La relación entre la fe y el matrimonio fue el tema que analizó el Papa en su discurso al Tribunal de la Rota Romana, en la tradicional audiencia de inauguración del Año judicial
El Pontífice reiteró la necesidad de un “nuevo catecumenado” en preparación al matrimonio, invitando a la Iglesia a hacer sentir a las parejas su afecto y cercanía concreta.
Queridos Jueces, Oficiales, Abogados y Colaboradores del Tribunal Apostólico de la Rota Romana, os dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, empezando por el Colegio de Prelados Auditores con el Decano, Mons. Pio Vito Pinto, a quien agradezco sus palabras, y el pro-Decano que fue nombrado hace poco para este encargo. Deseo que todos trabajéis con serenidad y ardiente amor a la Iglesia en este Año judiciario que hoy inauguramos.
Hoy quisiera volver al tema de la relación entre fe y matrimonio, en particular a las perspectivas de fe inscritas en el contexto humano y cultural donde se forma la intención matrimonial. San Juan Pablo II aclaró muy bien, basándose en la enseñanza de la Sagrada Escritura, «el vínculo tan profundo que hay entre el conocimiento de fe y el de la razón [...]. La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe» (Enc. Fides et ratio, 16). Por tanto, cuanto más se aleja de la perspectiva de fe, más «el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse en la situación del «necio». Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1,7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: «Dios no existe» (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino» (ibid., 17).
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en el último Discurso que os dirigió, recordaba que «sólo abriéndose a la verdad de Dios [...] es posible comprender, y realizar en la concreción de la vida también conyugal y familiar, la verdad del hombre como su hijo, regenerado por el Bautismo [...]. El rechazo de la propuesta divina, en efecto, conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas [...], incluida la matrimonial» (26-I-2013,2). Es más necesario que nunca profundizar en la relación entre amor y verdad. «El amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto» (Enc. Lumen fidei, 27).
No podemos esconder que una difundida mentalidad tiende a oscurecer el acceso a las verdades eternas. Una mentalidad que incluye, a menudo de modo vasto y capilar, las actitudes y comportamientos de los mismos cristianos (cfr. Ex. ap. Evangelii gaudium, 64), cuya fe se debilita y pierde su originalidad de criterio interpretativo y operativo para la existencia personal, familiar y social. Dicho contexto, carente de valores religiosos y de fe, no puede sino condicionar también el consentimiento matrimonial. Las experiencias de fe de los que piden el matrimonio cristiano son muy diversas. Algunos participan activamente en la vida de la parroquia; otros se acercan por primera vez; algunos tienen una vida de oración incluso intensa; otros, en cambio, son guiados por un genérico sentimiento religioso; a veces son personas alejadas de la fe o carentes de fe.
Ante esta situación, hay que encontrar remedios eficaces. Un primer remedio es la formación de los jóvenes, mediante el adecuado camino de preparación dirigido a redescubrir el matrimonio y la familia según el plan de Dios. Se trata de ayudar a los futuros esposos a recibir y saborear la gracia, la belleza y la alegría del verdadero amor, salvado y redimido por Jesús. La comunidad cristiana a la que los prometidos se dirigen está llamada a anunciar cordialmente el Evangelio a esas personas, para que su experiencia de amor pueda convertirse en sacramento, signo eficaz de la salvación. En esta circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en lo concreto de su vida de amor. Ese momento es para toda la comunidad una extraordinaria ocasión de misión. Hoy más que nunca, esa preparación se presenta como una verdadera ocasión de evangelización de adultos y, a menudo, de los llamados alejados. Son, de hecho, numerosos los jóvenes para los que el acercarse de la boda constituye la ocasión de encontrar de nuevo la fe por mucho tiempo relegada a los márgenes de su vida; además, se encuentran en un momento particular, caracterizado a menudo también por la disponibilidad a revisar y cambiar la orientación de su existencia. Puede ser, pues, un tiempo favorable para renovar el encuentro con la persona de Jesucristo, con el mensaje del Evangelio y con la doctrina de la Iglesia.
Hace falta, por tanto, que los agentes y organismos encargados de la pastoral familiar estén animados por una fuerte preocupación de hacer cada vez más eficaces los itinerarios de preparación al sacramento del matrimonio, para el crecimiento no solo humano, sino sobre todo de la fe de los novios. Fin fundamental de los encuentros es ayudar a los novios a realizar una inclusión progresiva en el misterio de Cristo, en la Iglesia y con la Iglesia. Esto comporta una progresiva madurez en la fe, a través del anuncio de la Palabra de Dios, la adhesión y el seguimiento generoso de Cristo. La finalidad de esta preparación consiste, pues, en ayudar a los novios a conocer y vivir la realidad del matrimonio que quieren celebrar, para que lo puedan hacer no solo válida y lícitamente, sino también fructuosamente, y estén disponibles para hacer de esa celebración una etapa de su camino de fe. Para realizar todo esto, se necesitan personas con específica competencia y adecuadamente preparadas para dicho servicio, en una oportuna sinergia entre sacerdotes y parejas de esposos.
Con este espíritu, quiero recordar la necesidad de un «nuevo catecumenado» como preparación al matrimonio. Acogiendo los deseos de los Padres del último Sínodo Ordinario, es urgente poner por obra concretamente lo ya propuesto en Familiaris consortio (n. 66), es decir que, como para el bautismo de adultos el catecumenado es parte del proceso sacramental, así también la preparación al matrimonio sea parte integrante de todo el proceso sacramental del matrimonio, como antídoto que impida el multiplicarse de celebraciones matrimoniales nulas o inconsistentes.
Un segundo remedio es ayudar a los recién casados a seguir el camino en la fe y en la Iglesia también después de la celebración del matrimonio. Es necesario encontrar, con valentía y creatividad, un proyecto de formación para los jóvenes esposos, con iniciativas dirigidas a una creciente conciencia del sacramento recibido. Se trata de animarles a considerar los diversos aspectos de su diaria vida de pareja, que es signo e instrumento del amor de Dios, encarnado en la historia de los hombres. Pongo dos ejemplos. Primero, el amor del que la nueva familia vive tiene su raíz y fuente última en el misterio de la Trinidad, y lleva ese sello a pesar de las fatigas y pobrezas con que debe medirse en su vida ordinaria. Otro ejemplo: la historia de amor de la pareja cristiana es parte de la historia sagrada, porque está habitada por Dios y porque Dios nunca olvida el compromiso que ha asumido con los esposos el día de la boda; porque es «un Dios fiel y no puede negarse a sí mismo» (2Tm 2,13).
La comunidad cristiana está llamada a acoger, acompañar y ayudar a las jóvenes parejas, ofreciendo ocasiones e instrumentos adecuados −empezando por la participación en la Misa dominical− para cuidar la vida espiritual, tanto en la vida familiar, como en el ámbito de la programación pastoral en la parroquia o en las asociaciones. A menudo a los jóvenes esposos se le deja solos, quizá por el simple hecho de que se dejan ver menos en la parroquia; esto pasa sobre todo con el nacimiento de los hijos. Y es precisamente en esos primeros momentos de la vida familiar cuando hay que garantizar mayor cercanía y un fuerte apoyo espiritual, también en la labor educativa de los hijos, respecto a los cuales son los primeros testigos y portadores del don de la fe. En el camino de crecimiento humano y espiritual de los jóvenes esposos es deseable que haya grupos de referencia en los que poder hacer un camino de formación permanente: a través de la escucha de la Palabra, el debate de los temas que interesan a la vida de las familias, la oración, el compartir fraterno.
Estos dos remedios que he indicado se dirigen a favorecer un idóneo contexto de fe en el que celebrar y vivir el matrimonio. Un aspecto tan determinante para la solidez y verdad del sacramento nupcial, reclama a los párrocos ser cada vez más conscientes de la delicada tarea que se les encomienda al gestionar el recorrido sacramental matrimonial de los futuros esposos, haciendo inteligible y real en ellos la sinergia entre foedus y fides. Se trata de pasar de una visión estrechamente jurídica y formal de la preparación de los futuros esposos, a una fundación sacramental ab initio, o sea a partir del camino hacia la plenitud de su foedus-consentimiento elevado por Cristo a sacramento. Esto requerirá la generosa aportación de cristianos adultos, hombres y mujeres, que se unan al sacerdote en la pastoral familiar para construir «la obra maestra de la sociedad», es decir «la familia: el hombre y la mujer que se aman» (Catequesis, 29-IV- 2015) según «el luminoso plan de Dios» (Palabras en el Consistorio Extraordinario, 20-II-2014).
Que el Espíritu Santo, que guía siempre y en todo al Pueblo santo de Dios, asista y sostenga a cuantos, sacerdotes y laicos, se comprometen y se comprometerán en este campo, para que no pierdan nunca el empuje y el valor de entregarse por la belleza de las familias cristianas, a pesar de las insidias ruinosas de la cultura dominante de lo efímero y lo provisional.
Queridos hermanos, como he dicho varias veces, hace falta gran valor para casarse en el tiempo que vivimos. Y cuantos tienen la fuerza y la alegría de dar ese paso importante deben sentir junto a ellos el cariño y la cercanía concreta de la Iglesia. Con estas palabras os renuevo el deseo de buen trabajo para el nuevo año que el Señor nos da. Os aseguro mi oración y cuento yo también con la vuestra, mientras de corazón os imparto la Bendición Apostólica.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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