Tardé en darme cuenta de que lo realmente importante del espíritu de la Obra de Dios es lo que siempre ha enseñado la Iglesia: que todos, todos sin distinción, toda la humanidad, somos hijos de Dios
Solo tuve ocasión de saludar a Don Javier −el Padre− una sola vez, en Roma, con motivo de la canonización de San Josemaría por el Papa Juan Pablo II, cuya santidad trascendía ya de manera visible. Me presenté como un “viejo” fiel de la Prelatura y me dijo enérgico: “¿Viejo tú, chaval?”. Y me dio un abrazo como solo un padre puede dar a un hijo.
En ese momento entendí mejor que nunca la esencia de la espiritualidad del Opus Dei: la filiación divina. Ya había entendido antes otra de sus peculiaridades que más me habían seducido cuando decidí dar el paso decisivo de pedir la admisión y que siempre se evoca como si fuese la única: la santificación del trabajo y en el trabajo de cada día. Tardé en darme cuenta de que lo realmente importante del espíritu de la Obra de Dios es lo que siempre ha enseñado la Iglesia, pero que casi nunca tenemos en cuenta: que todos, todos sin distinción, toda la humanidad, somos hijos de Dios.
Para que se me entienda mejor: no hay que ser miembro del “Opus” −dicho así, en el lenguaje habitual− para sentirse y vivir como hijo de Dios. Todos somos “opus” divino. Entonces, ¿para qué “firmar” un contrato de afiliación a la Prelatura? Puedo entender a cuantos amigos católicos me miran como si fuese alguien “diferente” por el hecho de que procuro ir a Misa a diario, frecuentar el sacramento de la Confesión, hacer oración durante un tiempo por la mañana y por la tarde, rezar el Rosario, aunque sea por la calle, memorar el Ángelus cada día, etc. ¿Es que acaso soy “algo más” que ellos? Nada de eso, amigos. Simplemente que me parece muy bien, muy natural −y supongo que a tantos otros desconocidos fieles de la Prelatura− que tratemos en cada momento de recordar al Padre, al Padre Nuestro que está en los cielos y al que queremos santificar con nuestra actitud como hijos.
¿Es eso necesario para lo que de verdad importa, la salvación? Por supuesto que no. Cada uno es libre de hablar al Padre y de frecuentar los sacramentos cuando le parezca oportuno, salvando lo mínimo que nos pide a todos la Iglesia. Pero no soy diferente por eso; si acaso lo soy, será porque soy tanto o más pecador que esos buenos amigos que no me llegan a comprender del todo. Lo importante es entender la filiación divina, ese don inefable que también nos hace compartir con Jesús a su Madre, lo cual no es nada nuevo. ¿No lo decía San Juan? “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos realmente”. Bueno, pues eso es lo que recordamos con toda la frecuencia posible, ya sea en el trabajo, ya en el seno de la familia, ya en la calle… Cada cual con su cara propia, con barba o con coleta, con vaqueros o con corbata… todo lo limpios que podamos, por dentro y por fuera.
Y si me preguntan qué es entonces el Opus Dei, no tengo otra respuesta, tan vieja como el Evangelio, que un camino de perfección humana que se abre a todas las gentes del mundo. Pero un camino ordinario, nada especial, nada extravagante. Y si quiero utilizar un lenguaje más formal, diría que es una organización internacional de laicos −aunque haya también sacerdotes− hombres y mujeres corrientes, con la misión de ayudarlos a encontrar a Dios y servirlo, además de servir a los demás sin estridencia alguna. Y eso sin voto alguno −ni botas ni botines… añadía con su buen humor San Josemaría−, solo la voluntad de practicar las virtudes humanas y cristianas, sabiéndose, eso sí, hijos de Dios.
Por eso, el Opus no es una asociación de fieles que acude a los actos más o menos piadosos a los que algunos insisten en convocar. El Opus, já, soy yo mismo… y no represento ni puedo representar a nadie que también pertenezca a la Prelatura. Cada uno es como es, con el único compromiso de renovar su fidelidad cada año, el día de San José. ¡Pero si no lo renuevo, no dejo de ser católico! Nunca he sentido y vivido la libertad −y el orgullo, por qué no decirlo− de ser hijo de Dios como la siento y la vivo desde mi condición de miembro de la Prelatura. Y ya sé que esta aparente singularidad no se llega a entender por algunos que quisieran ver al Opus como un movimiento más.
Pero, en fin, si hago estas observaciones es para honrar la memoria del Prelado, de don Javier Echeverría, cuya figura en los últimos tiempos tanto se parecía a la san Juan Pablo II, “tronchados” los dos físicamente por el amor que derramaban a su alrededor. En suma, un santo más en el Cielo. Alabado sea el Señor por habérnoslo regalado durante estos años en los que el relativismo, la indiferencia y el desamor, nos quieren robar lo único que tenemos los católicos: la certeza de que Dios nos ama como hijos suyos…