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Es absolutamente necesario que nuestros hijos, paulatinamente, vayan adquiriendo la consciencia de las dificultades a las que tenemos que enfrentarnos los adultos en la vida real
En cierta ocasión, mientras se celebraba una comida de empresa —por tanto, en un ambiente distendido, de confianza— uno de los presentes preguntó a un psiquiatra infantil, allí presente, por el motivo del incremento de transtornos psíquicos entre los niños.
—¡Frustra, frustra, frustra! —respondió en tono jocoso, mientras agitaba enérgicamente su brazo derecho.
Es evidente que todos nosotros hemos pensado más de una vez en la conveniencia de no satisfacer todos los deseos y caprichos de nuestros hijos. Es decir, en sí misma, la respuesta del citado psiquiatra no supone una novedad. Particularmente, me llamó la atención la forma de expresarla por su claridad, por su concisión y, sobre todo, por su rotundidad. Obviamente, el tono empleado es adecuado sólo en un contexto desenfadado como aquél.
No pretendo hablar de ningún tipo de enfermedad psíquica o psicológica. Sería una osadía, dado mi desconocimiento del tema. Pero recojo la respuesta mencionada para reflexionar en torno a la forma de educar a nuestros hijos —y, en mi caso, también alumnos—.
Cuando nuestros hijos son muy pequeños, somos conscientes de multitud de “peligros” que nos rodean en nuestro entorno más cercano. Incluso la cuna de nuestro hijo nos preocupa: «Y si trepa y se cae…» No obstante, es posible que tengamos en mayor consideración aquellos peligros que amenazan su integridad física que los de índole psicológica. Por una parte, la sangre y los hematomas son más llamativos que las envidias o los egoísmos. Además, probablemente las consideramos más fáciles de curar.
Evidentemente, las consecuencias de una caída —por ejemplo— son inmediatas. El niño cae y llora. Se ha hecho daño y, por tanto, reclama nuestra ayuda. Acudimos rápidamente y, en general, sabemos lo que debemos hacer. Lo remediamos y nos convertimos en pequeños héroes.
En cambio, ¿cómo solucionamos el problema de un niño —y peor si se trata de un adulto— excesivamente consentido? ¿Qué le decimos a un adolescente “desesperado” por verdaderas nimiedades que le han afectado profundamente en su fuero interno? ¿Cómo podemos ayudar a un joven frustrado?
En primer lugar, se aplica una cantidad moderada de mercurocromo sobre la superficie afectada y, a continuación, se cubre la zona con un apósito… No. Esto no sirve…
En las propias preguntas encontraremos las respuestas. O, al menos, nos acercaremos a dichas respuestas. Localizamos los términos clave: “consentido”, “nimiedades que afectan profundamente”, “frustrado”. Una vez analizados, percibiremos la gradación que existe entre ellos. Primero creamos al niño “consentido”; su vida infantil le aportará multitud de “nimiedades”, algunas de las cuales le “afectarán profundamente”, como consecuencia de haberse habituado a que todo y todos estén a su servicio; y, finalmente, habremos incrementado considerablemente la posibilidad de “conseguir” un “joven frustrado”.
Nuestros hijos creen que nos encanta hablarles de lo dura que es la vida, ya verás cuando seas mayor, entonces te darás cuenta de lo que cuesta sacar adelante una familia, de lo bien que vivías cuando eras estudiante, de… (Todavía no saben que sus hijos pensarán lo mismo de ellos…).
Es absolutamente necesario que paulatinamente vayan adquiriendo la consciencia de las dificultades a las que tenemos que enfrentarnos los adultos en la vida real. Pero no es suficiente con decírselo. Los tenemos que “entrenar”. No basta con saberlo, tienen que vivir pequeñas derrotas, “fracasos” en pequeño formato, que les ayuden a superar los reveses que, inevitablemente, les “regalará” la vida.
Cuando los niños son aún muy pequeños, el parque es un lugar que nos permite comprobar cómo se desenvuelven tanto en “sociedad” (con niños de edad similar y, también, con los padres de esos otros niños), como con sus padres. Llevo varios años frecuentando este tipo de lugares (mi hija menor tiene cuatro añitos) y he podido advertir la desorientación de muchos padres ante las rabietas de sus pequeños.
Recuerdo a una madre que creía tener derecho a que su hijo ocupara el único columpio (los otros dos estaban rotos, pero ése es otro tema) utilizable todo el tiempo que quisiera (“hemos llegado primero”), mientras que cinco niños esperaban y esperaban (cada vez con mayor impaciencia) a que les llegara su turno. Mi hija me pedía que contara hasta diez, procedimiento que en nuestra familia solemos utilizar para dejar el columpio (o lo que sea) al siguiente. La pobre no entendía por qué aquel niño podía estar todo el tiempo que quisiera.
En otra ocasión, una madre nos pedía disculpas a los que esperábamos diciendo que si no estaba montado en el columpio, su hijo no quería merendar. Por ello, se veía “obligada” a conseguir un columpio para su hijo y a que nadie se lo “quitara” al menos hasta terminar la merienda.
Un niño llora, llora con mucha frecuencia. Un niño tiene rabietas. Y un pájaro vuela. Y una vaca come hierba. ¿Nos sorprende? Dicho así, no. Pero cuando es nuestro hijo quien llora, y llora, y llora…, cuando es nuestro hijo quien tiene una fenomenal rabieta, da la impresión de que nos sorprende y, por tanto, tenemos que hacer algo inmediato para que nuestro hijo deje de llorar. «Tiene que dejar de llorar. Si no, va a parecer que soy un mal padre. Menos mal que tengo un caramelo. Ten, un caramelo». Y el niño deja, momentáneamente, de llorar. “¡Qué alivio!” El niño está sorprendido. «Me he ganado un caramelo por llorar». Queda apuntado. La próxima vez que quiera un caramelo ya sabe lo que tiene que hacer.
No podemos pedir al niño que razone como un adulto, que nos aporte argumentos sólidos que justifiquen el disfrute del columpio —o del caramelo—. El niño aprende a llorar mucho antes que a hablar, y continúa utilizando las lágrimas como modo de comunicación. Por tanto, tenemos que considerar su llanto como tal, actuando ante él con serenidad, sobre todo serenidad. Es un primer paso —fundamental— para poder mantener la constancia. «Si he dicho que no, es que no». Y, por supuesto, seguirá siendo que no. Así como se acostumbra a conseguir todo lo que quiere, si nosotros se lo concedemos, también se acostumbra a que nuestras negativas sean definitivas. Llorará, claro que llorará. Es el vehículo de expresión que mejor conoce. Pero sus rabietas durarán menos si sus expectativas de éxito se reducen o desaparecen.
Y aquí llegamos al “entrenamiento de la frustración” al que nos referíamos anteriormente. Un niño que llora porque no ha visto satisfecho un capricho, llora para expresar su frustración, quizá también como una forma de recriminar al que le ha negado el capricho. Pero si tiene claro que no lo va a conseguir, sus lágrimas ya no tienen carácter “estratégico”, ya no esperan conseguir nada. Esto último provoca que la “tormenta”, generalmente, dure bastante menos.
Y, lo que es lo verdaderamente importante, estamos educando a una persona (no ya niño) habituada a renunciar, a no conseguir todo lo que le apetece. En definitiva, una persona presumiblemente mejor preparada para afrontar los “zarpazos” de la vida adulta.
Xabier Alustiza
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