Cuando la ley llega a ese extremo, es señal de que está en crisis toda una sociedad; invita a un examen de conciencia en la cultura occidental
Según algunos especialistas, Canadá adoptó en junio de 2015 la peor ley sobre eutanasia del mundo. Pero, salvo error por mi parte, no incluía la muerte asistida para los niños, a pesar de las presiones de Unicef: el organismo de la ONU, que debería proteger a la infancia, apoyó la propuesta ante el parlamento, a través del jefe de su asesoría jurídica en Canadá. La ley de Ottawa vino casi impuesta por una sentencia previa del Tribunal Supremo, que declaró inconstitucional la prohibición del suicidio asistido y de la eutanasia tipificadas en su Código Penal. Dio el plazo de un año para aprobar una ley específica. Se refirió sólo a los adultos, pero sin necesidad de que sufrieran enfermedades terminales.
Unicef, en la estela de Bélgica, planteaba la extensión de ese supuesto derecho a los niños que tuvieran suficiente madurez. En el fondo, era un modo de introducir esa posibilidad en el ordenamiento, porque no parece que existan criterios objetivos para determinar jurídicamente esa madurez, que obviamente no existe a la hora de conducir, comprar alcohol o votar. Sin embargo, el representante onusiano consideró que esa fórmula era compatible con la convención internacional sobre los derechos de la infancia.
La eutanasia se introdujo en Bélgica en 2002. La ley fue reformada en 2014, para incluir el acceso a menores informados y conscientes, tras el plácet de los padres y del médico de familia. Las condiciones: padecer un sufrimiento físico insoportable y prever una muerte inevitable a corto plazo. Se recuerda estos días, con cierto estupor, ante la noticia de que la norma se ha aplicado por vez primera en Flandes, aunque no se informa de las características personales ni médicas del menor.
El responsable político de la comisión federal sobre control y evaluación de la eutanasia confirmó la noticia, y afirmó que, por fortuna, hay pocos casos del tipo establecido legalmente, pero eso no significaba que se debiera negar a esos niños el “derecho a una muerte digna”. Desmienten el eufemismo los datos estadísticos de Bélgica y otros países occidentales con leyes permisivas: desde su promulgación, se produce una especie de plano inclinado hacia el aumento de las muertes provocadas, que suceden, de otra parte, con cada vez menor control de las exigencias normativas. Ha llegado a aplicarse, incluso, a reclusos condenados a cadena perpetua..., en lugares donde se abolió la pena de muerte, que se aplica ahora a petición del interesado.
El caso belga está dando lugar a muchas reacciones en Estados Unidos o en Italia. En América, porque existe una fuerte campaña en torno a una chica de catorce años, que afirma haber superado el umbral de tolerancia de su enfermedad, y anuncia su intención de morir, con el apoyo materno: hija de madre soltera, nació con atrofia muscular espinal, y sobrevive gracias a doce horas diarias de respirador artificial.
En Italia, porque existe un proyecto de ley presentado por parlamentarios radicales, y apoyado por representantes de la Sinistra y del movimiento 5 Stelle (sus militantes se manifestaron a favor de la legalización en un sondeo realizado on line). No parece que tenga posibilidades de ser aprobado, pero se ha puesto en marcha otra fórmula, que regularía las manifestaciones de voluntad en torno al final de la vida, con la fórmula de la autodeterminación en casos extremos.
Lógicamente, el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la conferencia episcopal, ha recordado que la vida es sagrada, y merece un compromiso exigente por parte de todos. Como también Gian Luigi Gigli, del Movimiento por la Vida italiano. O Alberto Gambino, de la conocida asociación no confesional Scienza & Vita.
Entre las diversas manifestaciones aparecidas estos días en Italia, citaré una respuesta de Paola Binetti, de Area popolare, portavoz del proyecto en discusión en la Cámara: “No hay duda de que el dolor de un hijo puede representar para sus padres un verdadero martirio, y por esta razón en Italia la ley sobre cuidados paliativos prevé una red de centros comprometidos en la lucha contra el dolor infantil: una red pensada para los menores, diseñada para ellos, capaz de responder a todas sus exigencias; dispuesta a hacerse cargo de las necesidades de los niños y sus padres, pero con la firme decisión de rechazar la eutanasia en cualquier forma en que pueda ser propuesta". Así, en Madrid, en un barrio donde san Josemaría Escrivá atendió a muchos ancianos y moribundos, el Centro Laguna −una vez más expreso un agradecido recuerdo familiar− dispone de una Unidad Pediátrica de enfermedades avanzadas.
Como afirma Mario Marazziti, Presidente del Comité de Asuntos Sociales de la Cámara, a propósito de Bélgica: “cuando la ley llega a ese extremo, es señal de que está en crisis toda una sociedad. Invita a un examen de conciencia en la cultura occidental”.