Sentido de la Navidad: el nacimiento de un perdón y una misericordia incondicional que todo lo renueva y lo refunda en la vida de un recién nacido
Como es sabido, Ulises es famoso por las proezas que hizo para poder volver a Ítaca, su hogar. Aquiles en cambio sabía que si salía hacia la guerra no volvería vivo, aunque alcanzaría una gloria inmortal. Así que desde el principio de la historia cultural de Europa, las ideas de poder volver y seguir vivo están asociadas en un simbolismo no meramente imaginario.
Quienes no pueden volver están extraviados, cautivos o, en el mejor de los casos, impedidos por algún inconveniente. Pero no poder volver en absoluto es no estar vivo. Les ocurrió a todos los compañeros de Ulises, ninguno de los cuales regresó. Les ocurre a todos los que han acudido a una batalla a la que no sobreviven, ya sean los trescientos en las Termópilas o los millones en los atolladeros más prosaicos de las vidas más comunes.
La Odisea es un catálogo de toda la clase de motivos por los que los hombres pueden perder el camino y no regresar: mujeres arrebatadoras, tormentas maliciosas, artimañas de brujería, sirenas de inteligencia alucinógena, monstruos marinos, gigantes crueles y, sobre todo, el olvido que los frutos de «meloso dulzor» producen, como las flores de loto que hacen perder la memoria. Y es que para Homero, quien pierde los recuerdos pierde el camino de vuelta.
Los muertos homéricos han cruzado el río del olvido y han perdido todos sus recuerdos de manera que no saben quiénes son y, por eso mismo, no pueden regresar y están muertos. Por el contrario, no estar muerto es poder volver para contarlo, pues ambas cosas −volver y contarlo− son tanto como ser uno mismo y estar vivo. Y con todo y a pesar de todas sus aventuras y heroicidades, si Ulises pudo volver fue porque le esperaban y no habían hundido su recuerdo en el olvido. Nada de cuanto hizo el héroe habría bastado si Penélope no hubiera mantenido en pie el lugar al que se podía volver. La memoria del corazón no solo permite seguir el camino de vuelta, sino que mantiene en pie el lugar al que volver.
Como aquella mujer, los hombres también tenemos que tejer la trama de los días y los años de nuestras vidas para verlos destejidos antes incluso de finalizada la jornada. Nada apenas quedaría sin ese reservorio de lo que somos compuesto por los recuerdos esenciales de la vida. Recuerdo procede del latín cor, que significa corazón, porque recordar es reponer en el corazón, es decir, guardar y aguardar. Es curioso que esa sea la actitud más recurrente de entre las pocas que los Evangelios describen de María, otra de las figuras medulares en nuestra tradición: guardaba en su corazón.
Solo el inquebrantable recuerdo de Penélope mantuvo abierta la estancia a la que Ulises podía volver. Hoy los rigores de la corrección nos obligarían a decir que los papeles son intercambiables, y que también la espera de Ulises podría haber hecho posible la vuelta de Penélope. Pero eso es sencillamente irrelevante. Lo decisivo es que propiamente solo se puede volver al lugar de lo incondicional, de lo que permanece a través del tiempo y de las circunstancias. En realidad, solo se puede volver a casa. O como dice Rafael Alvira, la casa es el lugar al que se vuelve. A los demás sitios se regresa o retorna, pero volver en sentido exacto solo se puede volver a casa.
Por eso, cuando James Joyce quiso hacer la parábola literaria del hombre contemporáneo escribió otra Odisea en la que a su protagonista, Leopold Bloom, le engaña su mujer que aprovecha sus ausencias para encontrarse con su amante. De manera que sin lugar al que volver, el día −y la vida en realidad− se le convierte a Bloom en un errante vagabundeo por lugares a los que ha ido mil veces pero a ninguno de los cuales puede volver en realidad.
Y es que sin lugar al que volver, sin casa, tampoco se tiene un lugar en el mundo desde el que se pueda volver a empezar, en su sentido profundo. El sueño, el alimento, el baño y el abrigo de la casa son todos ellos necesidades diarias que tienen el resultado común de renovar al sujeto y reponer sus energías. Quedarse como nuevo es el efecto propio del hogar también en sentido físico, aunque su efecto más genuino es la renovación interior del principio desde el que se puede volver a empezar.
De ahí esa cansina vejez interior que caracteriza al sujeto contemporáneo que, por otra parte, tan rendida veneración dedica a la juventud y lo juvenil. No es extraño que la historia, y sobre todo la personal, se le convirtiera a Bloom en una pesadilla de la que esperaba poder despertar: el pasado amenaza con convertirse en peso bruto sobre la conciencia y las espaldas cuando se vive en esa clase de destierro interior.
Pero no se trata del desarraigo característico de la vida moderna en las megaciudades o del nomadismo cosmopolita en un mundo globalizado. También en esas circunstancias es posible tener un sitio al que volver porque no se trata esencialmente de un lugar físico. Lo que nos deja sin sitio al que volver es nuestra incapacidad para dar crédito y hacer realidad lo incondicional en nuestras vidas, en nuestras lealtades y promesas, en nuestros ideales y, sobre todo, nuestra dificultad para imaginar un perdón y una compasión incondicional.
Ese es, me parece a mí, el sentido antropológico genuino de la Navidad: el renacimiento de todo y, más en particular, de cuantos tienen un lugar al que volver juntos y experimentar lo que hay de incondicional en sus vidas. Y ese es también, pero acrecentado, el sentido religioso de la Navidad: el nacimiento de un perdón y una misericordia incondicional que todo lo renueva y lo refunda en la vida de un recién nacido. Un Niño sin casa donde nacer, pero que desde hace dos mil años hace creer a millones de personas que −pese a su indecible dificultad− es posible prometer, amar y perdonar incondicionalmente, y que aunque este mundo sea un odisea no pocas veces terrible, más allá también hay una casa paterna a la que volver.