No importan las dificultades, si existe de veras celo apostólico, coraje, parresia
He citado ya la entrevista al papa en Scarp de’ tenis −una revista de la calle editada en Milán−, con ocasión de la próxima visita de Francisco a la diócesis ambrosiana el día 25. Suele decirse que es la capital económica de Italia, y no han faltado en la historia recientes movimientos para distanciarse del sur con iniciativas políticas que alcanzaron cierto éxito, aunque hoy están quizá superadas por la evolución y crisis de los grandes partidos. Pero, como refleja esa entrevista, allí se producen muchos contrastes humanos y sociales, objeto de especial atención por el Romano Pontífice.
Una de esas paradojas es el cansancio espiritual que coincide con el crecimiento económico y el estado del bienestar, aunque no tengan razón de causa y efecto. El envejecimiento de Europa no es sólo demográfico. Lo señaló con fuerza Juan Pablo II, en el contexto de la búsqueda de la identidad del viejo continente. Benedicto XVI subrayó el alcance de importantes experiencias personales vividas en África: un continente pobre, pero lleno de alegría y de esperanza, de modo particular entre los cristianos. Esa juventud contrastaba, como recordaría en Alemania, su país de origen, con el cansancio religioso que advertía en Europa.
Precisamente el Cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán durante muchos años, empleó el término “cansancio”, para describir la situación de la Iglesia en Europa. Así lo hizo en una entrevista publicada después de su muerte. Más o menos, éstas eran sus palabras: “La Iglesia está cansada, en la Europa del bienestar y en América. Nuestra cultura ha envejecido, nuestras iglesias son grandes, nuestras casas religiosas están vacías, el aparato burocrático de la Iglesia aumenta, nuestros ritos y nuestros hábitos son pomposos. Estas cosas, sin embargo, ¿expresan lo que somos nosotros hoy? El bienestar pesa. Nos encontramos allí como el joven rico que, triste, se fue cuando Jesús lo llamó para que se convirtiera en uno de sus discípulos. Sé que no podemos dejar todo con facilidad. Pero por lo menos podríamos buscar hombres que sean libres y más cercanos al prójimo”.
Se cumplen cuatro años del pontificado de Francisco. No intentaré sintetizarlos en unas pocas líneas. Sólo una impresión personal: ha aportado a la tarea excepcional de sus predecesores ese aliento más joven que proviene de la América del sur, y que muchos condensan en la palabra “Aparecida” (el gran santuario mariano de Brasil, sede de una importante asamblea del episcopado latinoamericano).
Confiere como un aire renovado a la tarea de evangelización en todo el mundo, también en el viejo continente. Benedicto XVI creó un consejo pontificio dedicado principalmente a impulsarla. Y animó muchas iniciativas, como la del “patio de los gentiles”, para fomentar el diálogo cultural y religioso. Estaba persuadido de que la vieja Europa disponía de luces capaces de superar los cansancios e incertidumbres que proyectaban sombras sobre la fe. Francisco seguramente insistirá en alguno de estos aspectos durante su visita pastoral a Milán, aunque −como dice en la entrevista− no la conoce personalmente, salvo unas ocasionales horas camino de otro lugar.
Antes de su elección, el cardenal Bergoglio hizo énfasis en la evangelización, como razón de ser de la Iglesia: “la dulce y confortadora alegría de evangelizar”, en palabras de Pablo VI. No importan las dificultades, si existe de veras celo apostólico, coraje, parresia. Ese es quizá el sentido profundo de la llamada constante del papa de salir −desde la contemplación y adoración de Cristo− hacia las periferias, no sólo geográficas, sino existenciales, tantas veces configuradas por el dolor, la injusticia, la miseria. Porque está en juego la evangelización de una civilización a la vez poderosa y débil.