Algunas de las muchas lecciones que, en estos años, hemos recibido de Mons. Javier Echevarría; lecciones que él aprendió de la mano de San Josemaría y que supo encarnar de manera ejemplar
Al recibir la inesperada noticia del fallecimiento de Monseñor Javier Echevarría me han venido a la memoria tantos recuerdos de mis encuentros con él en sus frecuentes viajes a Pamplona, especialmente durante los años en que fui Rector. En estas breves líneas no pretendo hacer una semblanza de su rica personalidad pero permítaseme destacar, a modo de pinceladas y mediante unas pocas anécdotas personales, algunos de sus rasgos que pude percibir de manera especial en esos encuentros.
El primero, el cariño. El Padre, como le llamamos en la Obra, era ante todo un hombre que sabía querer. Recuerdo la primera vez que le vi después de que me hubieran propuesto de su parte la posibilidad de ser nombrado Rector. Yo había manifestado mi disposición para hacer lo que fuera más conveniente pero con la natural duda de si estaría a la altura de esa confianza. Al acabar un encuentro que mantuvo con profesores y estudiantes en el Colegio Mayor Belagua me acerqué a saludarle para darle las gracias y manifestarle mis temores: no me dejó acabar, me dio un abrazo y me dijo, no te preocupes que lo vas a hacer muy bien. Y así eran todo los encuentros con él: te hacía sentir muy a gusto; estaba pendiente de lo que pudieras necesitar; percibías que le interesaban tus cosas y no dejaba de sorprenderte con preguntas sobre algún tema del que le habías hablado unos meses antes. Cuántas veces he comentado con otras personas, no sin cierto asombro, su gran memoria. En realidad era algo más que eso: el recuerdo fruto del interés que nace del cariño.
En segundo lugar, su confianza en los demás y su amor a la libertad. D. Javier Echevarría era el Gran Canciller de la Universidad y por tanto hubiera sido razonable que en sus encuentros con el Rector o con el equipo de Gobierno de la Universidad hubiera hecho preguntas concretas sobra la marcha de los asuntos, corregido lo que consideraba no iba bien y hecho las sugerencias que estimara necesarias. Sus encuentros con él eran, sin embargo, de otra naturaleza. Se interesaba desde luego por todo lo que sucedía en la Universidad, preguntaba por los nuevos proyectos −recuerdo, por ejemplo, su interés por el Museo aunque el arte contemporáneo no fuera quizás una de sus preferencias personales− y en ocasiones mostraba especial interés por alguno de ellos, como por ejemplo la investigación en el ámbito de las Humanidades y Ciencias Sociales. Pero respetaba con gran delicadeza la capacidad de decisión de cada uno y confiaba en aquellos a los que correspondía tomar las decisiones de gobierno, aunque tal vez él hubiera enfocado las cosas de otra manera. Al mismo tiempo, nunca faltaban sugerencias de mucho más calado, fruto de su alma sacerdotal: que quisiéramos a los alumnos, que todos y cada uno se sintieran atendidos personalmente, que viviéramos la unidad y la caridad, que secundáramos y nos hiciéramos eco de las enseñanzas del Papa…
Y, por último, su serenidad y optimismo. Como Gran Canciller de la Universidad y como Prelado del Opus Dei recibía muchas noticias, también malas, y estoy seguro de que conocía mejor que nosotros los problemas de nuestra sociedad. Sin embargo, no recuerdo ni un solo encuentro en el que sus palabras fueran negativas: aunque objetivamente lo fueran los hechos que comentaba, siempre sabía darles un enfoque optimista y esperanzado. Un recuerdo: tras el atentado que sufrió la Universidad el 30 de noviembre de 2008, enseguida nos hizo llegar el mensaje de que estuviéramos serenos y rezáramos por los que lo habían cometido. Y en el fax que nos remitió a la mañana siguiente nos pedía que −“dejando libertad a todos”− convirtiéramos la concentración prevista para ese día en una oración que fuera “expresión de perdón por los agresores y como ruego a la Providencia para que se logre una convivencia social justa y equilibrada, sabiendo respetar a todas las personas y contribuyendo a la paz en el mundo entero”.
Estas son algunas de las muchas lecciones que, en estos años, hemos recibido de Mons. Javier Echevarría; lecciones que él aprendió de la mano de San Josemaría y que supo encarnar de manera ejemplar. Ojalá que inspiren también el actuar diario de cuantos trabajamos en la Universidad de Navarra: estoy convencido de que para ello podremos seguir contando con su ayuda, ahora aún más eficaz.
Ángel J. Gómez Montoro Rector de la Universidad de Navarra de 2005 a 2012.