Contraponer cristianismo y laicidad es un soberano disparate clerical de nada fácil superación
ABC
«Para que la convicción religiosa se traduzca en huella cultural es indispensable arremangarse y dar paso a argumentos racionales compatibles para todos»
Cuando decidí poner fin a prolongadas tareas parlamentarias me animé —junto a Javier Paniagua, durante años rival dialéctico en el grupo socialista y, como yo, profesor universitario— a poner en marcha una fundación, Ciudadanía y Valores, que sirviera de ámbito de reflexión al margen de condicionamientos de partido. Jaime Mayor, afortunadamente en activo al frente del grupo español del PP en el Parlamento Europeo, ha decidido poner en marcha una fundación bajo rótulo no muy diverso (Valores y sociedad), pero con objetivo quizá más ambicioso: lograr que se difunda el humanismo cristiano, no sólo entre creyentes y agnósticos sino incluso en el seno del propio Partido Popular, en cuyos estatutos sigue figurando tras alguna escaramuza.
A modo de presentación nos animó a un grupo heterogéneo, que incluía desde Edurne Uriarte a Cristina López Schichtling, a que comentáramos discursos pronunciados por Benedicto XVI ante auditorios políticos. Dado lo cosmopolita del escenario, consideré obligado ejercer de sevillano, recordando la invitación que recibí de mi cofradía familiar, la de San Juan de la Palma, para hablar sobre problemas bioéticos; no en vano dirijo un máster sobre bioética y bioderecho en la Universidad Rey Juan Carlos. En contra de la leyenda urbana septentrional, que considera que la Semana Santa sevillana es una invitación a la algarabía, me preguntaron por la distinción que el existente manual de formación de los cofrades establecía entre bioética "cristiana" y "laica".
La pregunta no dejó de desconcertarme, aunque quizá no tanto como al auditorio mi respuesta. Cuestioné la existencia de una bioética cristiana, ya que como católico tengo claro que mi religión hace suya una ley natural, accesible a cualquiera que encienda las luces de la razón. Lo de humanismo cristiano no significa pues que para ser humanista haya que ser cristiano, sino que el cristianismo —no en vano Cristo es perfectus homo— es humano por definición. En cuanto a bioética "laica" valga la mía, pues con todos mis defectos me considero laico de la cabeza a los pies.
Aunque sorprenda, de eso mismo habló Benedicto XVI en Berlín ante el mismísimo Bundestag. Se permitió recordar que lo de la laicidad, como tantos otros valores humanos, es un descubrimiento cristiano: «En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho»; o sea, a lo que desde siglos antes de Cristo se ha llamado derecho natural, racionalmente rumiado a lo largo de la historia. Contraponer cristianismo y laicidad es un soberano disparate clerical de nada fácil superación.
Buena prueba de ello es que el Pontífice tuviera que reconocer también algo que, tras realizar mis primeros escarceos docentes explicando esa asignatura, me deja consternado: después de la segunda guerra mundial «la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara; en el último medio siglo se dio un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico». Que los descubridores de la laicidad (dad al césar lo que es del césar) hayamos conseguido convertir al derecho natural en una monserga confesional es una lamentable hazaña.
Como es sabido, a Dios gracias, ahora el césar son nuestros conciudadanos y debemos darles lo que de nosotros esperan, porque en las democracias tienen a ello derecho: razones. Un cierto optimismo podría llevarnos a admitir por hipótesis que el 72 por ciento de ciudadanos españoles que, según el CIS, se consideran católicos saben que entre sus exigencias éticas se incluye el respeto a la ley natural. Dar por hecho que saben cuál es el contenido de dicha ley exigiría ya tomarse algunas copas. De la indisolubilidad del matrimonio, por ejemplo, no es fácil oír hablar en las bodas, porque el cura no quiere molestar a nadie. Pero lo que exigiría ya bordear el delirium tremens es esperar que el católico de turno nos explique por qué razones ha de considerarse "natural" que el matrimonio sea así y no de otra manera.
Benedicto XVI no dejó, ante sus paisanos, de coger el toro por los cuernos, distinguiendo cuidadosamente entre convicción religiosa, argumentos racionales y huella cultural. Valga una tercera cita: «Debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la consciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón son nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura».
O sea, que derechos humanos, igualdad ante la ley y responsabilidad personal son fruto del esforzado uso de la razón, exista convicción religiosa o no; es decir, sépase o no que ese orden natural accesible a cualquiera ha sido creado por el mismo Dios, que tuvo la inmensa generosidad de hacernos racionales para que pudiéramos darle gloria respetando ese orden, emanado de su logos y no de una arbitraria voluntad. El problema es que el fideísmo lo arruina todo. No falta quien tiene a gala creer en la ley natural, quizá como excusa para no tener que afanarse en conocerla. Como consecuencia será incapaz de ofrecer razón alguna en que apoyar la necesidad de que sus exigencias sean democráticamente respetadas. Prefieren desmarcarse de ese lío de la argumentación racional y sacan a Dios a relucir, tapando así los oídos del 26 por ciento de agnósticos y ateos que, hoy por hoy, nos han tocado en suerte.
La clave del asunto, recordada por el Pontífice, consiste en que para que la convicción religiosa se traduzca en huella cultural es indispensable arremangarse y dar paso a argumentos racionales compartibles por todos. Quizá con una metáfora mecánica cabría aclarar la cuestión. La convicción religiosa ha de ser obviamente el motor de toda actividad de un creyente. Sin ella Francisco de Vitoria no habría inventado el derecho internacional, ni Martin Lutero King habría conseguido que Estados Unidos tuviera hoy un presidente de su raza, ni yo me sentiría tan feliz de saberme demócrata. Pero para que el coche ande no basta con el motor; tiene que tener ruedas. Sin ruedas, el motor más excelente —por más que aceleremos— se limitará a hacer un ruido espantoso y acabará echando humo. Las ruedas, para lograr una convivencia realmente humana en una sociedad plural, son los argumentos racionales. Si los descubridores de la laicidad no se han ocupado de disponer de ellos, porque —puestos a no leer— no han leído el catecismo ni en compendio, dejarán con un palmo de narices al bueno de Habermas, en su intento de convencer a la izquierda de que en una sociedad democrática hay que aceptar las razones de los creyentes; si las tienen…
Vale la pena leer el reciente librito del flamante ministro Wert, editado por otra fundación: la FAES. Analizando la actitud de "Los españoles ante el cambio", recoge encuestas sabrosas. El existente 72 por ciento de católicos no impide que a la hora de opinar sobre «que se aplique la eutanasia a todo aquel que lo pida» la respuesta afirmativa supere el 60 por ciento (invitando a incluir entre ellos, salvando lo tosco de la extrapolación, un 32 por ciento de católicos). Para restar aún más racionalidad a la situación, los que justifican «que una persona se suicide» no pasan del 21 por ciento, con lo que un 39 por ciento no es partidario del suicidio por las bravas, pero sí de un legalizado "suicidio" asistido; sálvese quien pueda… Quizá haya llegado la hora de que algunos católicos razonen y ayuden a razonar un poco. Deseo los mayores éxitos a Jaime Mayor en el empeño.
Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas