El Santo Padre concede una entrevista con motivo de la conclusión del Año Jubilar de la Misericordia
Los frutos del Jubileo de la Misericordia, el tema de la laicidad, los desafíos para los jóvenes y Europa, la aspiración de una Iglesia sinodal, la responsabilidad de los comunicadores y algunos consejos para los sacerdotes, son algunos de los temas que ha tocado el Papa Francisco en una entrevista concedida al semanal belga católico ‘Tertio’.
En nuestro país estamos viviendo un periodo en el que la política nacional quiere separar la religión de la vida pública, por ejemplo, en el currículo educacional. Es opinión que, en tiempos de secularización, la religión tiene que ser reservada a la vida privada. ¿Cómo podemos ser al mismo tiempo Iglesia misionera, saliendo a la sociedad, y vivir la tensión creada por esta opinión pública?
Bueno, yo no quiero ofender a nadie, pero esa postura es una postura anticuada. Esa es la herencia que nos dejó la Ilustración −¿no es cierto?−, donde todo hecho religioso es una subcultura. Es la diferencia entre laicismo y laicidad. Esto lo hablé con los franceses. El Vaticano II nos habla de la autonomía de las cosas o de los procesos o de las instituciones. Hay una sana laicidad, por ejemplo, la laicidad del estado. En general, el estado laico es bueno. Es mejor que un estado confesional, porque los estados confesionales terminan mal.
Pero una cosa es laicidad y otra cosa es laicismo. Y el laicismo cierra las puertas a la trascendencia: a la doble trascendencia, tanto la trascendencia hacia los demás como, sobre todo, la trascendencia hacia Dios, o hacia lo que está más allá. Y la apertura a la trascendencia forma parte de la esencia humana, es parte del hombre. No estoy hablando de religión, estoy hablando de apertura a la trascendencia. Entonces, una cultura o un sistema político que no respete la apertura a la trascendencia de la persona humana, poda, corta a la persona humana. O sea, no respeta a la persona humana. Esto es más o menos lo que pienso yo. Entonces, mandar a la sacristía cualquier acto de trascendencia es una asepsia, que no va con la naturaleza humana: se le corta a la naturaleza humana buena parte de la vida, que es la apertura.
Usted se preocupa de la relación interreligiosa. En nuestros tiempos convivimos con el terrorismo, con la guerra. A veces se comenta que la raíz de las guerras actuales está en la diferencia entre religiones. ¿Qué decir sobre esto?
Creo que sí, el comentario está ahí. Pero ninguna religión como tal puede fomentar la guerra. Porque está en ese caso proclamando un dios de destrucción, un dios de odio. No se puede hacer la guerra en nombre de Dios o en nombre de una postura religiosa. No se puede hacer la guerra en ninguna religión. Y, por lo tanto, el terrorismo, la guerra, no están relacionados con la religión. Se usan deformaciones religiosas para justificarla, eso sí. Ustedes son testigos de eso, lo han vivido en su patria. Pero son deformaciones religiosas que no son la esencia de lo religioso.
Lo religioso más bien es amor, unidad, respeto, diálogo, todas esas cosas, pero no lo otro. O sea, que en esto hay que ser taxativo. O sea, ninguna religión, por el hecho religioso, proclama la guerra. Deformaciones religiosas, sí. Por ejemplo, todas las religiones tienen grupos fundamentalistas, todas, nosotros también. Y destruyen desde su fundamentalismo. Son esos grupitos religiosos los que deforman, “enferman” la propia religión, y de ahí pelea, o la guerra, o la división en la comunidad, que es una forma de guerra. Pero eso son los grupos fundamentalistas que tenemos todas las religiones. Siempre hay un grupito…
Otra cuestión de guerra. Conmemoramos los 100 años de la Primera Guerra Mundial. ¿Qué diría usted al continente europeo de la consigna postguerra “Nunca más la guerra”?
Al continente europeo le he hablado tres veces: dos en Estrasburgo y una el año pasado o este año −no recuerdo− cuando el premio Carlomagno (6-V-2016). Creo que ese “Nunca más la guerra” no se tomó en serio, porque después de la primera vino la segunda, y después de la segunda está la tercera que estamos viviendo ahora a pedacitos. Estamos en guerra. El mundo está haciendo la tercera guerra mundial: Ucrania, Medio Oriente, África, Yemen… Es muy serio. O sea, “nunca más la guerra” de boca para fuera, pero mientras tanto fabricamos armas, y las vamos vendiendo a los mismos contrincantes. Porque un mismo fabricante de armas le vende a este y al otro, que están en guerra entre ellos.
Es verdad. Hay una teoría económica que yo nunca traté de constatar, pero la he leído en varios libros: que, en la historia de la humanidad, cuando un Estado encontraba que sus presupuestos no iban, hacían una guerra y ponían en equilibrio sus balances. Es decir, es una de las formas más fáciles de hacer riqueza. Claro, el precio es muy caro: ¡sangre! Ese “Nunca más la guerra” creo que es algo que Europa dijo sinceramente: Schumann, De Gasperi, Adenauer… lo dijeron sinceramente. Pero luego… Hoy día hacen falta líderes; Europa necesita líderes, líderes que vayan adelante… Bueno, no voy a repetir lo que dije en los tres discursos.
¿Hay alguna posibilidad de que venga usted a Bélgica para esa conmemoración?
No, no está previsto, no. No está previsto. A Bélgica yo iba cada año y medio cuando era Provincial, porque ahí había una asociación de Amigos de la Universidad Católica de Córdoba (Argentina). Yo era Canciller… Entonces iba allí a hablarles. Ellos hacían sus Ejercicios. E iba a agradecerles. Y le tomé cariño a Bélgica. Para mí la ciudad más linda de Bélgica no es la suya sino Brujas… [ríe].
Tengo que decirle que mi hermano es jesuita.
¿Ah, sí? ¡No lo sabía!
Y a pesar de ser jesuita es buena gente.
Le iba a preguntar si era católico… (rien ambos).
Estamos terminando el Año de la Misericordia. ¿Puede decir cómo ha vivido el año y qué espera cuando el año ha terminado?
El Año de la Misericordia no fue una idea que se me ocurrió a mí de golpe. Viene desde el beato Pablo VI. Ya Pablo VI había dado algunos pasos para redescubrir la misericordia de Dios. Después, San Juan Pablo II lo asentó mucho con tres hechos: la encíclica Dives in Misericordia, la canonización de Santa Faustina, y la fiesta de la Divina Misericordia en la Octava de Pascua; y él muere en una víspera de esa fiesta. Ya ahí encaminó a la iglesia en ese camino.
Y yo sentí que el Señor quería eso. No sé cómo se formó la idea en mi corazón, pero un buen día le dije a Monseñor Fisichella, que vino por asuntos de su dicasterio: “Cómo me gustaría hacer un Jubileo, un Año Jubilar de la Misericordia”. Y él me dijo: “¿Y por qué no?”. Y así comenzó el Año de la Misericordia. Es la mejor garantía de que no fue una ocurrencia humana, sino que viene de arriba.
Creo que el Señor la inspiró. Y evidentemente se hizo mucho bien. Por otro lado, el hecho de que el Jubileo no fuera solo en Roma, sino en todo el mundo, en todas las diócesis, y dentro de cada diócesis, movió, movió, y la gente se movilizó mucho. Se movilizó mucho y se sintió llamada a reconciliarse con Dios, a reencontrar al Señor, a sentir la caricia del Padre.
El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer hizo la distinción entre la gracia barata y la preciosa. ¿Qué significa para usted la misericordia barata o preciosa?
La misericordia es preciosa y barata. No sé cómo es el texto de Bonhoeffer, no lo conozco cuando explica eso. Pero es barata porque no hay que pagar nada: no hay que comprar indulgencias, es puro regalo, puro don; y es preciosa porque es el don más precioso −hay un libro que se hizo de una entrevista que me hicieron, cuyo título es “El nombre de Dios es Misericordia”−, y es preciosa porque es el nombre de Dios: Dios es Misericordia.
Me hace recordar a ese cura que tenía en Buenos Aires −que sigue celebrando misa y trabaja, ¡y tiene 92 años!− y al comenzar la Misa siempre da unos avisos. Es muy enérgico. Con 92 años, predica muy bien, y la gente lo va a escuchar. “Por favor, apaguen los teléfonos…” y estaba la misa, y comenzaba el ofertorio, y un teléfono. Se paró, y dijo: “Por favor, apaguen el teléfono”. Y el monaguillo que estaba al lado, le dijo: “Padre, es el suyo”. Y entonces él lo sacó y dijo: “Aló” (ríen ambos).
A nosotros nos parece que usted está indicando el Vaticano II en los tiempos de hoy. Nos va indicando caminos de renovación en la Iglesia. La Iglesia sinodal… En el sínodo explicó su visión de la Iglesia del futuro. ¿Podría explicarlo para nuestros lectores?
La “Iglesia sinodal”. Tomo esa palabra. La Iglesia nace de las comunidades, nace de la base, de la comunidad, nace del bautismo, y se organiza en torno a un obispo que la convoca, le da fuerza. El obispo que es sucesor de los apóstoles. Esa es la Iglesia. Pero en todo el mundo hay muchos obispos, muchas iglesias organizadas, y está Pedro. Entonces, o hay una Iglesia piramidal, donde lo que dice Pedro se hace, o hay una Iglesia sinodal, donde Pedro es Pedro, pero acompaña a la Iglesia y la hace crecer, la escucha; más aún, él aprende de eso, y va como armonizando, discerniendo lo que viene de las iglesias, y lo devuelve.
La experiencia más rica de esto fueron los dos últimos sínodos. Ahí se escuchó a todos los obispos del mundo, con la preparación; a todas las iglesias del mundo: las diócesis trabajaron. Todo ese material vino. Después volvió. Y volvió una segunda vez al segundo sínodo para completar esto. De ahí salió Amoris Laetitia. Es curioso la riqueza de la diferencia de matices; es propio de la iglesia, es unidad en la diferencia: eso es sinodalidad. No bajar de arriba a abajo, sino escuchar a las iglesias, armonizarlas, discernir. Y hay una exhortación postsinodal, que es Amoris Laetitia, que es el resultado de dos sínodos, donde trabajó toda la Iglesia, y que el Papa hizo suya. Lo expresa de una manera armónica.
Es curioso: todo lo que está ahí fue aprobado en el sínodo por más de dos tercios de los padres, lo cual es una garantía. Una iglesia sinodal significa que se da ese movimiento de arriba a abajo, de arriba a abajo. En las diócesis lo mismo. Pero hay una fórmula latina que dice que las iglesias siempre están cum Petro et sub Petro (con Pedro y bajo Pedro). Pedro es el garante de la unidad de la Iglesia, el garante. Así que… ese es el sentido. Y hay que progresar en la sinodalidad, que es una de las cosas que los ortodoxos han conservado, y las iglesias católicas orientales también. Es una riqueza de ellos: yo lo reconozco en la encíclica.
A mí me parecía que el paso que dio el sínodo segundo es del método de “ver, juzgar y actuar” a “escuchar, comprender y acompañar”, que es muy distinto. Es lo que yo digo a la gente constantemente. El paso que da el sínodo es de “ver, juzgar y actuar”, a escuchar la realidad de la gente, comprenderla bien y después acompañar a la gente en su camino.
Porque cada uno dijo lo que pensaba, sin miedo a sentirse juzgado. Y todos estaban en actitud de escuchar, sin condenar. Después se discutía como hermanos en los grupos. Pero una cosa es como hermanos y otra es condenar a priori. Una libertad de expresión hubo ahí muy grande. Y eso es lindo.
En Cracovia usted ofreció a los jóvenes impulsos preciosos. ¿Cuál sería un mensaje particular para los jóvenes de nuestro país?
Que no tengan miedo, que no tengan vergüenza de la fe, que no tengan vergüenza de buscar nuevos caminos. Hay jóvenes que no son creyentes: no te preocupes, busca el sentido a la vida. A un joven yo le daría dos consejos: “busca horizontes” y “no te jubiles a los 20 años”. Es muy triste ver un joven jubilado a los 20-25 años. Busca horizontes, sigue adelante y sigue trabajando en esa tarea humana.
Una última pregunta, Santo Padre, una opinión sobre los medios de comunicación.
Los medios de comunicación tienen una responsabilidad muy grande. Hoy en día, en sus manos está la posibilidad y la capacidad de formar opinión. Pueden formar una buena o mala opinión. Los medios de comunicación son constructores de una sociedad. Por sí mismos, son para construir, para intercambiar, para fraternizar, para hacer pensar, para educar. En sí mismos son positivos. Por supuesto que, como todos somos pecadores, también los medios pueden caer −los que hacemos medios, yo estoy acá usando un medio de comunicación− en hacer daño.
Y los medios de comunicación tienen sus tentaciones. Pueden ser tentados de calumnia (usados para calumniar y ensuciar a la gente) sobre todo en el mundo de la política; pueden ser usados como difamación (toda persona tiene derecho a la buena fama, pero por ahí en su vida anterior, o en su vida pasada, o hace diez años tuvo un problema con la justicia, o un problema en su vida familiar…, y sacar a la luz hoy eso es grave, hace daño, se anula a una persona).
En la calumnia se dice una mentira de una persona. En la difamación se saca una carpeta −como decimos en Argentina, se hace un carpetazo−, y te sacan algo que es verdad pero que ya pasó. Y quizás ya pagó con la cárcel, o con la multa, o con lo que sea, ese delito. No hay derecho a eso. Eso es pecado y hace mal. Y una cosa que puede hacer mucho daño en los medios de comunicación es la desinformación. Es decir, frente a cualquier situación decir una parte de la verdad y no la otra. ¡No! Eso es desinformar. Porque al televidente le das la mitad de la verdad. Y por tanto no puede hacer un juicio serio sobre la verdad completa.
La desinformación es probablemente el daño más grande que puede hacer un medio. Porque orienta la opinión en una dirección, quitando la otra parte de la verdad. Y después, los medios yo creo que tienen que ser muy limpios, muy limpios y muy transparentes. Y no caer −sin ofender, por favor− en la enfermedad de la coprofilia: que es buscar siempre comunicar el escándalo, comunicar las cosas feas, aunque sean verdad. Y como la gente tiene la tendencia a la coprofagia, se puede hacer mucho daño. Así que yo diría esas cuatro tentaciones. Pero son constructores de opinión y pueden edificar, y hacer un bien inmenso, inmenso.
Terminando, una palabra solo para los sacerdotes. No un discurso, porque me están diciendo que tengo que terminar. ¿Qué es lo más importante para un sacerdote?
Es una respuesta un poco salesiana. Me sale del corazón: “Acuérdate de que tienes madre que te quiere. No dejes de amar a tu madre la Virgen”. Segundo: déjate mirar por Jesús. Tercero: busca la carne sufriente de Jesús en los hermanos. Ahí te vas a encontrar con Jesús. Eso como base. De ahí sale todo. Si eres un sacerdote huérfano, que te olvidaste que tienes madre; si eres un sacerdote que te desenganchas de quien te llamó, que es Jesús, nunca vas a poder llevar el Evangelio. ¿Cuál es el camino? La ternura. Que tengan ternura. Que no tengan vergüenza los curas de tener ternura. Que acaricien la sangre sufriente de Jesús. Hoy hace falta una revolución de la ternura en este mundo que padece la enfermedad de la cardioesclerosis.
¿La cardio…?
La cardioesclerosis.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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