Comprendo el dolor de las ansias de paternidad o maternidad insatisfechas; pero hay otras personas en juego: la madre de alquiler y el propio niño, convertidos ambos en mera mercancía…
El fracaso de los adversarios de Trump radica en que le atacan, pero desatienden las angustias que padecen sus partidarios: los medios, distraídos con asuntos extravagantes, no las afrontan y la política convencional, tampoco.
Si intento recordar las noticias sobre maternidad subrogada de los últimos años, solo recuerdo una detención poco publicitada de dos homosexuales y una mujer en Almería, el revuelo que se produjo en el terremoto de Nepal con la repatriación de una veintena de bebés encargados por homosexuales israelíes y, ya en el 2014, el caso de la pareja australiana que tuvo gemelos de una tailandesa, pero abandonaron a uno de ellos porque padecía síndrome de Down y la chiquilla alquilada se negó a abortar. Ese mismo año el New York Times denunció múltiples tropelías de diversas agencias intermediadoras en tal comercio.
Esta semana ha saltado a los medios la posible inclusión de semejante avance en la propuesta social del PP: que se regule algo que está prohibido en casi toda Europa, sin que se sepa muy bien a qué demanda social pretenden responder.
Comprendo el dolor de las ansias de paternidad o maternidad insatisfechas. Pero hay otras personas en juego: la madre de alquiler −da vergüenza escribirlo− y el propio niño, convertidos ambos en mera mercancía. En la antigüedad ya existía la maternidad subrogada. El marido accedía a una esclava y, en el parto, la mujer recibía al niño sobre sus muslos, para indicar que lo hacía suyo. La civilización ha avanzado tanto para bien de la dignidad humana que hemos llegado a una solución mejor y más rentable: ya no hará falta comprar una esclava, bastará con alquilar a una mujer que necesite dinero.