“Re-cordar” significa “volver a pasar por el corazón”; sería terrible que con el paso de los años la memoria se debilitara simplemente porque estaba ocupada por el resentimiento
Una de las señales más claras del envejecimiento es la dificultad de retener en la memoria inmediata los nombres, los números o los datos. Apenas tiene arreglo. Me paso la vida conociendo a gente nueva que se me presenta con su nombre y apellido y de ordinario no soy capaz de retener ninguno de los dos. Espero que alguna nueva aplicación informática me ponga pronto ante la vista el nombre de la persona con la que en cada caso estoy hablando. Mientras tanto, lo que hago en clase es pedir a mis alumnos que escriban su nombre de pila con caracteres grandes en un papel bien visible y que lo pongan sobre la mesa delante de ellos para que pueda dirigirme a cada uno por su nombre. Eso ayuda a la participación en el aula y confiere a las clases un estilo más familiar.
Con las visitas, lo que procuro hacer es escribir siempre su nombre en un papel que tengo delante sobre la mesa para que no se me borre de la memoria el nombre de la persona con la que estoy hablando. Con todo esto lo que quiero decir es que, a pesar de la pérdida de memoria, se puede vivir con una razonable calidad de vida, si se anotan los nombres y los números y se desconfía del rastro evanescente dejado por esos datos en nuestra memoria. Poco a poco he ido desarrollando esos hábitos y he ido aprendiendo a desconfiar de mi memoria.
En cambio a lo que no me he acostumbrado nunca es a no recordar dónde he dejado las cosas −las llaves, el pendrive, unos documentos, etc.− cuando por algún motivo −por ejemplo, para tener una mayor seguridad en un viaje− las he dejado fuera de su lugar habitual. Lo peor es que me irrita profundamente esa situación. Me enfada mi estupidez de guardar algo en un lugar tan recóndito o extraño que ni siquiera yo mismo después pueda encontrarlo por no acordarme de dónde lo guardé. Pienso siempre −y me conmueve− en el efecto devastador de la enfermedad de Alzheimer en la que los fallos de memoria llevan inevitablemente a la pérdida de la identidad biográfica.
“El orden es el que alivia a la memoria” escribió el enciclopedista Diderot. El orden espacial −el que cada cosa tenga su sitio y este sea razonable al menos para nosotros− tiene una importancia vital extraordinaria conforme con el paso de los años la memoria se va debilitando. Cuando se pierde la memoria inmediata, −aquella que los neurólogos llaman la «memoria de trabajo»− resulta muy reconfortante poder encontrar en su sitio lo que necesitamos, aunque no recordemos haberlo guardado antes en su lugar habitual. Tampoco recuerdo qué comí hace tres días y no me cabe la menor duda de que almorcé porque lo hago todos los días. Tenemos bien comprobado que si de modo habitual dedicamos algún tiempo a ordenar las cosas que usamos devolviéndolas siempre a su sitio, la vida nos resulta mucho más gozosa y eficaz.
¡Qué importantes son los hábitos! Ya Aristóteles advirtió que con esas disposiciones habituales sus actos se hacen con más facilidad, con más rapidez y con más gusto. Por eso me parece muy sabia la recomendación de una colega a su madre −ya mayor− de que deje a la vista siempre todo lo que utiliza. Viene a mi memoria ahora cómo cuando hace veinte años visitamos con Joaquín Lorda en Londres al famoso historiador del arte Ernst Gombrich, ya anciano y en silla de ruedas, se lamentaba de que invertía buena parte de su tiempo útil en buscar los papeles que estaba escribiendo y que se había ido dejando sobre las diversas mesas de su casa. Los hábitos son una ayuda formidable. De hecho, quienes por motivos profesionales tienen que viajar mucho suelen reproducir más o menos exactamente en la habitación del hotel en el que se alojan la disposición de las cosas que tienen en su casa. Así todo les resulta mucho más amable. No tienen que descubrir dónde están las cosas, pues les basta con seguir los hábitos desarrollados durante años.
Cuántas veces olvidamos lo que queremos recordar y, en cambio, nos acordamos de lo que querríamos olvidar. El reciente fallecimiento de Mons. Javier Echevarría, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, me hacía muy presente su paternal insistencia en que en nuestra cabeza y en nuestro corazón no podíamos almacenar rencores que amargaran nuestra vida y nos distanciaran de los demás. En este sentido, se me quedó muy grabada en el corazón la petición que me hizo cuando me despedí de él la última vez que hablamos: “Jaime, cuídame mucho más la fraternidad”.
Suele decirse que la palabra “re-cordar” significa “volver a pasar por el corazón”. Sería terrible que con el paso de los años la memoria se debilitara simplemente porque estaba ocupada por el resentimiento. La memoria nos tiende trampas cuando nos dice que habíamos dejado algo en un lugar en el que realmente no lo habíamos dejado, pero nos engaña todavía mucho más cuando nos cierra el camino del perdón. “Si pierdo la memoria, qué pureza”, escribió el poeta Pere Gimferrer.