No hay dogmas en las cosas temporales, ni soluciones católicas a los problemas, menos aún en una sociedad tan compleja
Mucho se ha comentado últimamente la cuestión religiosa en torno a la vida pública, con motivo de elecciones pasadas o enfoques de futuro, en momentos de crisis, y no sólo económica. Terminó el Año de la Misericordia convocado por el papa Francisco cuando se cumplían cincuenta años de la clausura del Concilio Vaticano II. A pesar de la clara doctrina de la constitución Gaudium et Spes, no falta gente que piensa que los católicos habrían de votar o decidir en un sentido o en otro. No recuerdo dónde, leí hace unos días un titular que rezaba algo así como “No me explico que un católico haya votado a...” Y líderes políticos envían cartas abiertas con finalidades normalmente electorales... Como si el creyente no tuviera plena libertad, en el caso de haber decidido acudir a las urnas.
Lo aprendí muy joven, aunque no tenía edad para votar. Tampoco hacía falta, porque no había demasiada libertad política en España. Pero de alguna manera apliqué a la situación la famosa frase de Dostoievski: “si Dios no existe, todo está permitido”. Si católicos practicantes colaboran intensamente con Franco, sin reparo por parte de la jerarquía, apenas habrá límites éticos a la acción política de los católicos.
Luego, ya en serio, confirmaría gracias al fundador del Opus Dei que no hay dogmas en las cosas temporales, ni soluciones católicas a los problemas, menos aún en una sociedad tan compleja. Nunca me ha parecido diferencial ser católico o no ante las cuestiones debatidas en la cultura o en la sociedad. Cada uno defiende legítimamente su postura y sus prioridades. Para mí, por ejemplo, lo esencial es fortalecer la administración de justicia: es el criterio que preside mis decisiones, abocadas por desgracia desde hace muchísimos años a la abstención, porque no encuentro a ningún líder con quien compartir en serio esa profunda inquietud social.
Algo de esto pensaba con motivo de la solemnidad litúrgica dedicada al final del año a Jesucristo como rey del universo. Esa realeza está presente en la historia, aunque tendrá una plena realidad escatológica desde nuestra pobre perspectiva. La presencia en la hora presente, nacida propiamente en la Encarnación, penetra en su Cuerpo, que es la Iglesia. Cuerpo místico se dijo siempre, también para subrayar su carácter teológico, no temporal. Pero tampoco tiene lectura humana la más reciente difusión de la imagen de la Iglesia como pueblo de Dios.
Pero no desaparece la tentación de mezclar planos, a pesar de la respuesta rotunda de Jesús que narra el Evangelio, con la inapelable invitación a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Incluso, en la escena de la Muerte, tal como se escuchaba el domingo en la correspondiente lectura de san Lucas, aparece el denuesto de los principales de Israel, que le exigen salvarse a sí mismo, y probar que es el Mesías. Saben que no será así, pero usan el argumento para intentar consolidar su poder cultural, religioso y político, con el sarcasmo de haber puesto antes, como título de la ejecución, su condición de rey de los judíos. Hasta uno de los dos ladrones, crucificados junto a Jesús, busca su liberación corporal con afirmaciones injuriosas a juicio del evangelista. El buen ladrón se limita a reconocer con humildad la realeza del Señor, para pedirle que se acuerde de él cuando llegue a su reino. El reconocimiento de esa verdad profunda le gana el paraíso, no el éxito humano de la supervivencia.
En muchos debates públicos suscitados en la vieja Europa con motivo del afán estatalista de legislar sobre temas más éticos que políticos, se apela con frecuencia a la objeción de conciencia. A mi entender, es un argumento pocas veces válido y, desde luego, no generalizable. La conciencia personal merece el máximo respeto, como corresponde a la dignidad humana, pero no exige necesariamente un reconocimiento jurídico de la objeción, pues haría casi imposible la convivencia democrática. Cosa muy distinta es el derecho a la libertad religiosa.
Se cierra la puerta santa de las grandes catedrales, pero sigue completamente abierta la misericordia divina. La esperanza sobrenatural, como también enseñó el Concilio Vaticano II, invita también al compromiso en las tareas seculares. Pero sin confundir el progreso con el reino de Dios, al que corresponde un señorío no temporal, eterno y universal: de verdad y vida; de santidad y gracia; de justicia, amor y paz.