viene a la mente es la palabra desafío que tú has usado: “tantos desafíos”, has dicho. Cada época histórica, desde los primeros tiempos del cristianismo, ha estado continuamente sometida a múltiples desafíos. Desafíos dentro de la comunidad eclesial y al mismo tiempo en la relación con la sociedad en la que la fe iba tomando cuerpo. Recordemos el episodio de Pedro en la casa de Cornelio en Cesarea (cfr. Hch 10,24-35), o la controversia en Antioquía y luego en Jerusalén sobre la necesidad o no de circuncidar a los paganos (cfr. Hch 15,1-6), y otras tantas. Por eso, no debemos temer los desafíos: que esto quede claro.
No debemos temer los desafíos. Cuántas veces se oyen quejas: “Ah, esta época, hay tantos desafíos, y estamos tristes…”. No. No tener miedo. Los desafíos se deben coger como el toro, por los cuernos. No temáis los desafíos. Y es bueno que los haya, los retos. Es bueno porque nos hacen crecer. Son signo de una fe viva, de una comunidad viva que busca a su Señor y tiene los ojos y el corazón abiertos.
Más bien debemos temer una fe sin desafíos, una fe que se considera completa, toda entera: no necesito otras cosas, ya todo está hecho. Esa fe está tan aguada que no sirve. Eso debemos temer. Y se considera completa como si ya todo estuviese dicho y hecho. Los desafíos nos ayudan a lograr que nuestra fe no se convierta en ideológica. Están los peligros de las ideologías, siempre. Las ideologías crecen, germinan y crecen cuando uno cree tener la fe completa, y se vuelve ideología.
Los desafíos nos salvan de un pensamiento cerrado y definido y nos abren a una comprensión más amplia del dato revelado. Como afirmó la Constitución dogmática Dei Verbum: «La Iglesia en el curso de los siglos tiende incesantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios» (8b). Y en esto, los desafíos nos ayudan a abrirnos al misterio revelado. Esta es una primera cosa, que tomo de lo que tú has dicho.
b. Segunda cosa. Tú has hablado de una sociedad “multi” −multicultural, multireligiosa, multiétnica−. Yo creo que la Iglesia, en el arco de toda su historia, tantas veces −sin que seamos conscientes− tiene mucho que enseñarnos y ayudarnos para una cultura de la diversidad. Tenemos que aprender. El Espíritu Santo es el Maestro de la diversidad. Miremos a nuestras diócesis, a nuestros presbíteros, a nuestras comunidades. Miremos a las congregaciones religiosas. Tantos carismas, tantos modos de realizar la experiencia creyente. La Iglesia es Una en una experiencia multiforme. Es una, sí. Pero en una experiencia multiforme. Es esa la riqueza de la Iglesia. Aunque sea una es multiforme. El Evangelio es uno en su cuádruple forma. El Evangelio es uno, pero son cuatro y son distintos, pero esa diversidad es una riqueza. El Evangelio es uno en una cuádruple forma. Esto da a nuestras comunidades una riqueza que manifiesta la acción del Espíritu. La Tradición eclesial tiene una gran experiencia de cómo “gestionar” lo múltiple dentro de su historia y de su vida. Hemos visto y vemos de todo: hemos visto y vemos muchas riquezas y muchos horrores y errores.
Y aquí tenemos una buena clave que nos ayuda a leer el mundo contemporáneo. Sin condenarlo ni santificarlo. Reconociendo los aspectos luminosos y los aspectos oscuros. Así como ayudándonos a discernir los excesos de uniformidad o de relativismo: dos tendencias que intentan borrar la unidad de las diferencias, la interdependencia. La Iglesia es Una en las diferencias. Es una, y las diferencias se unen en la unidad. ¿Pero, quién hace las diferencias? El Espíritu Santo: ¡es el Maestro de las diferencias! ¿Y quién hace la unidad? El Espíritu Santo: ¡Él es también el Maestro de la unidad! Ese gran Artista, ese gran Maestro de la unidad en las diferencias es el Espíritu Santo. Y esto tenemos que comprenderlo bien. Luego hablaré más adelante, a propósito del discernimiento: discernir cuándo es el Espíritu quien hace las diferencias y la unidad, y cuándo no es el Espíritu el que hace una diferencia y una división. ¿Cuántas veces hemos confundido unidad con uniformidad? Y no es lo mismo. ¿O cuántas veces hemos confundido pluralidad con pluralismo? Y no es lo mismo.
La uniformidad y el pluralismo no son de buen espíritu: no vienen del Espíritu Santo. La pluralidad y la unidad, en cambio, vienen del Espíritu Santo. En ambos casos lo que se intenta hacer es reducir la tensión y eliminar el conflicto o la ambivalencia a los que estamos sometidos en cuanto seres humanos. Intentar eliminar uno de los polos de la tensión es eliminar el modo en que Dios ha querido revelarse en la humanidad de su Hijo. Todo lo que no asume el drama humano puede ser una teoría muy clara y distinta, pero no coherente con la Revelación y por eso ideológica. La fe para ser cristiana y no ilusoria debe configurarse dentro de los procesos: procesos humanos sin reducirse a ellos. También esa es una bonita tensión. Es la bonita y exigente tarea que nos ha dejado nuestro Señor, el “ya y no todavía” de la Salvación. Y esto es muy importante: unidad en las diferencias. Esa es una tensión, pero es una tensión que siempre nos hace crecer en la Iglesia.
c. Una tercera cosa. Hay una decisión que como pastores no podemos eludir: formar en el discernimiento. Discernimiento de estas cosas que parecen opuestas, o que son opuestas, para saber cuándo una tensión, una oposición viene del Espíritu Santo y cuándo viene del Maligno. Y para eso, formar en el discernimiento. Como me parece haber entendido en la pregunta, la diversidad ofrece un escenario muy insidioso. La cultura de la abundancia a la que estamos sometidos ofrece un horizonte de tantas posibilidades, presentándolas todas como válidas y buenas. Nuestros jóvenes están expuestos a un zapping continuo. Pueden navegar en dos o tres pantallas abiertas a la vez, pueden interaccionar al mismo tiempo en diversos escenarios virtuales. Nos guste o no, es el mundo en el que estamos metidos, y es nuestro deber como pastores ayudarles a atravesar ese mundo.
Por eso considero que sea bueno enseñarles a discernir, para que tengan los instrumentos y los elementos que les ayuden a recorrer el camino de la vida sin que se extinga el Espíritu Santo que está en ellos. En un mundo sin posibilidades de elección, o con menos posibilidades, quizá las cosas parecerían más claras, no lo sé. Pero hoy nuestros fieles −y nosotros mismos− están expuestos a esta realidad, y por eso estoy convencido de que como comunidades eclesiales debemos incrementar el habitus del discernimiento. Y esto es un desafío, y requiere la gracia del discernimiento, para intentar aprender a tener el hábito del discernimiento. Esa gracia, desde los pequeños a los adultos, todos.
Cuando se es niño es fácil que papá y mamá nos digan lo que tenemos que hacer, y va bien −hoy no creo que sea tan fácil; en mis tiempos sí, pero hoy no lo sé, pero en todo caso es más fácil−. Pero conforme crecemos, en medio de una multitud de voces donde aparentemente todas tienen razón, el discernimiento de lo que nos conduce a la Resurrección, a la Vida y no a una cultura de muerte, es crucial. Por eso subrayo tanto esta necesidad. Es un instrumento catequético, y también para la vida. En la catequesis, en la guía espiritual, en las homilías debemos enseñar a nuestro pueblo, enseñar a los jóvenes, enseñar a los niños, enseñar a los adultos al discernimiento. Y enseñarles a pedir la gracia del discernimiento.
Sobre esto os recomiendo aquella parte de la Exhortación Evangelii gaudium titulada «La misión que se encarna en los límites humanos»: números 40-45 de la Evangelii gaudium. Y este es el tercer punto con el que te he respondido. Son cosas pequeñas que a lo mejor ayudarán en vuestra reflexión sobre las preguntas y luego en el diálogo entre vosotros. Te lo agradezco mucho.
Santidad, buenos días. Soy Roberto, diácono permanente. El diaconado entró en nuestro clero en 1990 y actualmente somos 143, no es un número grande, pero es un número significativo. Somos hombres que viven plenamente su propia vocación, la matrimonial o el celibato, pero viven también plenamente el mundo del trabajo y de la profesión y traemos al clero el mundo de la familia y el mundo del trabajo, llevamos todas esas dimensiones de la belleza y de la experiencia, pero también de la fatiga y alguna vez también de las heridas. Le preguntamos: como diáconos permanentes, ¿cuál es nuestra parte para que podamos ayudar a delinear el rostro de Iglesia que es humilde, que es desinteresada, que es feliz, esa que sentimos que está en su corazón y de la que nos habla a menudo? Le agradezco su atención y le aseguro nuestra oración y, con la nuestra, la de nuestras esposas y de nuestras familias.
Gracias. Los diáconos tenéis mucho que dar, mucho que dar. Pensemos en el valor del discernimiento. Dentro del presbiterio, podéis ser una voz autorizada para mostrar la tensión que hay entre el deber y el querer, las tensiones que se viven en la vida familiar −¡vosotros tenéis suegra, por poner un ejemplo!−. Así como las bendiciones que se viven en la vida familiar.
Pero debemos estar atentos a no ver a los diáconos como medio curas y medio laicos. Eso es un peligro. Al final no están ni de acá ni de allá. No, eso no se debe hacer, es un peligro. Verlos así nos hace daño y les hace daño a ellos. Ese modo de considerarlos quita fuerza al carisma propio del diaconado. Sobre esto quiero volver: el carisma propio del diaconado. Y ese carisma está en la vida de la Iglesia. Y tampoco va bien la imagen del diácono como una especie de intermediario entre los fieles y los pastores. Ni a mitad de camino entre los curas y los laicos, ni a mitad de camino entre los pastores y los fieles. Y hay dos tentaciones. Existe el peligro del clericalismo: el diácono que es demasiado clerical. No, no, eso no va. Yo algunas veces veo cuando alguno asiste a la liturgia: parece casi querer tomar el puesto del cura. El clericalismo, guardaos del clericalismo. Y la otra tentación, el funcionalismo: es una ayuda que tiene el cura para esto o para aquello…; es un chico para hacer ciertas tareas y no para otras cosas… No. Vosotros tenéis un carisma claro en la Iglesia y debéis construirlo.
El diaconado es una vocación específica, una vocación familiar que reclama el servicio. A mí me gusta mucho cuando [en los Hechos de los Apóstoles] los primeros cristianos helenistas fueron a los apóstoles a lamentarse porque sus viudas y sus huérfanos no estaban bien asistidos, y tuvieron aquella reunión, aquel “sínodo” entre los apóstoles y los discípulos, e “inventaron” los diáconos para servir. Y esto es muy interesante también para los obispos, porque aquellos eran todos obispos, los que hicieron a los diáconos. ¿Y qué nos dice? Que los diáconos sean los servidores. Luego entendieron que, en aquel caso, era para asistir a las viudas y a los huérfanos; pero servir. Y a nosotros obispos: la oración y el anuncio de la Palabra; y esto nos hace ver cuál es el carisma más importante de un obispo: rezar. ¿Cuál es la tarea de un obispo, el primer deber? La oración.
Segunda tarea: anunciar la Palabra. Pero se ve bien la diferencia. Y a los diáconos: el servicio. Esta palabra es la clave para entender vuestro carisma. El servicio como uno de los dones característicos del pueblo de Dios. El diácono es −por así decir− el custodio del servicio en la Iglesia. Cada palabra debe ser bien medida. Vosotros sois los custodios del servicio en la Iglesia: el servicio a la Palabra, el servicio en el Altar, el servicio a los Pobres. Y vuestra misión, la misión del diácono, y su contribución consisten en esto: en recordarnos a todos que la fe, en sus diversas expresiones −la liturgia comunitaria, la oración personal, las diversas formas de caridad− y en sus varios estados de vida −laical, clerical, familiar− posee una esencial dimensión de servicio. El servicio a Dios y a los hermanos. ¡Y cuánto camino hay que hacer en este sentido! Vosotros sois los custodios del servicio en la Iglesia.
En eso consiste el valor de los carismas en la Iglesia, que son un recuerdo y un don para ayudar a todo el pueblo de Dios a no perder la perspectiva y las riquezas del obrar de Dios. Vosotros no sois medio curas y medio laicos −eso sería “funcionalizar” el diaconado−, sois sacramento del servicio a Dios y a los hermanos. Y de esta palabra “servicio” deriva todo el desarrollo de vuestro trabajo, de vuestra vocación, de vuestro ser en la Iglesia. Una vocación que como todas las vocaciones no es solamente individual, sino vivida en la familia y con la familia; en el Pueblo de Dios y con el Pueblo de Dios.
En síntesis:
− No hay servicio al altar, no hay liturgia que no se abra al servicio a los pobres, y no hay servicio a los pobres que no conduzca a la liturgia;
− No hay vocación eclesial que no sea familiar.
Esto nos ayuda a revalorar el diaconado como vocación eclesial.
Finalmente, hoy parece que todo deba “servirnos”, como si todo estuviese dirigido al individuo: la oración “me sirve”, la comunidad “me sirve”, la caridad “me sirve”. Esto es un dato de nuestra cultura. Vosotros sois el don que el Espíritu nos hace para ver que el camino correcto va al contrario: en la oración sirvo, en la comunidad sirvo, con la solidaridad sirvo a Dios y al prójimo. Y que Dios os dé la gracia de crecer en ese carisma de custodiar el servicio en la Iglesia. Gracias por lo que hacéis.
Santidad, soy Madre Paola de las Ursulinas y estoy aquí en nombre de toda la vida consagrada presente en la Iglesia milanesa, y también de toda la Lombardía. Le agradecemos su presencia, pero sobre todo por el testimonio de vida que Usted nos ofrece. De santa Marcelina, hermana de Ambrosio, la vida consagrada en la Iglesia milanesa hasta hoy ha sido presencia viva, significativa, con formas antiguas −y las ha visto aquí− y con formas nuevas. Queremos preguntarle, Padre, ¿cómo ser hoy, para el hombre de hoy, testigos de profecía, como Usted dice, custodios del asombro, y dar testimonio con nuestra pobre vida, pero de una vida que sea obediente, virginal, pobre y fraterna? Y luego, dadas nuestras pocas −parecemos numerosas, pero la edad es anciana− dadas nuestras pocas fuerzas para el futuro, ¿qué periferias existenciales, qué ámbitos elegir, privilegiar conscientes de nuestra minoría, minoría en la sociedad y minoría también en la Iglesia? Gracias. Le aseguramos nuestro recuerdo diario.
Gracias. Me gusta, a mí me gusta la palabra “minoría”. Es verdad que es el carisma de los franciscanos, pero también todos debemos ser “menores”: es una actitud espiritual, la minoría, que es como el sello del cristiano. Me gusta que usted haya usado esa palabra. Y comenzaré por esta última palabra: minoría. Normalmente −pero no digo que sea su caso− es una palabra que se acompaña de un sentimiento: “Parecemos muchas, pero tantas son ancianas, somos pocas…”. ¿Y el sentimiento que está debajo cuál es? La resignación. Mal sentimiento. Sin darnos cuenta, cada vez que pensamos o constatamos que somos pocos, o en muchos casos ancianos, que experimentamos el peso, la fragilidad más que el esplendor, nuestro espíritu empieza a ser corroído por la resignación. Y la resignación lleva luego a la acedia…
Por favor, si tenéis tiempo leed lo que dicen los Padres del desierto sobre la acedia: es una cosa que tiene tanta actualidad, hoy. Creo que aquí nace la primera acción a la que debemos prestar atención: pocos sí, en minoría sí, ancianos sí, ¡resignados no! Son hilos muy sutiles que se reconocen solo ante el Señor examinando nuestra interioridad. El cardenal, cuando ha hablado, ha dicho dos palabras que me han emocionado mucho. Hablando de la misericordia ha dicho que la misericordia “restaura y da paz”. Un buen remedio contra la resignación es esta misericordia que restaura y da paz. Cuando caemos en la resignación, nos alejamos de la misericordia, vamos enseguida a uno o a una, al Señor a pedir misericordia, para que nos restaure y nos dé la paz.
Cuando nos asalta la resignación, vivimos con el imaginario de un pasado glorioso que, lejos de despertar el carisma inicial, nos envuelve cada vez más en una espiral de pesadez existencial. Todo se hace más pesado y difícil de llevar. Y aquí, esto es algo que no tenía escrito, pero lo diré, aunque es un poco feo decirlo, pero perdonadme, sucede, y lo diré. Empiezan a ser pesadas las estructuras vacías, no sabemos qué hacer y pensamos venderlas para tener dinero, dinero para la vejez… Empezamos a ser pesados con el dinero que tenemos en el banco… ¿Y la pobreza dónde va? Pero el Señor es bueno, y cuando una congregación religiosa no va por la senda del voto de pobreza, le suele mandar un ecónomo o una ecónoma mala que lo hunde todo. ¡Y eso es una gracia! [se ríe y aplauden]. Decía que todo se hace más pesado y difícil de llevar. Y la tentación siempre es buscar las seguridades humanas. He hablado de dinero, que es una de las seguridades más humanas que tenemos cerca. Por eso, nos hace bien a todos revisar los orígenes, hacer una peregrinación a los orígenes, una memoria que nos salva de una imaginación gloriosa pero irreal del pasado.
«La mirada de fe es capaz de reconocer −dice la Evangelii gaudium− la luz que siempre el Espíritu Santo difunde en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Nuestra fe tiene el desafío de descubrir el vino en que el agua puede ser transformada, y el grano que crece en medio de la cizaña» (n. 84).
Nuestros padres y madres fundadores no pensaron nunca en ser una multitud, o una gran mayoría. Nuestros fundadores se sintieron movidos por el Espíritu Santo en un momento concreto de la historia a ser presencia gozosa del Evangelio para los hermanos; a renovar y edificar la Iglesia como fermento en la masa, como sal y luz del mundo. Estoy pensando, tengo clara la frase de un fundador, pero muchos han dicho lo mismo: “Tened miedo de la multitud”. Que no vengan tantos, por el miedo de no formarlos bien, el temor de no dar el carisma… Uno la llamaba la “turbamulta”. No. Ellos pensaban simplemente en llevar adelante el Evangelio, el carisma.
Creo que uno de los motivos que nos frenan o nos quitan la alegría está en este aspecto. Nuestras congregaciones no nacieron para ser masa, sino un poco de sal y un poco de levadura, que daría su propia contribución para que la masa crezca; para que el Pueblo de Dios tenga el “condimento” que le faltaba. Durante muchos años hemos tenido la tentación de creer, y muchos hemos crecido con la idea de que las familias religiosas deberían ocupar espacios más que emprender procesos, y esa es una tentación. Nosotros debemos comenzar procesos, no ocupar espacios. Yo tengo miedo de las estadísticas, porque nos engañan, tantas veces. Nos dicen la verdad de una parte, pero luego entra la ilusión y nos llevan al engaño. Ocupar espacios más que animar procesos: estábamos tentados por eso, porque pensábamos que como éramos muchos, el conflicto podía prevalecer sobre la unidad; que las ideas (o nuestra imposibilidad de cambiar) fueran más importantes que la realidad; o que la parte (nuestra pequeña parte o visión del mundo) sea superior al todo eclesial (cfr. ibid., 222-237). Es una tentación. Pero nunca he visto a un panadero que para hacer una pizza tome medio kilo de levadura y 100 gramos de harina, no. Es al contrario. El fermento, poco, para hacer crecer la harina.
Hoy la realidad nos interpela, hoy la realidad nos invita a ser nuevamente un poco de levadura, un poco de sal. Ayer tarde, en l’Osservatore Romano, que sale por la tarde con la fecha de hoy, está la despedida de las últimas dos Pequeñas Hermanas de Jesús de Afganistán, entre los musulmanes, porque no había más, y ya ancianas, debían volver. Hablaban afgano. Muy queridas por todos: musulmanes, católicos, cristianos… ¿Por qué? Porque eran testigos. ¿Por qué? Porque estaban consagradas a Dios Padre de todos. Y yo pensé, le dije al Señor, mientras leías eso −buscadlo hoy, en l’Osservatore Romano, que os hará pensar en lo que usted ha preguntado−: “Pero Jesús, ¿por qué dejas esa gente así?”. Y me vino a la mente el pueblo coreano, que tuvo al principio tres o cuatro misioneros chinos −al inicio− y luego durante dos siglos el mensaje fue llevado adelante solo por laicos.
Los caminos del Señor son como él quiere que sean. Pero nos vendrá bien hacer un acto de confianza: ¡es Él quien conduce la historia! Es verdad. Nosotros hacemos de todo para crecer, para ser fuertes… Pero no la resignación. Emprender procesos. Hoy la realidad nos interpela −repito− la realidad nos invita a ser nuevamente un podo de fermento, un poco de sal. ¿Podéis pensar una comida con mucha sal? Nadie la comería. Hoy, la realidad −por muchos factores que no podemos ahora detenernos a analizar− nos llama a empezar procesos más que a ocupar espacios, a luchar por la unidad más que apegarnos a conflictos pasados, a escuchar la realidad, a abrirnos a la “masa”, al santo Pueblo fiel de Dios, al todo eclesial. Abrirnos al todo eclesial.
Una minoría bendita, que está invitada nuevamente a fermentar, fermentar en sintonía con lo que el Espíritu Santo inspiró en el corazón de vuestros fundadores y en el corazón de vosotros mismos. Esto es lo que hace falta hoy.
Paso a una última cosa. No osaría deciros a qué periferias existenciales debe dirigirse la misión, porque normalmente el Espíritu ha inspirado los carismas para las periferias, para ir a los lugares, en las esquinas habitualmente abandonadas. No creo que el Papa pueda deciros: ocupaos de esta o de aquella. Lo que el Papa puede deciros es esto: ¡sois pocas, sois pocas, sois las que sois, id a las periferias, id a los confines a encontraros con el Señor, a renovar la misión de los orígenes, a la Galilea del primer encuentro, volved a la Galilea del primer encuentro! Y esto nos hará bien a todos, nos hará crecer, nos hará multitud.
Me viene a la cabeza ahora la confusión que debió tener nuestro Padre Abraham: le hacen mirar el cielo: “¡Cuenta las estrellas!” −pero no podía−, así será tu descendencia”. Y luego: “Tu único hijo” −el único, el otro se había ido ya, pero este tenía la promesa− “hazlo subir al monte y ofrécemelo en sacrificio”. De aquella multitud de estrellas, a sacrificar al propio hijo: la lógica de Dios no se entiende. Solo, se obedece. Y esta es la senda por la que debéis ir. Elegid las periferias, despertad procesos, encended la esperanza apagada y débil de una sociedad que se ha vuelto insensible al dolor de los demás. En nuestra fragilidad como congregaciones podemos estar más atentos a tantas fragilidades que nos rodean y transformarlas en espacio de bendición. Será el momento que el Señor os dirá: “Quieto, hay un cabritillo ahí. No sacrifiques a tu único hijo”. Id y llevad la “unción” de Cristo, id. ¡No os estoy echando! Solo digo: id a llevar la misión de Cristo, vuestro carisma.
Y no olvidemos que «cuando se mete Jesús en medio de su pueblo, el pueblo encuentra alegría. Sí, solo esto podrá devolvernos la alegría y la esperanza, solo esto nos salvará de vivir en una actitud de supervivencia. Por favor no, eso es resignación. ¡No sobrevivir, vivir! Solo esto hará fecunda nuestra vida y mantendrá vivo nuestro corazón. Poner a Jesús donde debe estar: en medio de su pueblo» (Homilía en la Presentación del Señor, XXI Jornada Mundial de la vida consagrada, 2-II-2017). Y esa es vuestra tarea. Gracias, madre. Gracias.
Y ahora, recemos juntos. Os daré la bendición y os pido, por favor, que recéis por mí porque necesito ser sostenido por las oraciones del pueblo de Dios, de los consagrados y de los sacerdotes. Muchas gracias. Oremos […]
Queridos hermanos y hermanas, os saludo y os agradezco esta calurosa acogida aquí en Milán. ¡La niebla se ha ido! Las malas lenguas dicen que vendrá la lluvia… No sé, yo no la veo todavía. Muchas gracias por vuestro cariño, y os pido por favor vuestra oración, que recéis por mí, para que yo pueda servir al pueblo de Dios, servir al Señor, y hacer su voluntad. Y ahora os invito a rezar juntos el Ángelus, todos juntos: Angelus Domini…
Por la tarde, tuvo lugar el caluroso encuentro con los fieles de la diócesis de Milán en el Parque de Monza, donde celebró la Eucaristía en una catedral a cielo abierto.
Acabamos de escuchar el anuncio más importante de nuestra historia: la anunciación a María (cfr. Lc 1,26-38). Un pasaje denso, lleno de vida, y que me gusta leer a la luz de otro anuncio: el del nacimiento de Juan Bautista (cfr. Lc 1,5-20). Dos anuncios seguidos y que están unidos; dos anuncios que, comparados entre sí, nos muestran lo que Dios nos da en su Hijo.
La anunciación de Juan Bautista tiene lugar cuando Zacarías, sacerdote, preparado para comenzar la acción litúrgica, entra en el Santuario del Templo, mientras toda la asamblea está fuera esperando. La anunciación de Jesús, en cambio, sucede en un lugar perdido de Galilea, en una ciudad periférica y con una fama no precisamente buena (cfr. Jn 1,46), en el anonimato de la casa de una joven llamada María.
Un contraste no de poca importancia, que nos señala que el nuevo Templo de Dios, el nuevo encuentro de Dios con su pueblo tendrá lugar en un sitio que normalmente no nos esperamos, en los márgenes, en las periferias. Ahí se darán cita, ahí se encontrarán; ahí Dios se hará carne para caminar junto a nosotros desde el seno de su Madre. Ya no habrá un lugar reservado a unos pocos mientras que la mayoría se queda fuera esperando. Nada ni nadie será indiferente, ninguna situación quedará privada de su presencia: la alegría de la salvación tiene inicio en la vida ordinaria de la casa de una joven de Nazaret.
Dios mismo es quien toma la iniciativa y decide quedarse, como hizo con María, en nuestras casas, en nuestras luchas diarias, llenas de ansias y anhelos. Y es justamente en nuestras ciudades, en nuestras escuelas y universidades, en las plazas y hospitales donde se cumple el anuncio más bonito que podamos escuchar: «Alégrate, el Señor está contigo». Una alegría que engendra vida, que engendra esperanza, que se hace carne en el modo en el que vemos el mañana, en la actitud con la que vemos a los demás. Una alegría que se hace solidaridad, hospitalidad, misericordia con los demás.
Al igual que María, también a nosotros nos puede invadir el desconcierto. ¿«Cómo sucederá esto», en tiempos llenos de especulación? Se especula hoy sobre la vida, sobre el trabajo, sobre la familia. Se especula sobre los pobres y los marginados; se especula sobre los jóvenes y sobre su futuro. Todo parece reducirse a cifras, dejando, de otro lado, que la vida ordinaria de tantas familias se manche de precariedad y de inseguridad. Mientras el dolor toca muchas puertas, mientras en tantos jóvenes crece la insatisfacción por falta de oportunidades reales, la especulación abunda por todas partes.
Ciertamente, el ritmo vertiginoso al que estamos sometidos parece robarnos la esperanza y la alegría. Las presiones e impotencias ante tantas situaciones parecen vaciar el alma y volvernos insensibles ante numerosos desafíos. Y paradójicamente, cuando todo se acelera para construir −en teoría− una sociedad mejor, al final no hay tiempo para nada ni para nadie. Hemos perdido el tiempo para la familia, para la comunidad, perdemos el tiempo para la amistad, para la solidaridad y para la memoria.
Nos hará bien preguntarnos: ¿Cómo es posible vivir la alegría del Evangelio hoy en nuestras ciudades? ¿Es posible la esperanza cristiana en esta situación, aquí y ahora?
Estas dos preguntas tocan nuestra identidad, la vida de nuestras familias, de nuestros países y de nuestras ciudades. Tocan la vida de nuestros hijos, de nuestros jóvenes y exigen de nuestra parte un nuevo modo de situarnos en la historia. Si continúa siendo posible la alegría y la esperanza cristiana no podemos, no queremos permanecer ante tantas situaciones dolorosas como meros espectadores que miran al cielo esperando que “deje de llover”. Todo lo que sucede exige de nosotros que miremos al presente con audacia, con la audacia de quien conoce la alegría de la salvación y toma forma en la vida ordinaria de la casa de una joven de Nazaret.
Ante el desconcierto de María, ante nuestros desconciertos, tres son las claves que el Ángel nos ofrece para ayudarnos a aceptar la misión que se nos confía.
Lo primero que el Ángel hace es evocar la memoria, abriendo así el presente de María a toda la historia de la salvación. Evoca la promesa hecha a David como fruto de la alianza con Jacob. María es la hija de la Alianza. También nosotros estamos invitados a hacer memoria, a mirar nuestro pasado para no olvidar de dónde venimos. Para no olvidarnos de nuestros antepasados, de nuestros abuelos y de todo lo que han pasado para llegar a donde estamos hoy. Esta tierra y su gente han conocido el dolor de dos guerras mundiales; y a veces han visto su merecida fama de laboriosidad y civilización contaminada por descontroladas ambiciones. La memoria nos ayuda a no permanecer prisioneros de discursos que siembran fracturas y divisiones como único modo de resolver los conflictos. Evocar la memoria es el mejor antídoto a nuestra disposición ante las soluciones mágicas de la división y de la extrañez.
La memoria permite a María apoyarse en su pertenencia al Pueblo de Dios. ¡Nos hará bien recordar que somos miembros del Pueblo de Dios! Milaneses, sí, Ambrosianos, cierto, pero parte del gran Pueblo de Dios. Un pueblo formado de mil rostros, historia y proveniencias, un pueblo multicultural y multiétnico. Esta es una de nuestras riquezas. Es un pueblo llamado a hospedar las diferencias, a integrarlas con respeto y creatividad y a celebrar la novedad que proviene de los demás; es un pueblo que no tiene miedo de abrazar los confines, las fronteras; es un pueblo que no tiene miedo de acoger a quien se encuentra en la necesidad porque sabe que ahí está presente su Señor.
«Nada es imposible para Dios» (Lc 1,37): así termina la respuesta del Ángel a María. Cuando creemos que todo depende exclusivamente de nosotros nos quedamos prisioneros de nuestras capacidades, de nuestras fuerzas, de nuestros miopes horizontes. Cuando, en cambio, nos disponemos a dejarnos ayudar, a dejarnos aconsejar, cuando nos abrimos a la gracia, parece que lo imposible comienza a hacerse realidad. Lo saben bien estas tierras que, en el curso de su historia, han generado muchos carismas, muchos misioneros, mucha riqueza para la vida de la Iglesia. Tantos rostros que, superando el pesimismo estéril y divisor, se han abierto a la iniciativa de Dios y se han convertido en signo de lo fecunda que puede ser una tierra que no se deja encerrar en sus ideas, en sus límites y en sus capacidades y se sabe abrir a los demás.
Como ayer, Dios continúa buscando aliados, sigue buscando hombres y mujeres capaces de creer, capaces de hacer memoria, de sentirse parte de su pueblo para cooperar con la creatividad del Espíritu. Dios continúa recorriendo nuestros barrios y nuestras calles, se lanza en todo lugar en búsqueda de corazones capaces de escuchar su invitación y de hacerlo carne aquí y ahora. Parafraseando a San Ambrosio en su comentario a este pasaje podemos decir: Dios sigue buscando corazones como el de María, dispuestos a creer a pesar de unas condiciones absolutamente extraordinarias (cfr. Exp. del Evan. seg. Lucas II, 17: PL 15, 1559). Que el Señor acreciente en nosotros esta fe y esta esperanza.
Por la tarde, tras una intensa jornada de actividades, el Papa culminó su visita en Milán con un emotivo encuentro multitudinario con los jóvenes que recibirán este año el sacramento de la confirmación y que tuvo lugar en el Estadio de San Siro.
Cuando tenía nuestra edad, ¿qué cosas le ayudaban a hacer crecer en amistad con Jesús?
Buenas tardes. David ha hecho una pregunta muy sencilla que para mí es fácil de responder porque solamente debo hacer un poco de memoria. Memoria de los tiempos en los que yo tenía vuestra edad, y la respuesta tiene tres elementos con un vínculo en común. Los primeros que me ayudaron fueron los abuelos. Os preguntaréis: ¿Y cómo, Padre? ¿Los abuelos pueden hacer crecer la amistad con Jesús, qué pensáis? ¿Pero, cómo? Diréis: Los abuelos son de otra época, los abuelos no saben usar el ordenador, no tienen móviles. Pregunto una vez más, ¿los abuelos pueden ayudarnos a hacer crecer la amistad con Jesús? Sí, claro que sí. Esa fue mi experiencia, los abuelos me hablaron normalmente de las cosas de la vida. Un abuelo mío era carpintero, el mismo oficio de Jesús, así cuando miraba a mi abuelo pensaba en Jesús. El otro abuelo me decía: “nunca vayas a la cama sin decirle una palabra a Jesús”, mi abuela me enseñó a rezar, también mi madre y mi otra abuela igual. Lo importante es que los abuelos tienen sabiduría de la vida. Ellos con esa sabiduría nos enseñan cómo estar más cerca de Jesús. A mí me lo enseñaron. Un consejo: hablad con los abuelos, hacedles todas las preguntas que queráis, hablad… es importante en estos tiempos hablar con los abuelos.
Después me ayudó mucho jugar con mis amigos, porque jugar bien y sentir la alegría del juego con los amigos, sin insultarse, hace sentirnos más cerca de Jesús, nos hace pensar que así jugaba Jesús. Os pregunto ¿Jesús jugaba? Él era Dios, ¿puede jugar Dios? Sí, la respuesta es sí. Jesús jugaba, jugaba con los demás. A nosotros nos hace bien jugar con los demás, con los amigos, porque cuando el juego es limpio, se aprende a respetar a los otros, a hacer el trabajo en equipo, todos juntos y eso nos une a Jesús. Así que jugar con los amigos. Uno ha preguntado, ¿pelear con los amigos ayuda a conocer a Jesús? No. Por eso, si uno discute (porque es normal pelear), pide perdón y se acaba la historia, ¿está claro? A mí me ayudó mucho jugar con los amigos.
Y una tercera cosa que me ayudó a crecer en la amista es la parroquia, reunirme con los otros. Esto es muy importante. A vosotros os gusta ir a la parroquia.
Estas tres cosas, os harán crecer en la amistad con Jesús, es un consejo que os doy. Porque con estas tres cosas rezaréis más. Y la oración es ese vínculo que une las tres cosas: los abuelos, mis amigos y la parroquia.
¿Cómo transmitir a nuestros hijos la belleza de la fe? A veces parece muy difícil hablar de este tema sin ser aburridos y mundanos, o peor aún, autoritarios.
Creo que esa es una de las cuestiones clave que toca nuestras vidas como padres, como pastores, como educadores: la transmisión de la fe. Y me gustaría encomendarla a vosotros. Os invito a recordar cuáles han sido las personas que han dejado una huella en vuestra fe y qué cosa de ellas os impresionó más. Os invito, a los padres, a volver a ser niños por unos minutos y recordar las personas que os ayudaron a creer. ¿Quién me ayudó a creer? El padre, la madre, los abuelos, una catequista, una tía, el párroco, una vecina quizás…
Todos llevamos con nosotros en la memoria, pero especialmente en el corazón, a alguien que nos ayudó a creer. Ahora os invito a hacer un minuto de silencio y a preguntarnos: ¿Quién me ayudó a creer? Y yo respondo también, y para responder con sinceridad debo regresar con el recuerdo a Lombardía, a mí me ayudó a crecer en la fe un sacerdote muy bueno que me bautizó y luego me acompañó hasta la entrada en el noviciado. Y esto lo debo a vosotros, los lombardos. Y no me olvido nunca de aquel sacerdote, nunca, nunca, que era un apóstol del confesionario. Misericordioso, bueno, trabajador y así me ayudó a crecer en la fe.
Os preguntaréis por qué este pequeño ejercicio. Nuestros hijos nos miran constantemente, aunque no nos demos cuenta; nos observan todo el tiempo e intentan imitarnos. Conocen nuestras alegrías, nuestras tristezas y preocupaciones. Cuánto sufren los niños cuando los padres pelean, cuando se separan. Cuando se trae un hijo al mundo, debéis ser conscientes de esto. Debéis tener la responsabilidad de hacer crecer en la fe de ese hijo. Os ayudara mucho leer la exhortación Amoris Laetitia, sobre todo los primeros capítulos sobre el amor en el matrimonio, el capítulo cuatro. No os olvidéis. Cuando peleáis, los niños sufren y no crecen en la fe. Lo captan todo y, como son muy intuitivos, sacan sus propias conclusiones y enseñanzas.
Saben cuándo les hacemos trampas o cuándo no. Lo saben, son muy listos. Por eso, una de las primeras cosas que os digo es: cuidadlos, cuidad el corazón de vuestros hijos, cuidad sus alegrías y esperanzas. Los “ojitos” de vuestros hijos, poco a poco memorizan y leen con el corazón cómo la fe es una de las mejores herencias que han recibido de sus padres, de sus ancestros. Mostrarles cómo la fe te ayuda a salir adelante, no con una actitud pesimista sino con confianza.
Hay un dicho: “Las palabras se las lleva el viento”, pero lo que se siembra en la memoria, en el corazón, permanece para siempre.
En segundo lugar, en varios países, muchas familias tienen la costumbre de ir a misa juntos, después van a un parque y llevan a sus hijos a jugar juntos. Eso es bonito porque ayuda a cumplir el mandamiento de santificar las fiestas. No sólo ir a Misa a rezar, o a dormirse, ¡que sucede! (risas). No sólo ir a misa sino estar un poco juntos recuperando una bonita tradición que en Buenos Aires llamamos “dominguear”, es decir, “vivir el domingo”.
Creo que es un elemento bello para redescubrir y valorar. Estos tiempos son muy difíciles, porque muchos padres para dar de comer a sus hijos deben trabajar también los domingos. Yo siempre les pregunto a los padres cuando me dicen que pierden la paciencia con los hijos, y les digo: ¿Tú juegas con tus hijos? Y no saben qué responder. Los padres en estos tiempos no pueden o han perdido el hábito de jugar con sus hijos. Quedaos con esto: jugar con los hijos, “perder el tiempo” en jugar con ellos y transmitirles la fe de nuestros antepasados, es la gratuidad de Dios.
Y en tercer lugar, es fundamental la educación familiar en la solidaridad. Me gusta acentuar la importancia de la alegría, la gratuidad y buscar a otras familias para vivir y compartir la fe como un espacio de gozo familiar. “No hay fiesta sin solidaridad, ni solidaridad sin fiesta”, porque cuando uno es solidario es alegre también, y si es alegre es solidario. Educar a los hijos en la solidaridad que cuesta, no la que sobra. Y esto nuestros hijos lo aprenden en casa.
Nuestro Arzobispo nos ha animado desde hace tiempo a constituir una “comunidad educadora”, en la que el compartir fraterno entre catequistas, maestros, padres y entrenadores sostenga el deber educativo común. ¿Qué consejos nos puede dar para abrirnos a la escucha y al diálogo con todos los educadores que tienen que ver con nuestros jóvenes?
Primero, una educación basada en el pensar, hacer y sentir (cabeza, manos, corazón). El conocimiento es multiforme y nunca uniforme. Muchas veces los maestros piensan que su materia es la más importante de todas. Muchos piensan que su área de enseñanza es única. Somos un poco celosos de nuestras cosas, y no nos damos cuenta de que todos estamos formando al mismo niño o joven. Por eso es fundamental ponernos de acuerdo para mostrar que todos los saberes son importantes y que cuanto más se desarrollan, más rica es la educación.
En cuanto al punto anterior, entre nuestros estudiantes hay algunos que destacan más en el deporte, otros en las ciencias, las matemáticas, etc. Un buen maestro, educador o entrenador sabe estimular las buenas cualidades de sus alumnos, sin descuidar a los demás, buscando siempre la complementariedad. Ninguno puede ser bueno en todo y esto debemos enseñárselo a nuestros alumnos.
Otro punto que considero importante es la educación por proyectos. Poder enseñar a trabajar de manera poliédrica y no lineal. Que puedan estudiar el mismo fenómeno desde diversas perspectivas y hacer propuestas. Sí, hacer propuestas de mejora, que ellos se sientan partícipes de su propia educación. A veces veo programas educativos que quieren convertir a los alumnos en súper hombres y súper mujeres. De esa manera se les somete desde pequeños a presiones muy fuertes. Está bien estimularlos, pero atención: los niños también necesitan jugar, divertirse, dormir. Esto forma parte del crecimiento. Los descansos, el reposo, el juego, así como la frustración, son partes importantes del crecimiento.
Recuperar el asombro de equilibrar el determinismo. La tecnología nos ofrece muchas cosas y permite a nuestros jóvenes conocer tanto y de manera instantánea. Han llegado a tener un acceso a la información que jamás habríamos imaginado. Muchas veces hablando con algunos de ellos me sorprendo de las cosas que saben, o las buscan sin problema y te dicen: “ahora lo busco”. Esto les ofrece muchos instrumentos y posibilidades. Pero hay una cosa que la tecnología no puede dar: la compasión. Y eso se aprende sólo entre humanos, con los demás.
Por último, quisiera mencionar un fenómeno muy feo en esta época que me preocupa mucho: el bullying. Estad atentos. Y ahora os pregunto a los jóvenes que se van a confirmar. Os pregunto: ¿en vuestro barrio hay algún joven del que os reís u os burláis, aunque sea por su aspecto físico, o que incluso le pegáis? Eso se llama bullying. Por favor, os pido que para recibir el sacramento de la santa confirmación hagáis la promesa de que jamás haréis eso y que jamás permitiréis que eso le pase a otros. ¿Me lo prometéis? ¡Sí! (contestan los jóvenes).
Por favor, nunca os riais u os burléis de un compañero, un vecino, un amigo ¿Me lo prometéis? Ahora en silencio pensad lo feo que es eso y pensad se sois capaces de prometérselo a Jesús. ¿Prometéis a Jesús que jamás haréis ese bullying? ¡Sí! (contestan). Gracias, y que el Señor os bendiga y no os olvidéis de rezar por mí.
Fuente: vatican.va / news.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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