Realmente, suceder a dos santos no es tarea nada fácil; pero había asimilado durante muchos años las lecciones de fidelidad que impartía con rotunda sencillez Álvaro del Portillo
Hace muchos años Álvaro del Portillo contaba divertido el lapsus de una persona del Opus Dei que vivía en Roma desde los años cuarenta. Intentaba precisar un detalle de la vida del futuro san Josemaría. Ante su pregunta, ella, en ausencia de Javier Echevarría, contestó: −No recuerdo, pero seguro que lo sabe don Javier, con su memoria privilegiosa. Hizo sin querer una síntesis auténtica de la capacidad de querer y recordar del futuro prelado, especialmente en todo lo relativo al fundador.
Gracias a esa excepcional memoria, se pudo conocer buena parte de la oración en voz alta que san Josemaría hizo en 1970 ante la Virgen de Guadalupe, en su villa de México. Corrían tiempos recios para la Iglesia y para el Opus Dei, que el fundador confió a la Señora en su primer viaje a América. Tal vez desde entonces, aumentó la devoción que don Javier tenía a esa excepcional advocación de la Virgen. Y si el fundador murió delante del cuadro a Ella dedicado en su cuarto de trabajo en Roma, parece providencial que Dios haya llamado a su presencia a Mons. Echevarría justo en el día de su fiesta. La identificación fue plena, especialmente a partir de su marcha a Roma desde Madrid, en los primeros años cincuenta.
No se me van hoy de la cabeza unas palabras de don Álvaro del Portillo, el 18 de agosto de 1990 en Solavieya (Asturias), cuando le contaba mi impresión tras el serio ataque de corazón que don Javier había sufrido esa tarde.
Mientras dirigía la meditación aquel sábado a las mujeres del Opus Dei que cuidaban de la casa antigua de un indiano, utilizada como centro de retiros y convivencias, sintió un dolor muy intenso, con un rictus que advirtieron ellas. Acabó su prédica, pero pidió a don Tomás Gutiérrez, que estaba muy cerca, oficiar la exposición con el Santísimo y el canto de la Salve. No se encontraba bien. Le atendió Alejandro Cantero, médico cordial, con gran ojo clínico, aunque no ejercía ya su profesión. Advirtió el infarto, pero no lo dijo explícitamente. Se limitó a sugerir la conveniencia de hacerle un electrocardiograma, para quedarse más tranquilo.
Mi modestísima ayuda consistió en acompañarles al Centro Médico de Oviedo, facilitando las entradas y salidas del coche −entonces complejas− de la finca donde sucedía todo. Dudo que nadie haya tardado menos tiempo que Alejandro en hacer ese trayecto, por la "y griega" asturiana, prácticamente sin tráfico en las primeras horas de la tarde de un sábado de agosto. Al parecer, es muy importante la rápida atención de un infartado. Y así sucedió. No entré a la consulta del médico de urgencias. Pero, minutos después, don Javier salía en silla de ruedas, con un gotero, camino de la unidad de cuidados intensivos.
Durante el camino de Solavieya a Oviedo fuimos casi en silencio. Sólo don Javier, de vez en cuando, decía: −Perdonad la lata que os estoy dando. Por lo demás, estaba con buen aspecto, sereno, amable, como siempre. Cuando se lo conté a don Álvaro, se limitó a comentar: −¡Qué bueno es don Javier! Le di más datos, según la información que me facilitó Alejandro, y la reacción del entonces prelado se resumía en unas palabras sencillas: −Será para mucho bien de la Obra.
Pensé que era un modo de sobrenaturalizar la situación, en línea con aquella jaculatoria, síntesis de un texto de san Pablo, que repitió mucho san Josemaría: omnia in bonum. Pero la historia haría proféticas esas palabras. Un año después, tras la correspondiente operación y muchos cuidados, Diego Martínez Caro, jefe entonces del departamento de Cardiología de la Clínica universitaria de Navarra, respondería lacónicamente a una pregunta mía incidental: −Se ha producido una restitutio ad integrum. (In integrum, para los juristas; pero con igual significado, según me explicó en su día un gran latinista, Antonio Fontán).
Aquel infarto de miocardio sufrido en un hombre deportista, relativamente joven, alargó probablemente muchos años su vida, al servicio de la Iglesia, del Opus Dei, de las almas. Cuatro años después, al fallecer don Álvaro en 1994, sería elegido para sustituirle como prelado, tarea que ha realizado a fondo durante veintidós años más; lógicamente la edad fue deteriorando su salud progresivamente, hasta morir en la fiesta de la Virgen de Guadalupe.
Realmente, suceder a dos santos no es tarea nada fácil. Pero había asimilado durante muchos años las lecciones de fidelidad que impartía con rotunda sencillez Álvaro del Portillo. No insistiré. Resultaba obvio, y lo repetirán cuantos escriban estos días. A su correspondencia fiel a una inequívoca gracia divina, contribuía −pienso− su carácter abierto y extrovertido, su formación intelectual y jurídica, su personalidad enérgica y decidida. Para quienes conocimos su temperamento, resultaba claro que la fidelidad no es algo inerte o apocado; al contrario, se forja en recia espontaneidad y en variada iniciativa.
Así lo observé desde el verano de 1976, comienzo de largos períodos en que tuve la fortuna de colaborar de cerca −convivir, en el sentido estricto del término− con los dos sucesores de san Josemaría. He descrito en otros lugares detalles del cariño y afabilidad de don Álvaro. Pero no le iba a la zaga don Javier, con un sentido del humor que me recordaba sus raíces madrileñas.
En la armonía de fortaleza y afecto, de tenacidad y finura, se reflejaba otro rasgo característico de su personalidad: el espíritu deportivo. Como es natural, aparecía literalmente en los escasos ratos que podía dedicar −merecido e indispensable descanso− a jugar al frontón o al tenis. Apenas había hecho deporte en los años romanos. Pero sus gestos denotaban el estilo del buen atleta, que pone empeño un día y otro, con tenacidad y alegría, aunque no se vean los resultados: con mayor motivo, en este caso, cuando el deseo de ganar deja paso a la ilusión de que los demás lo pasen bien.
También aquí prescindía gustosamente de objetivos personales: como el auténtico deportista, que no busca lucimientos propios, sino el juego de equipo. Bien había aprendido la lección de san Josemaría, que señaló, entre los rasgos centrales del espíritu del Opus Dei, el ascetismo sonriente, el espíritu deportivo en la lucha por practicar las virtudes cristianas. Y, ciertamente, sin pretender nunca logros o glorias humanas, la prelatura ha dado buenos pasos adelante, al servicio de la Iglesia, en estos últimos veintidós años. Don Javier habrá recibido en el cielo la corona incorruptible a que alude san Pablo en el capítulo 10 de la primera carta a los de Corinto: como ese premio que reciben en el estadio los atletas, forjado a base de esfuerzo y entrega generosa.
Salvador Bernal, en religionconfidencial.com.
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He visto ya alguna foto, difundida tras el fallecimiento en Roma del prelado del Opus Dei, en la que aparece junto a san Josemaría Escrivá de Balaguer y el beato Álvaro del Portillo. La imagen acierta a reflejar la realidad de su vida, especialmente a partir de su marcha a Roma desde Madrid, en los primeros años cincuenta (continuar leyendo).
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