Francisco leyó una meditación que me gustaría hoy traer a la atención de los lectores por su profundo sentido cristiano
En el reciente encuentro de oración en Asís, el Papa centró todo su discurso a los participantes sobre el tema de la Paz; e invitó a todos a orar por la paz en este mundo tan afligido por las violencias, la guerra.
Antes del discurso, y como una cierta novedad dentro del protocolo de estas reuniones religiosas de oración, Francisco leyó una meditación que me gustaría hoy traer a la atención de los lectores por su profundo sentido cristiano.
«Ante Jesús crucificado, resuenan también para nosotros sus palabras “Tengo sed”. (…) ¿De qué tiene sed el Señor? Ciertamente de agua, elemento esencial para la vida. Pero sobre todo de amor, elemento no menos esencial para vivir. Tiene sed de darnos el agua viva de su amor, pero también de recibir nuestro amor».
En el Discurso, la referencia, la imploración por la paz, siempre se dirige a Dios, a un Dios, a quien cada uno de los participantes puede poner un rostro, o bien dejarlo sin rostro, sin expresión alguna.
En la Meditación, Dios tiene un nombre: Cristo, que tiene sed de nuestro amor, que no es amado, −“el amor no es amado”−, y que clavado en la Cruz quiere mover los corazones de los hombres para que vivan la Paz, la Paz que sólo Él nos puede dar: “la paz mía os dejo; la paz mía os doy”.
En su “tengo sed”, señala el Papa, «podemos escuchar la voz de los que sufren, el grito escondido de los pequeños inocentes a quienes se les ha negado la luz de este mundo, la súplica angustiada de los pobres y de los más necesitado de paz. Imploran la paz las víctimas de las guerras, las cuales contaminan los pueblos con el odio y la Tierra con las armas».
Los frentes de guerra, los frentes para conquistar la paz, no se reducen hoy a los lugares de bombardeos, de asaltos a ciudades, de dominio territorial. No. La guerra la hacemos los hombres contra nuestros hermanos los hombres; y la hacemos, también y muy encarnizadamente a veces, contra nuestro Padre Dios. La gran guerra hoy desencadenada es contra Cristo Crucificado, contra la Iglesia que sostiene siempre erguida la Cruz, en espera de que su sombra traiga la Paz.
No son pocos, por desgracia, los gobiernos obstinados en tapar la boca, en declarar una verdadera guerra, a la Iglesia para que abandone todo su batallar en defensa de la vida, en defensa de la familia, en defensa de la libertad de los padres para educar en la Fe; que pretenden hacer la vida imposible a colegios de inspiración cristiana para que no “adoctrinen” en la Fe, en la Moral, y enseñen a los alumnos las últimas incongruencias del momento sobre “el género de su condición humana”.
«Ante Cristo Crucificado, nosotros los cristianos −recuerda el Papa− estamos llamados a contemplar el misterio del Amor no amado, y a derramar misericordia sobre el mundo».
El Papa, y con él los cristianos, clamamos por la Paz. Sabemos que esa Paz que necesita el mundo, sólo Cristo nos la puede dar. ¡Pero le ponemos tantos obstáculos, tantos rechazos para que nos la conceda!
Sabemos que no la conseguiremos devolviendo bombardeo por bombardeo; ni “ideología por ideología”; «La paz que invocamos desde Asís no es una simple protesta contra la guerra, ni siquiera el resultado de negociaciones, compromisos políticos o acuerdos económicos, sino resultado de la oración».
Buscamos, y rezamos por la paz, que nos da el sabernos criaturas de Dios, creados por Dios Padre que nos ama, y sostenidos en la lucha de cada día por Dios Hijo que muere en la Cruz por nosotros; y elevados y levantados por Dios Espíritu Santo, que nos da la luz de la Verdad para no destruir en nosotros, ni querer destruir en los demás −cada caso particular es caso particular− lo que el mismo Dios ha creado para nuestro bien y para nuestra felicidad.