Un espejo en el que tendríamos que mirarnos cuando estemos a punto de quejarnos, de ser autoindulgentes, o de tirar la toalla porque nos asusta el reto
La metáfora de Rafa Nadal rebasa el tenis y el mundo del deporte en general. Su trayectoria es una lección de vida y cuando más le dan por muerto, más arriba resucita. Tal como en la máquina perfecta de su cuerpo no hay espacio para la grasa, en su alma elevada muy por encima del tráfico diario no hay rincones de cinismo y todo es esfuerzo y voluntad.
Dios no nos juzga por si tenemos talento, porque a fin de cuentas es Él quien nos lo da o nos lo niega. Lo que Dios observa y valora es qué hacemos con las cartas que nos repartió y tan cierto es que a Nadal le concedió el don del tenis como que cuando Rafa se encuentre en su presencia para rendir cuentas como todos, verá a un chico que usó con respeto, generosidad, brillantez y humildad todas y cada una de sus capacidades, y que ante las dificultades se levantó siempre y luchó como un verdadero hombre hecho a Su semejanza, para continuar iluminándonos con su arte purísimo y ofrecernos algo en lo que creer.
Más allá −mucho más allá− del tenis, del deporte y de los focos de la fama, Rafael Nadal es un espejo en el que tendríamos que mirarnos cuando estemos a punto de quejarnos, de ser autoindulgentes, o de tirar la toalla porque nos asusta el reto.
Desde infiernos más hondos de los que creemos que podríamos soportar, nuestro héroe ha sabido emerger sin lamentarse, ni exigir favores, ni pensar que se le debe nada, ni inventarse inexistentes conspiraciones de fantasmas de ir por casa; y su altura moral, incluso más importante que su formidable potencia física, nos recuerda sin excusa que la libertad es un deber y que son una sola cosa sentimiento y destino.