Era un gran universitario, pero sobre todo fue un sacerdote metido en Dios, enamorado de Jesucristo, que no pensaba en sí mismo
Estoy seguro de que el inesperado fallecimiento de monseñor Javier Echevarría ha llenado de pena a quienes hemos formado parte de la corporación académica de la Universidad de Navarra. Aunque estemos convencidos de que Dios ha querido llevárselo consigo para celebrar con él unas Navidades eternas, sentimos el vacío que conlleva la orfandad de quien ha sido para nosotros, más que nuestro Gran Canciller, un verdadero padre y padre excepcional.
Personalmente tuve la fortuna de hablar con él en muchas ocasiones, y en todas ellas me transmitió su interés por los estudiantes. Me recordaba que la tarea más importante de los profesores es ayudar a cada estudiante para que, con libertad, pueda tomar decisiones para su propia mejora como hombre o mujer. Que había que transmitir un estilo universitario que fomentara el cultivo libre y responsable de cada personalidad, evitando incluso la apariencia de pretender encorsetar a nadie, reproduciendo un estereotipo preconcebido, por excelente que fuera. Que la genuina aportación de la Universidad a la sociedad era ese conjunto de estudiantes, bien formados, humana y profesionalmente, que cada año salía de sus aulas.
Seguía con ilusión y sano orgullo los progresos profesionales de los profesores y de los avances terapéuticos ofrecidos por la Clínica de la Universidad. Sentía una especial predilección por la investigación del área médica, pues le dolía el sufrimiento de los enfermos, a quienes visitaba siempre que estaba entre nosotros.
Cuando, por la pacífica posesión de su nombre, la Universidad de Navarra se vio involucrada en un litigio con la Universidad Pública, me instó a ser magnánimo, de modo que no quedara rastro de rencor al término del contencioso y que la relación entre ambas instituciones fuera de cordial y noble colaboración.
A primeros de mayo del año 2002, la Universidad de Navarra fue objeto de un atentado terrorista. Aquellos días me encontraba en Roma, invitado por nuestro Gran Canciller. Al enterarse de ese hecho vino a hacerme compañía para tranquilizarme en mi preocupación. Me animó a perdonar y a rezar por quienes lo habían cometido, asegurándome que Dios ayudaría más a la Universidad en su tarea de servicio a la Iglesia y a la sociedad si perdonábamos de corazón.
Don Javier Echevarría era un gran universitario, pero sobre todo fue un sacerdote metido en Dios, enamorado de Jesucristo, que no pensaba en sí mismo. San Josemaría, a quien él amaba filialmente, afirmaba que desearía morir trabajando por los demás, exprimido como un limón. Y así ha sido el fallecimiento de don Javier. Pienso que la sencillez y naturalidad con que ha pasado sus últimos años no nos debe ocultar que, al exprimir, mientras la primera gota del limón sale con facilidad, la última es mucho más difícil y, a veces, casi imposible. Y en este caso ha sido una epopeya, aunque silenciosa, heroica.
José María Bastero de Eleizalde Rector de la Universidad de Navarra de 1996 a 2005