Lo que nos une, siempre, es mucho más de lo que nos separa, pero puede resultar difícil verlo
Colabora hoy con su primer post en Dame tres minutos −ojalá no sea el último− Enrique Sánchez Rivas.
Te podría contar que Quique es escritor, pedagogo del Centro del Profesorado de Málaga y profesor… O que comparte ideas en pedagogia35o.com. En cualquier caso, te invito a que visites su web.
El post es suyo. Nuestro, solo puede ser el agradecimiento por su generosidad al regalarnos esta bella historia que, sin duda, nos hace pensar y nos toca el corazón.
Por cierto: no es la primera vez en que la II Guerra Mundial nos trae una historia al blog (haz clic aquí).
Sigo el blog de José Iribas y me encanta su forma de abordar cuestiones de educación desde una perspectiva netamente humanista y cargada de valores. Aprendo y disfruto con cada post. Por eso, cuando me invitó a participar no tuve dudas… Así que dame tres minutos para que te cuente una increíble historia que marcó la vida de sus protagonistas.
Fritz Vincken era solo un niño cuando su país aterrorizaba al mundo. Él ni siquiera conocía a ese tal Hitler del que hablaba su padre antes de partir al frente para no volver. Fritz vivía con su madre en medio del bosque. La mujer había reservado los mejores víveres para la cena de aquella Navidad de 1944. A punto de empezar a dar cuenta del estofado, unos golpes sobresaltaron a madre e hijo. Alguien llamaba tímidamente a la puerta de los Vincken.
−¿Americanos? −preguntó su madre a los dos chicos exhaustos y al borde de la hipotermia que estaban en el umbral.
Hasta Fritz sabía que en la Alemania nazi ayudar al enemigo se pagaba con la propia vida. Pero negarles el paso supondría la muerte para Ralp Blak y Jim Herby, que así se llamaban, “y también tenían madre, hijos, esposa… Ojalá alguien se hubiera apiadado de papá”, le dijo su madre mientras ayudaba a los jóvenes soldados a calentarse y les servía un plato de comida.
No habría pasado ni media hora cuando de nuevo aporreaban, esta vez con más fuerza, la puerta. Una patrulla alemana. Posiblemente, venían siguiendo el rastro de sangre sobre la nieve.
−¿Quién está dentro? −inquirió el sargento.
−Dos americanos malheridos.
El militar hizo ademán de entrar. La mujer le cerró el paso.
−Hoy es Navidad, los que están dentro podrían ser mis hijos, y vosotros también. Están cansados y hambrientos, igual que vosotros. Así que entrad y sentaos a la mesa.
Fritz Vincken fue testigo del tenso encuentro entre americanos y alemanes. Tras las reticencias iniciales, el ambiente se relajó. Los hombres empezaron a hablar, más con gestos que con palabras. Uno de los alemanes, estudiante de medicina, curó la herida de Jim. La señora Vincken narró su historia. Un bombardeo había destruido su hogar en Aquisgrán, y ahora vivían de prestado en una cabaña de cazadores. Después de la cena entonaron villancicos. Por un momento, Fritz sintió que esos chicos eran parte de su familia. Todos se olvidaron de que estaban en guerra. Aquella noche fueron humanos antes que soldados.
Con las primeras luces del alba, el pequeño Fritz presenció cómo los alemanes le entregaban una brújula a los que, hasta ayer, eran sus enemigos. Aquel regalo y las indicaciones del sargento permitieron que Ralp y Jim alcanzaran sus líneas en el frente y sobrevivieran a la II Guerra Mundial.
Mucho después, en 1997, Fritz Vincken se reencontró con los dos americanos en una residencia de ancianos de Honolulú. Fue muy emotivo. Todos coincidieron en valorar aquella Navidad del año 44 como una de las mejores de sus vidas. Sintieron no saber nada de sus “hermanos” de la patrulla alemana.
Fritz Vincken aprendió de aquellas personas una lección que marcaría el resto de su vida. Por mucho que las circunstancias nos separen, y en aquella época separaban; las personas estamos vinculadas por nuestra condición humana. Lo que nos une, siempre, es mucho más de lo que nos separa, pero puede resultar difícil verlo. Aquellos jóvenes soldados tuvieron que mirar más allá de sus uniformes. Antoine de Saint-Exupèry, que también luchó en esa guerra, llegó a la misma conclusión y la recogió de forma magistral en su obra cumbre. Esta es la enseñanza que el zorro transmite al principito:
“He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
Enrique Sánchez Rivas, en dametresminutos.wordpress.com.
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