Ya que estamos en Cuaresma, tiempo de mortificación, reparación y cambio profundo en nuestra vida, podríamos aprovechar algún momento de las bien merecidas vacaciones para reflexionar con este examen de conciencia, dirigido «para aquellos de vosotros que, gracias a Dios, no soléis incurrir en actos gravemente pecaminosos, y que, por otra parte, experimentáis cierta dificultad a la hora de encontrar materia de la que acusaros en la Confesión».
«Los hombres están siempre dispuestos a curiosear y averiguar vidas ajenas, pero les da pereza conocerse a sí mismos y corregir su propia vida» (San Agustín, Confesiones)
Hace más o menos un año, en una entrevista publicada en El País, la actriz Blanca Portillo señalaba muy sabiamente: «Nos estamos olvidando de mirarnos a nosotros mismos, siempre responsabilizamos a los demás de nuestros problemas, nos consentimos a nosotros mismos demasiado y nos perdonamos todo; mirando los defectos de los demás acabas sin ver los tuyos y uno mismo nunca es responsable de nada; la verdad es que si fuéramos honestos con las consecuencias de nuestros actos crearíamos un mundo más humano y más generoso».
Dicho de otro modo: nos resulta demasiado fácil ver los defectos de los demás y los juzgamos tan a la ligera que nos parecen hasta “normales” las críticas, burlas, e incluso, los comentarios destructivos, sin darnos cuenta que entramos en un juego peligroso que puede destruir la fama, no solo de todo aquel que sea diana de nuestros comentarios, sino de nosotros mismos.
Como dice el Catecismo de la Iglesia: «Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas)». Y añade: «La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo». (n. 1459)
Esta actitud nos envenena por dentro generando en nuestro interior un sabor amargo lleno de insatisfacciones que se reflejan negativamente en nuestra vida cotidiana y que no pasa desapercibida a los que tenemos más cerca: nuestra familia, amigos y compañeros.
Y nos plantea una realidad aún más negativa: la corrupción de nuestros corazones, raíz de todos nuestros males: la mentira, el rencor, el odio, las envidias, la injusticia,… «Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre» (Mc 7,21-23).
Ilustrémonos con esta historia: Cuentan que una pareja de recién casados se mudó de casa. La primera mañana, mientras tomaban café, la mujer reparó a través de la ventana, que una vecina colgaba sábanas en el tendedero.
—¡Qué sábanas tan sucias cuelga la vecina en el tendedero…! —Le comentó a su marido. Quizás necesita un jabón nuevo… ¡Ojala pudiera ayudarla a lavar las sábanas!
El marido la miró sin decir palabra alguna.
Cada dos o tres días, la mujer repetía su discurso, viendo a través de la ventana, cómo la vecina tendía su colada.
Al mes, la mujer se sorprendió al ver a la vecina tendiendo las sábanas blancas, como nuevas, y dijo al marido:
—¡Mira, por fin ha aprendido a lavar la ropa!¿Le enseñaría otra vecina?
El marido le respondió:
—¡No, hoy me levanté más temprano y lavé los vidrios de nuestra ventana!
Imagino la cara de estupor de la mujer de esta pequeña historia a la que le vendría muy bien leer, a modo de moraleja, las palabras del Señor que dicen: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano. No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen» (Mt 7, 1-6).
Y dado que estamos en Cuaresma, tiempo de mortificación, reparación y cambio profundo en nuestra vida, podríamos aprovechar algún momento de las bien merecidas vacaciones para reflexionar con este examen de conciencia, dirigido «para aquellos de vosotros que, gracias a Dios, no soléis incurrir en actos gravemente pecaminosos, y que, por otra parte, experimentáis cierta dificultad a la hora de encontrar materia de la que acusaros en la Confesión».
Dice así:
«Quizá pueda serviros de orientación la siguiente lista, hecha a vuelapluma, y con escasas pretensiones y que bien podría titularse algo así como “elenco muy incompleto de defectos y actitudes defectuosas en que suelen incurrir las buenas personas".
Como podréis observar, no se trata, en general, de cosas en sí necesariamente graves, sino de modos de ser, de pensar o de actuar que, aparte de desagradar a Dios, pueden hacer daño al alma y dificultar la vida de los demás. ¿Os imagináis, por ejemplo, lo dura que podemos hacer la vida de quienes con nosotros conviven —y más si de nosotros dependen— cuando nos dejamos dominar por el pesimismo, la intransigencia o la tacañería?
“Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es ese agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios".
Se trata de saber si somos —y si desde la última Confesión se nos ha notado claramente—, aparte de otras cosas más gordas:
caprichosos, tozudos, intransigentes, coléricos, irascibles, agresivos, discutidores implacables, quejicas, malhumorados, envidiosos, protestones por sistema, egoistones, susceptibles, tacaños, mezquinos, propensos al complejo de víctima, perezosos, comodones, flojos, sensuales, equilibristas de la impureza, noveleros, excesivamente soñadores, suavemente materialistas, irresponsables, frívolos, vacíos, superficiales, inconstantes, mentirosos, tramposos, faltos de autenticidad, desordenados, chapuceros, vanidosos, arrogantes, engreídos, impuntuales, rencorosos, murmuradores, chismosos, mal pensados, difamadores, duros para la comprensión, brutos en la expresión, mal dispuesto contra todo y todos, despreciativos, faltos de espíritu universal, fácilmente injustos, ingratos, desagradecidos, poco propicios a la generosidad, indiferentes hacia los demás, aislacionistas, individualistas, sembradores de pesimismo, incrédulos por comodidad, irreverentes, poco piadosos, faltos de visión sobrenatural, faltos de confianza en Dios, sordos a su voluntad, propensos a olvidarnos de Él, distraídos en la liturgia, poco devotos de la Virgen.
Y examinar también:
▪ si despreciamos el tiempo,
▪ si vivimos permanentemente descontentos,
▪ si nos falta sentido del pudor,
▪ si estamos excesivamente seguros de las propias ideas,
▪ si nos sentimos como reyes no reconocidos o injustamente destronados, y, en consecuencia, siempre enfadados,
▪ si en todas las cosas estamos contra,
▪ si vivimos exageradamente inquietos por el porvenir,
▪ si no nos preocupa el sufrimiento ajeno ni las injusticias,
▪ si sólo somos amables cuando nos conviene,
▪ si somos propensos a instrumentalizarlo todo hacia lo que nos conviene,
▪ si carecemos del “sentido del otro",
▪ si pactamos fácilmente con la injusticia,
▪ si siempre lo vemos todo desde el punto de vista propio,
▪ si solemos pasar factura a los demás, por lo que hacemos o nos parece hacer por ellos,
▪ si no damos limosna ni por casualidad,
▪ si somos negligentes en la educación de los hijos, quizá con el pretexto del mucho trabajo,
▪ si somos negligentes en la atención debida a los padres, esposa o esposo,
▪ si aumentamos innecesariamente la carga de los demás con caprichos y nuevas necesidades,
▪ si sólo nos preocupamos de que nuestros padres nos complazcan, y rara vez les damos una alegría,
▪ si exigimos mucho y damos poco,
▪ si aceptamos la mediocridad en las cosas de Dios,
▪ si tenemos tendencia a confiar más en nosotros mismos que en la gracia,
▪ si descuidamos la oración personal,
▪ si no procuramos adquirir la debida formación religiosa,
▪ si damos por supuesto que el apostolado es cosa de los otros,
▪ si vivimos esquivando las cruces que nos santificarían,
▪ si sentimos celos por el progreso espiritual de los otros,
▪ si nos falta fe en el Magisterio de la Iglesia,
▪ si tenemos tendencia a criticarla,
▪ si nos consideramos el mejor intérprete del Vaticano II,
▪ si contribuimos al desprestigio de las personas consagradas a Dios,
▪ si somos tacaños en la ayuda económica a la Iglesia,
▪ si llegamos habitualmente tarde a Misa,
▪ si descuidamos el ayuno y la abstinencia,
▪ si…, etc.
Después de esta relación meramente ejemplificativa, ¿continuaréis pensando algunos que todavía es difícil hallar —aun sin emplear demasiado tiempo—, cinco, seis, siete o diez pecados o defectos gordos de los que acusaros? Y si fuese así, ¿no sería cosa de ir pensando en introducir vuestro proceso de canonización?
Ya os dais cuenta de que ese elenco no es sino un cajón de sastre, donde hay cosas que pueden ser, o llegar a ser, incompatibles con una vida cristiana de verdad; y cosas menos importantes, si se lucha contra ellas.
Y si, refiriéndoos a estas últimas, me dijeseis que son pequeñeces, yo podría responderos con palabras ajenas, muy llenas de razón y muy experimentadas: “Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantienen viva la llama y encendida de la luz»[1].
Y para terminar, ¿Qué mejor que esta referencia a Nuestra Señora en estos momentos que recordamos la Pasión de nuestro Señor que se hacen tan amargos para nuestra Madre María?
No estamos solos. De hecho, nadie como Ella conoce mejor nuestros corazones y sabe comprender nuestras palabras y gestos para presentárselas al Señor con una sonrisa cómplice de la que se sabe Mediadora de todas las gracias. Y ante nuestras vacilaciones, penas e imperfecciones nos susurra al oído: “No pasa nada, ven conmigo. Yo te acompáñame y te enseñaré el camino”.
Porqué, ¿a quién se dirige un niño pequeño cuando quiere que se le perdone por alguna “trastada” que acaba de cometer? No hay ninguna duda. Primero, a su madre, ¡claro! Él sabe que ella le quiere con locura. Que a pesar de la regañina justa y necesaria para hacerle mejor persona, mejor hijo de Dios, ella le perdonará, y le ofrecerá su ayuda para corregirse y luchar contra las malas inclinaciones.
Recuerda: María, Madre de Dios y Madre nuestra, nunca falla porque es madre. «Antes, solo, no podías… —Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!» (Camino, n. 513)
Remedios Falaguera
[1] Tomado del libro: El sacramento de la Penitencia. Alfonso Rey (Ed. Palabra. Madrid 1977).
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