Durante la Audiencia general el Santo Padre reflexionó sobre el pasaje del Evangelio que inspira el lema del Jubileo: "Sed misericordiosos como el Padre”
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy hemos escuchado el pasaje evangélico que inspira el lema de este año santo: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. Dios ama con un amor tan grande que para nosotros parece imposible. Toda la historia de la salvación es una historia de misericordia, que alcanza su culmen en la donación de Jesús en la cruz. ¿Cómo alcanzar esta perfección? La respuesta estriba en que Jesús no pide cantidad, sino ser signo, canal, testimonio de su misericordia. Por eso los santos han encarnado el amor de Dios que les desbordaba en múltiples formas de caridad en favor de los necesitados.
El Evangelio nos da dos pautas para ello: perdonar y dar. Jesús no busca alterar el curso de la justicia humana, pero manifiesta que en la comunidad cristiana hay que suspender juicios y condenas. El perdón es manifestación de la gratuidad del amor de Dios, que nunca da a un hijo por perdido. No podemos ponernos por encima del otro, al contrario, debemos llamarlo continuamente a la conversión. Del mismo modo, Jesús nos enseña que su voluntad de darse está muy por encima de nuestras expectativas y no depende de nuestros méritos, sino que la capacidad de acoger su amor, crece en la medida que nos damos a los demás, más amamos, más lleno de Dios estará nuestro corazón.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor que no perdamos nunca nuestra identidad de hijos de un mismo Padre, que nos une en su amor. Que Dios los bendiga.
Hemos escuchado el texto del Evangelio de Lucas (6,36-38) del que está sacado el lema de este Año Santo extraordinario: Misericordiosos como el Padre. La expresión completa es: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (v. 36). No se trata de un eslogan efectista, sino de un compromiso de vida. Para comprender bien esa expresión, podemos compararla con la paralela del Evangelio de Mateo, donde Jesús dice: «Sed pues perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (5,48).
En el llamado sermón de la montaña, que se abre con las Bienaventuranzas, el Señor enseña que la perfección consiste en el amor, cumplimiento de todos los preceptos de la Ley. En esa misma perspectiva, san Lucas explicita que la perfección es el amor misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección arraigan en la misericordia.
Es cierto que Dios es perfecto. Sin embargo, si lo consideramos así, se hace imposible para los hombres tender a esa absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos como misericordioso, nos permite comprender mejor en qué consiste su perfección y nos empuja a ser como Él, llenos de amor, de compasión, de misericordia.
Pero yo me pregunto: ¿las palabras de Jesús son realistas? ¿Es de verdad posible amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él?
Si miramos la historia de la salvación, vemos que toda la revelación de Dios es un incesante e incansable amor por los hombres: Dios es como un padre o como una madre que ama con insondable amor y lo derrama con abundancia sobre toda criatura. La muerte de Jesús en la cruz es el culmen de la historia de amor de Dios con el hombre. Un amor tan grande que solo Dios lo puede realizar. Es evidente que, comparado con este amor que no tiene medida, nuestro amor siempre será defectuoso. Pero cuando Jesús nos pide ser misericordiosos como el Padre, ¡no piensa en la cantidad! Pide a sus discípulos ser signo, canales, testigos de su misericordia.
Y la Iglesia no puede ser sino sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en todo tiempo y con toda la humanidad. Cada cristiano, por tanto, está llamado a ser testigo de la misericordia, y eso se produce en el camino de la santidad. Pensemos cuántos santos llegaron a ser misericordiosos porque se dejaron llenar el corazón por la divina misericordia. Dieron cuerpo al amor del Señor derramándolo en las múltiples necesidades de la humanidad que sufre. En ese florecer de tantas formas de caridad es posible descubrir los reflejos del rostro misericordioso de Cristo.
Nos preguntamos: ¿Qué significa para los discípulos ser misericordiosos? Lo explica Jesús con dos verbos: «perdonar» (v. 37) y «dar» (v. 38).
La misericordia se expresa, ante todo, en el perdón: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (v. 37). Jesús no pretende cambiar el curso de la justicia humana, pero recuerda a los discípulos que para tener relaciones fraternas hay que suspender los juicios y las condenas. Es el perdón, de hecho, el pilar que sostiene la vida de la comunidad cristiana, porque en él se muestra la gratuidad del amor con el que Dios nos amó primero. ¡El cristiano debe perdonar! Pero, ¿por qué? Porque ha sido perdonado. Todos los que estamos aquí, hoy, en la plaza, hemos sido perdonados. No hay ninguno que, en su vida, no haya tenido necesidad del perdón de Dios.
Y como nosotros hemos sido perdonados, debemos perdonar. Lo recitamos todos los días en el Padre Nuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque nosotros hemos sido perdonados de tantas ofensas, de tantos pecados. Y así es fácil perdonar: si Dios me ha perdonado a mí, ¿por qué no debo perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? Este pilar del perdón nos muestra la gratuidad del amor de Dios, que nos amó primero.
Juzgar y condenar al hermano que peca es erróneo. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque condenar al pecador rompe el vínculo de fraternidad con él y desprecia la misericordia de Dios, que no quiere renunciar a ninguno de sus hijos. No tenemos el poder de condenar al hermano que se equivoca, no estamos por encima de él: tenemos más bien el deber de recuperarlo a la dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino de conversión.
A su Iglesia, a nosotros, Jesús indica también un segundo pilar: “dar”. Perdonar es el primer pilar; dar es el segundo pilar. «Dad y se os dará […] con la medida con la que midáis, se os medirá a vosotros» (v. 38). Dios nos da mucho más de lo que merecemos, pero aún será más generoso con cuantos aquí en la tierra hayan sido generosos. Jesús no dice qué les pasará a los que no dan, pero la imagen de la “medida” constituye una advertencia: con la medida del amor que demos, somos nosotros mismos los que decidimos cómo seremos juzgados, cómo seremos amados. Si miramos bien, hay una lógica coherente: en la medida en que se recibe de Dios, se da al hermano, y en la medida en que se da al hermano, se recibe de Dios.
El amor misericordioso es por eso la única vía que recorrer. Cuánta necesidad tenemos todos de ser un poco más misericordiosos, no hablar mal de los demás, no juzgar, no “desplumar” a los demás con las críticas, con las envidias, con los celos. Debemos perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra visa en el amor. Ese amor permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad recibida de Él, y reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor que practican en la vida se refleja esa Misericordia que no tendrá fin (cfr. 1Cor 13,1-12). Pero no os olvidéis de esto: misericordia y don; perdón y don. Así el corazón se agranda, se ensancha en el amor. En cambio el egoísmo, la rabia, hacen el corazón pequeño, que se endurece como una piedra. ¿Qué preferís? ¿Un corazón de piedra o un corazón lleno de amor? Si preferís un corazón lleno de amor, ¡sed misericordiosos!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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