Pueden existir, sin mala voluntad, muchas personas cuya manera de amar se fundamente, al menos en una grandísima proporción, en el reflejo de lo que el otro provoca en la propia subjetividad
Con chicos jóvenes visitábamos la Casa Cuna de Santa Cruz de Tenerife los sábados. Regresábamos contentos al ver que dábamos un rato de felicidad a esos niños y niñas −que tanto habían sufrido− con nuestros juegos, bromas y entretenimientos. Y les cogíamos cariño. Un día se quiso apuntar un estudiante del último curso del Bachiller. Me alegró; le ayudaría a madurar, porque exteriormente aparentaba descuido: en el modo de vestir, en la relación difícil con sus padres, muchos suspensos… Le pregunté por qué quería venir, y me respondió: “porque quiero tener una experiencia fuerte”.
¡Qué distinto es atender a unos chiquillos para que ellos tengan unos momentos de alegría −disfrutar con su felicidad− o visitarlos porque yo soy el que deseo sentir algo al estar con ellos! Aunque las diferencias parezcan solo interiores, ambos planteamientos son muy distintos. Y, de hecho, por seguir el relato, este muchacho nunca llegó a asistir a aquella actividad generosa.
Pues bien, exactamente igual ocurre en el amor de pareja. Se denomina amor de yo, y es muy diferente al amor de tú: el primero arruina la relación y el segundo la fortalece. Y con esta pregunta esencial, “¿qué es lo que realmente amas cuando dices que amas?”, lo aborda José Pedro Manglano en El amor y otras idioteces, donde expone que es muy frecuente entre jóvenes “que uno no ame nada que se encuentre fuera de él. Hay muchos átomos enamorados. Seres cerrados que sienten amar, pero que no aman a nadie real con una existencia concreta y objetiva fuera de sí mismo”.
En efecto, pueden existir, sin mala voluntad, muchas personas cuya manera de amar se fundamente, al menos en una grandísima proporción, en el reflejo de lo que el otro provoca en la propia subjetividad, en esas sensaciones maravillosas que una persona concreta me suscita a mí. Pero en esta lógica, en el momento en que aquello deje de notarse −o si esas emociones las ocasionara otra persona distinta− la relación se quebrará. En suma, amor de yo: amor de baja calidad.
Amor de tú: ¿he aprendido a querer? Porque sin esa formación queda el amor muy frágil, a merced del caprichoso mundo de los sentimientos. “La educación para el amor de un tú requiere educar la imaginación no ya para descubrir lo más lejano e ideal, sino lo más cotidiano: el misterio que somos cada uno de nosotros, el misterio que encierra el yo y el tú”, explica Manglano.
Se trata de aprender a construir la felicidad de la otra persona, a imaginarla para adelantarse y sorprenderla, de poner toda nuestra creatividad al servicio de lo diario para que no se instale la rutina, de descubrir toda la riqueza del otro. Así se comprende que el amor entrelaza felicidad y dolor, y se afrontan las crisis desde una fidelidad incondicionada. Solo así se llega a pedir perdón o a perdonar o −lo más frecuente− a conjugar ambos verbos. Y el problema que hacía sufrir concluye en fortalecimiento de los lazos afectivos.
Decía Julián Marías de la persona enamorada que “sin ella, propiamente, no soy yo. Lo cual quiere decir, literalmente, que soy otro que el que antes −antes de enamorarme− era. El enamoramiento consiste, pues, en un cambio de mi realidad”. Es decir, que el amor de pareja es vocación que da sentido de totalidad a la vida: amor de tú. Y, entendido así, la vida es la aventura de estar, sin cansancio, siempre aprendiendo a querer.
Me parece importante subrayar que este amor de donación hace feliz a las personas; y recuperar la palabra entrega, que expresa bien el poema de Robert Graves: “los que no se atreven a dar nada / se quedan sin nada (…) / Al dártelo todo, / yo también, que no tenía nada, / ahora lo tengo todo”. O sea, que la felicidad consiste en entregar la vida por amor.