En la audiencia general de este miércoles el Papa ha reflexionado sobre su esperanzador significado
Queridos hermanos y hermanas
Con las palabras de Isaías nos preparamos a celebrar la fiesta de la Navidad. El Profeta nos ayuda a abrirnos a la esperanza y a acoger la Buena noticia de la Salvación con un canto de alegría, porque el Señor está ya cerca.
La presencia de Dios en medio de su pueblo, entre los pequeños, en las realidades adversas o cuando llega la tentación de pensar que nada tiene sentido, se convierte en portadora de libertad y de paz. Por eso son hermosos los pies de aquel que corre a anunciar esto a sus hermanos, pues ha comprendido la urgencia de este anuncio para un mundo que necesita a Dios.
Del mismo modo, nosotros estamos llamados, ante el misterio del Niño Dios en Belén, a darnos cuenta de esta urgencia y a colaborar a la venida del Reino de Dios, que es luz y que debe llegar a todos. Como el mensajero sobre los montes, también nosotros tenemos que correr para llevar la buena noticia de la cercanía de Dios a una humanidad que no puede esperar, y que tiene sed de justicia, de verdad y de paz.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Los invito, en este tiempo de Adviento, a preparar el corazón, para acoger toda la pequeñez, toda la maravilla, toda la sorpresa de un Dios que abandona su grandeza, y se hace pobre y débil para estar cerca de cada uno de nosotros. Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Nos estamos acercando a la Navidad, y el profeta Isaías una vez más nos ayuda a abrirnos a la esperanza acogiendo la Buena Noticia de la venida de la salvación. El capítulo 52 de Isaías empieza con la invitación dirigida a Jerusalén para que se despierte, se sacuda el polvo y las ataduras y se ponga las ropas más bonitas, porque el Señor ha venido a liberar a su pueblo (vv. 1-3). Y añade: «Mi pueblo conocerá mi Nombre el día que Yo mismo sea quien diga: ¡Aquí estoy Yo!» (v. 6).
A este “aquí estoy” dicho por Dios, que resume toda su voluntad de salvación y de acercarse a nosotros, responde el canto de alegría de Jerusalén, según la invitación del profeta. Es un momento histórico muy importante. Es el final del exilio de Babilonia, es la posibilidad para Israel de volver a Dios y, en la fe −en la fe−, encontrarse a sí mismo. El Señor se hace cercano, y el “pequeño resto”, o sea, el pequeño pueblo que quedó tras el exilio, el “pequeño resto” que en el exilio resistió en la fe, que pasó la crisis y continuó creyendo y esperando incluso en medio de la oscuridad, aquel “pequeño resto” podrá ver las maravillas de Dios. En ese momento el profeta incluye un canto de exultación: «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, del mensajero de la buena nueva que anuncia la salvación, del que anuncia a Sión: “Reina tu Dios” […] ¡Gritad de alegría, alborozaos a una, ruinas de Jerusalén −las ruinas deben cantar porque es la liberación, es la reconstrucción−, que el Señor ha consolado a su pueblo, ha redimido a Jerusalén! El Señor ha desnudado su brazo santo a los ojos de todas las naciones, y todos los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios» (Is 52,7.9-10).
Estas palabras de Isaías, sobre las que queremos detenernos un poco, hacen referencia al milagro de la paz, y lo hacen de un modo muy particular, poniendo la mirada no en el mensajero sino en sus pies que corren veloces: «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero…». Parece el esposo del Cantar de los Cantares que corre a su amada: «Ya está aquí, ya viene saltando por los montes, brincando por los cerros» (Ct 2,8). Así también el mensajero de paz corre, llevando el alegre anuncio de liberación, de salvación, y proclamando que Dios reina.
Dios no ha abandonado a su pueblo ni se ha dejado derrotar por el mal, porque Él es fiel, y su gracia es más grande que el pecado. Esto debemos aprenderlo. ¡Porque somos testarudos y no lo aprendemos! Yo haré la pregunta: ¿quién es más grande, Dios o el pecado? ¿Quién? (Responden: “¡Dios!”). ¿No estáis convencidos? ¡No se oye bien! (Responden: “¡Dios!”). ¡Dios! ¿Y quién vence al final, Dios o el pecado? (Responden: “¡Dios!”). ¿Y Dios es capaz de vencer el pecado más gordo? ¿Incluso el pecado más vergonzoso? ¿Incluso el pecado que es terrible, el peor de los pecados, es capaz de vencerlo? (Responden: “¡Sí!”). Y esta pregunta no es fácil, veamos si entre vosotros hay una teóloga o un teólogo para responder: ¿con qué arma vence Dios el pecado? (Responden: “¡El amor!”). ¡Oh, qué bien! ¡Cuántos teólogos! ¡Muy bien! Pues esto −que Dios vence al pecado− quiere decir que “Dios reina”; son esas las palabras de la fe en un Señor cuyo poder se inclina sobre la humanidad, se abaja, para ofrecer misericordia y liberar al hombre de lo que desfigura en él la imagen hermosa de Dios porque cuando estamos en pecado la imagen de Dios está desfigurada. Y el cumplimiento de tanto amor será precisamente el Reino instaurado por Jesús, ese Reino de perdón y de paz que celebramos con la Navidad y que se realiza definitivamente en la Pascua. Y la alegría más bonita de la Navidad es la alegría interior de paz: el Señor ha borrado mis pecados, el Señor me ha perdonado, el Señor ha tenido misericordia de mí, ha venido a salvarme. Esa es la alegría de la Navidad.
Estos son, hermanos y hermanas, los motivos de nuestra esperanza. Cuando todo parece acabado, cuando, ante tantas realidades negativas, la fe cuesta trabajo y viene la tentación de decir que ya nada tiene sentido, he aquí en cambio la hermosa noticia traída por esos pies veloces: Dios está viniendo a realizar algo nuevo, a instaurar un reino de paz; Dios ha “desnudado su brazo” y viene a traer libertad y consuelo. El mal no triunfará para siempre, hay un fin al dolor. La desesperación es vencida porque Dios está entre nosotros.
Y también a nosotros se nos pide despertarnos un poco, como Jerusalén, según la invitación que le dirige el profeta; estamos llamados a ser hombres y mujeres de esperanza, colaborando a la venida de ese Reino hecho de luz y destinado a todos, hombres y mujeres de esperanza. Pero qué feo es cuando encontramos a un cristiano que ha perdido la esperanza: “Yo no espero nada, todo se ha acabado para mí”, un cristiano que no es capaz de mirar horizontes de esperanza y ante su corazón solo ve un muro. ¡Pero Dios destruye esos muros con el perdón! Y por eso, nuestra oración, para que Dios nos dé cada día la esperanza y la dé a todos, esa esperanza que nace cuando veamos a Dios en el pesebre de Belén. El mensaje de la Buena Noticia que se nos ha confiado es urgente, también nosotros debemos correr como el mensajero por los montes, porque el mundo no puede esperar, la humanidad tiene hambre y sed de justicia, de verdad, de paz.
Y viendo al pequeño Niño de Belén, los pequeños del mundo sabrán que la promesa se ha cumplido, el mensaje se ha realizado. En un niño recién nacido, necesitado de todo, envuelto en pañales y puesto en un pesebre, está encerrado todo el poder del Dios que salva. Hay que abrir el corazón −¡la Navidad es un día para abrir el corazón!−, hay que abrir el corazón a tanta pequeñez que hay ahí, en aquel Niño, y a tanta maravilla que hay ahí. Es la maravilla de Navidad, a la que nos estamos preparando, con esperanza, en este tiempo de Adviento. Es la sorpresa de un Dios niño, de un Dios pobre, de un Dios débil, de un Dios que abandona su grandeza para hacerse cercano a cada uno de nosotros. Gracias.
* * *
Os agradezco a todos las felicitaciones por mi próximo cumpleaños, ¡muchas gracias! Pero os diré una cosa que os hará reír: ¡en mi tierra felicitar con antelación trae mala suerte! ¡Y quien felicita antes de tiempo es un gafe!
Hoy la liturgia recuerda a San Juan de la Cruz, pastor celoso y místico doctor de la Iglesia: queridos jóvenes, meditad la grandeza del amor de Jesús que nace y muere por nosotros; queridos enfermos, aceptad con mansedumbre vuestra cruz en unión con Cristo por la conversión de los pecadores; y vosotros, queridos recién casados, dad más espacio a la oración, sobre todo en este Tiempo de Adviento, para que vuestra vida sea un camino de perfección cristiana.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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