Existe una soledad buena, creativa, valiente, sin miedo al silencio que nos enfrenta a nosotros mismos; quizá la falta de esa soledad genera la mala, la que puede ir matándonos poco a poco…
Parece que hay un acuerdo creciente en que nuestra cultura produce soledad. Esta percepción asoma por todas partes desde hace unos años: el progresivo aumento de las personas que viven solas, la caída del número de almas que se adscriben a algo −militantes, miembros de clubes o asociaciones, asistentes a ceremonias religiosas, etcétera−, la referencia habitual a la epidemia de soledad que padecen los adolescentes, porque la de los ancianos ya está asumida.
La lista podría alargarse. Hasta en el manifiesto −que más bien parece una gigantesca disculpa− que acaba de publicar el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, se alude a esas manifestaciones, aunque también él omite la más básica: la soledad de los sin familia, de los que han sido abandonados por el padre, por la madre o por ambos, los abandonados por el esposo o la esposa, los que no tienen a nadie que les quiera incondicionadamente, esos que pueblan con sus voces insomnes las madrugadas radiofónicas.
Existe una soledad buena, creativa e incluso imprescindible para construir algo con otros. Una soledad valiente, sin miedo al silencio que nos enfrenta a nosotros mismos. Quizá la falta de esa soledad genera la mala, la que puede ir matándonos poco a poco en medio de un torbellino de amigos virtuales y cientos de «me gusta», pero sin nadie a quien contar lo que nos angustia. En Estados Unidos, según las encuestas, decrece cada año el número de personas en las que se confía, poco más de uno, y se trata casi siempre de familiares.
Al principio de su manifiesto, Zuckerberg parece sugerir que vayamos más a misa y leamos más periódicos. Pero enseguida se ve qué entiende por misa y por periódicos. Empieza por F.