Durante la Audiencia general el Santo Padre explicó que la esperanza cristiana no tiene una dimensión solo individual sino comunitaria
Queridos hermanos y hermanas
Siguiendo con la lectura de la Carta a los Tesalonicenses, reflexionamos hoy con san Pablo sobre la dimensión comunitaria y eclesial de la esperanza cristiana.
La esperanza, para alimentarse, tiene necesidad de un "cuerpo”, en el que todos los miembros se sostienen y se animan. Nosotros formamos parte de un cuerpo que es la Iglesia, y estamos llamados a sostenernos mutuamente en la esperanza. De aquí la necesidad de rezar unos por otros, en especial por aquellos que tienen una responsabilidad o se encuentran en dificultad.
Muchos hermanos nuestros nos enseñan a esperar y a mantener viva la esperanza. Los pobres y los humildes nos dan un gran testimonio de esto, porque experimentan cada día muchas pruebas, pero saben que más allá de la tristeza está el Señor, que es rico en misericordia y en paz. La Iglesia, este cuerpo al que pertenecemos, está animada por el Espíritu Santo. Su presencia en nosotros nos alienta a no temer algún mal, pues el Señor está a nuestro lado y cuida siempre de nosotros.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los animo a invocar la presencia del Espíritu Santo en sus vidas, como también en medio de sus familias y comunidades, para que se avive en nosotros la llama de la caridad y nos haga signos vivos de la esperanza para toda la familia humana.
El miércoles pasado vimos que san Pablo, en la Primera Carta a los Tesalonicenses, exhorta a permanecer arraigados en la esperanza de la resurrección (cfr. 5,4-11), con aquellas bonitas palabras “estaremos siempre con el Señor”. En el mismo contexto, el Apóstol muestra que la esperanza cristiana no tiene solo un aspecto personal, individual, sino también comunitario, eclesial. Todos esperamos. Todos tenemos esperanza, pero también comunitariamente.
Por eso, la mirada de San Pablo se amplía inmediatamente a todas las realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndoles que recen unas por otras y se apoyen mutuamente. ¡Ayudarse mutuamente! Y no solo ayudarnos en las necesidades, en tantas necesidades de la vida ordinaria, sino ayudarnos en la esperanza, apoyarnos en la esperanza. Y no es casualidad que empiece precisamente haciendo referencia a aquellos a quienes se les confía la responsabilidad y la guía pastoral. Son los primeros llamados a alimentar la esperanza, y eso no porque sean mejores que los demás, sino por fuerza de un ministerio divino que va mucho más allá de sus fuerzas. Por ese motivo, tienen más necesidad que nadie del respeto, la comprensión y el apoyo benévolo de todos.
La atención se pone luego en los hermanos que corren más riesgo de perder la esperanza, de caer en la desesperación. Y siempre tenemos noticias de gente que cae en la desesperación y hace cosas feas, ¿verdad? La desesperanza les lleva a tantas cosas feas… Se refiere a quien está desanimado, a quien es débil, a quien se siente abatido por el peso de la vida y de sus propias culpas y ya no consigue levantarse. En esos casos, la cercanía y el calor de toda la Iglesia deben hacerse aún más intensos y amables, y asumir la forma exquisita de la compasión, que no es solo apiadarse: la compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme al que sufre con una palabra, con una caricia, ¡pero que salga del corazón! ¡Eso es la compasión! Para quien necesite alivio y consuelo. Esto es muy importante: la esperanza cristiana no puede descuidar la caridad genuina y concreta.
El mismo Apóstol de las gentes, en la Carta a los Romanos, afirma con el corazón en la mano: «Nosotros, los fuertes −los que tenemos la fe, la esperanza, o no tenemos tantas dificultades− debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no complacernos a nosotros mismos» (15,1). Llevad, cargad las debilidades ajenas. Y ese testimonio no se quedará encerrado en los confines de la comunidad cristiana: resuena con todo su vigor también fuera, en el contexto social y civil, como llamada a no crear muros sino puentes, a no devolver mal con mal, a vencer el mal con el bien, la ofensa con el perdón −el cristiano jamás puede decir: ¡me las pagarás!, nunca; eso no es un gesto cristiano; la ofensa se vence con el perdón−, a vivir en paz con todos. ¡Esa es la Iglesia! Y eso es lo que hace la esperanza cristiana, cuando asume los rasgos fuertes y al mismo tiempo tiernos del amor. El amor es fuerte y tierno. Es hermoso.
Se comprende entonces que no se aprende a esperar solos. Nadie aprende a esperar solo. No es posible. La esperanza, para alimentarse, necesita necesariamente de un “cuerpo”, en el que los diversos miembros se apoyen y se animen mutuamente. Esto quiere decir entonces que, si esperamos, es porque muchos hermanos y hermanas nuestros nos han enseñado a esperar y han mantenido viva nuestra esperanza. Y entre ellos, se distinguen los pequeños, los pobres, los sencillos, los marginados. Sí, porque no conoce la esperanza quien se encierra en su propio bienestar: espera solo en su bienestar y eso no es esperanza: es seguridad relativa; no conoce la esperanza quien se encierra en su propia realización, quien se siente siempre a gusto… Los que esperan son, en cambio, los que experimentan cada día la prueba, la precariedad y su propio límite. Son esos hermanos nuestros los que nos dan el ejemplo más hermoso, más fuerte, porque permanecen firmes en su confianza al Señor, sabiendo que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la muerte inevitable, la última palabra será la suya, y será una palabra de misericordia, de vida y de paz. Quien espera, espera oír un día estas palabras: “Ven, ven a mí, hermano; ven, ven a mí, hermana, para toda la eternidad”.
Queridos amigos, si −como hemos dicho− la morada natural de la esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza cristiana ese cuerpo es la Iglesia, y el soplo vital, el alma de esa esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no se puede tener esperanza. Por eso el Apóstol Pablo nos invita al final a invocarlo continuamente. Si no es fácil creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil esperar que creer, ¡es más difícil! Pero cuando el Espíritu Santo habita en nuestros corazones, es Él quien nos hace entender que no debemos temer, que el Señor está cerca y cuida de nosotros; y es Él quien modela nuestras comunidades, en una perenne Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia humana. Gracias.
Ayer, en Osaka, Japón, fue proclamado Beato Justo Takayama Ukon, fiel laico japonés, muerto mártir en Manila en 1615. En vez de caer en compromisos, renunció a honores y comodidades, aceptando la humillación y el exilio. Permaneció fiel a Cristo y al Evangelio; por eso representa un admirable ejemplo de fortaleza en la fe y de entrega en la caridad.
Hoy se celebra la Jornada de oración y reflexión contra la trata de personas, este año dedicada en particular a niños y adolescentes. Animo a todos los que de varios modos ayudan a los menores esclavizados y abusados a liberarse de dicha opresión. Espero que cuantos tienen responsabilidad de gobierno combatan con decisión esta plaga, dando voz a nuestros hermanos más pequeños, humillados en su dignidad. Hay que hacer todo esfuerzo por erradicar este crimen vergonzoso e intolerable.
El sábado próximo, memoria de la Virgen María de Lourdes, se celebrará la 25ª Jornada Mundial del Enfermo. La celebración principal tendrá lugar en Lourdes y será presidida por el Cardenal Secretario de Estado. Invito a rezar, por intercesión de nuestra Santa Madre, por todos los enfermos, especialmente por los más graves y más solos, y también por todos los que cuidan de ellos.
Vuelvo a la celebración de hoy, la Jornada de oración y reflexión contra la trata de personas, que se celebra hoy porque hoy es la fiesta de santa Josefina Bakhita [el Papa muestra un librito que habla de ella]. Esta chica esclavizada en África, explotada, humillada, no perdió la esperanza y sacó adelante la fe, y acabó llegando como inmigrante a Europa. Y ahí sintió la llamada del Señor y se hizo monja. Recemos a santa Josefina Bakhita por todos los inmigrantes, refugiados y explotados que sufren tanto, tanto.
Y hablando de inmigrantes expulsados, abusados, yo quisiera rezar con vosotros, hoy, de modo especial por nuestros hermanos y hermanas Rohinyás[1]: expulsados de Myanmar, van de una parte a otra porque no los quieren… Es gente buena, gente pacífica. No son cristianos, pero son buenos, y son hermanos y hermanas nuestros. Sufren desde hace años. Han sido torturados, matados, simplemente porque siguen con sus tradiciones, con su fe musulmana. Recemos por ellos. Os invito a rezar por ellos el Padrenuestro, todos juntos, por nuestros hermanos y hermanas Rohinyás: Padrenuestro… Santa Josefina Bakhita, ruega por nosotros. ¡Y un aplauso a santa Josefina Bakhita!
* * *
Saludo finalmente s los jóvenes, enfermos y recién casados. Que la memoria de hoy de Sor Josefina Bakhita, que desde niña fue víctima de la trata, acreciente en vosotros, queridos jóvenes, la atención por vuestros compañeros más desventajados y en dificultad; que os ayude a vosotros, queridos enfermos, a ofrecer vuestros sufrimientos por la educación cristiana de las nuevas generaciones; y os anime a vosotros, queridos recién casados, a confiar en la ayuda de la Providencia y no solo en vuestras capacidades. El matrimonio sin la ayuda de Dios no sale adelante, debemos pedirlo todos los días. Y vosotros, queridos enfermos, el próximo sábado es el día de oración por vosotros a la Virgen de Lourdes: lo haremos todos juntos. Gracias.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Los musulmanes rohinyás vienen sufriendo violaciones a sus derechos humanos bajo la Junta birmana desde 1978.
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