Catequesis del Papa, durante la Audiencia general de este miércoles, sobre la resurrección después de la muerte
Consideramos ahora la virtud de la esperanza a la luz del Nuevo Testamento. La persona de Jesús y su misterio pascual abre para nosotros una perspectiva extraordinaria, como nos lo sugiere la lectura bíblica que acabamos de escuchar. San Pablo escribe a la joven comunidad de Tesalónica, apenas fundada y temporalmente muy cercana al evento de la Resurrección del Señor, y trata de hacerles comprender todos los efectos y las consecuencias que este evento único y decisivo comporta para la historia y la vida de cada uno.
Como entonces, la dificultad no está en aceptar la Resurrección de Jesús, sino en creer en la resurrección de los muertos. Cada vez que nos enfrentamos a la muerte, ya sea la nuestra o la de un ser querido, sentimos que nuestra fe se tambalea, nos preguntamos si hay vida después de la muerte, o si volveremos a encontrarnos con los que nos han dejado. Pablo, ante las dudas de la comunidad, invita a mantener sólida la «esperanza de la salvación». La esperanza cristiana es esperar en algo que ya se cumplió, pero que debe realizarse plenamente para cada uno de nosotros. Por esto, la esperanza nos exige tener un corazón pobre y humilde, que sepa confiar y esperar sólo en Dios Nuestro Señor.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús eduque nuestros corazones en la esperanza de la resurrección, para que aprendamos a vivir en la espera segura del encuentro definitivo con él y con todos nuestros seres queridos. Nos acompañe en este camino la presencia amorosa de María, Madre de la esperanza. Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, en las pasadas catequesis iniciamos nuestro recorrido sobre el tema de la esperanza releyendo en esa perspectiva algunas páginas del Antiguo Testamento. Ahora queremos pasar a destacar el alcance extraordinario que esta virtud asume en el Nuevo Testamento, cuando encuentra la novedad representada por Jesucristo y el acontecimiento pascual: la esperanza cristiana. Nosotros cristianos, somos mujeres y hombres de esperanza.
Es lo que surge de modo claro desde el primer texto que se escribió, es decir la Primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses. En el pasaje que hemos escuchado, se puede percibir toda la frescura y la belleza del primer anuncio cristiano. La de Tesalónica es una comunidad joven, fundada hace poco; sin embargo, a pesar de las dificultades y tantas pruebas, está arraigada en la fe y celebra con entusiasmo y con alegría la resurrección del Señor Jesús. El Apóstol entonces se alegra de corazón con todos, en cuanto que los que renacen en la Pascua se convierten de verdad en «hijos de la luz e hijos del día» (5,5), por la plena comunión con Cristo.
Cuando Pablo le escribe, la comunidad de Tesalónica está recién fundada, y solo pocos años la separan de la Pascua de Cristo. Por eso, el Apóstol intenta hacerles comprender a todos los efectos y las consecuencias que ese evento único y decisivo, o sea la resurrección del Señor, comporta para la historia y para la vida de cada uno. En particular, la dificultad de la comunidad no era tanto reconocer la resurrección de Jesús, todos lo creían, sino creer en la resurrección de los muertos. Sí, Jesús ha resucitado, pero la dificultad era creer que los muertos resuciten. En tal sentido, esta carta se revela más actual que nunca.
Cada vez que nos encontramos ente nuestra muerte, o la de una persona querida, sentimos que nuestra fe se pone a prueba. Surgen todas nuestras dudas, toda nuestra fragilidad, y nos preguntamos: «Pero, ¿de verdad habrá vida después de la muerte? ¿Podré todavía ver y volver a abrazar a las personas que he amado?». Esta pregunta me la hizo una señora hace pocos días en una audiencia, manifestando una duda: “¿Encontraré a los míos?”
También nosotros, en el contexto actual, necesitamos volver a la raíz y a los fundamentos de nuestra fe, para tomar conciencia de los que Dios ha obrado por nosotros en Cristo Jesús y qué significa nuestra muerte. Todos tenemos un poco de miedo por esa incertidumbre de la muerte. Me viene a la memoria un viejecito, un anciano, bueno, que decía: “Yo no tengo miedo de la muerte. Tengo un poco de miedo de verla venir”. Tenía miedo de eso.
Pablo, ante los temores y perplejidades de la comunidad, invita a tener firme en la cabeza como un yelmo, sobre todo en las pruebas y en los momentos más difíciles de nuestra vida, «la esperanza de la salvación». Es un yelmo. Eso es la esperanza cristiana. Cuando se habla de esperanza, podemos dejarnos llevar a entenderla según la acepción común del término, es decir en referencia a algo bonito que deseamos, pero que puede realizarse o no. Esperamos que suceda, es como un deseo.
Se dice, por ejemplo: «Espero que mañana haga buen tiempo»; pero sabemos que al día siguiente puede hacer en cambio mal tiempo… La esperanza cristiana no es así. La esperanza cristiana es la espera de algo que ya se ha realizado; la puerta está ahí, y yo espero llegar a la puerta. ¿Qué debo hacer? ¡Caminar hacia la puerta! Estoy seguro de que llegaré a la puerta. Así es la esperanza cristiana: tener la certeza de que estoy en camino hacia algo que es, no que yo quiero que sea. Esa es la esperanza cristiana. La esperanza cristiana es la espera de una cosa que ya se ha cumplido y que ciertamente se realizará para cada uno de nosotros. También nuestra resurrección y la de los queridos difuntos, pues, no es una cosa que podrá pasar o no, sino que es una realidad cierta, en cuanto arraigada en el evento de la resurrección de Cristo.
Así pues, esperar significa aprender a vivir a la espera. Aprender a vivir a la espera y hallar la vida. Cuando una mujer se da cuenta de que está encinta, cada día aprende a vivir a la espera de ver la mirada de aquel niño que vendrá. Así también nosotros debemos vivir y aprender de esas esperas humanas y vivir a la espera de mirar al Señor, de encontrar al Señor. Esto no es fácil, pero se aprende: vivir a la espera. Esperar significa e implica un corazón humilde, un corazón pobre. Solo un pobre sabe esperar. Quien ya está lleno de sí y de sus cosas, no sabe poner su confianza en ningún otro si no en sí mismo.
Escribe también san Pablo: «Él [Jesús] murió por nosotros para que, tanto si velamos como si dormimos, vivamos juntos con él» (1Ts 5,10). Estas palabras son siempre motivo de gran consuelo y de paz. También por las personas amadas, que nos han dejado, estamos llamados a rezar para que vivan en Cristo y estén en plena comunión con nosotros. Una cosa que me llega tanto al corazón es una expresión de san Pablo, también dirigida a los Tesalonicenses. Me llena de la seguridad de la esperanza.
Dice así: «En adelante estaremos siempre con el Señor» (1Ts 4,17). Una cosa bonita: todo pasa, pero, después de la muerte, estaremos siempre con el Señor. Es la certeza total de la esperanza, la misma que, mucho tiempo antes, hacía exclamar a Job: «Yo sé que mi redentor vive […]. Yo lo veré por mí mismo, mis ojos lo contemplarán» (Jb 19,25.27). Y así para siempre estaremos con el Señor. ¿Vosotros creéis esto? Os pregunto: ¿creéis esto? Para tener un poco de fuerza os invito a decirlo tres veces conmigo: “En adelante estaremos siempre con el Señor”. Y allí, con el Señor, nos encontraremos.
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Dirijo un saludo a los jóvenes, enfermos y recién casados. Mañana celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor y la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Encomiendo a vuestras oraciones a cuantos están llamados a profesar los consejos evangélicos para que con su testimonio de vida puedan irradiar en el mundo el amor de Cristo y la gracia del Evangelio.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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