El próximo día 20 de septiembre se celebrará en Asís el Encuentro Internacional ‘Sed de Paz. Religiones y culturas en diálogo’ en el que participará también el papa Francisco
Han pasado 30 años desde la histórica Jornada de Oración por la Paz en Asís, celebrada el 27 de octubre de 1986. Una fecha que sigue siendo un icono para el futuro, en un mundo en el que a menudo se habla de guerras de religión o entre civilizaciones. El evento es también una guía, especialmente cuando el desconcierto y la desorientación se hacen más fuertes a causa de los conflictos crecientes, del terrorismo o de los retos de la globalización. Aquella jornada histórica −y el espíritu que de ella surgió− nos habla de la unidad de la humanidad. En torno a la oración de Asís se ha tejido un diálogo entre hombres de religión, tal vez demasiado habituados a vivir dentro de los confines de sus mundos particulares, con el riesgo de quedar atrapados en identidades nacionalistas o conflictivas.
Pero ¿qué sucedió en Asís hace poco más de treinta años? Juan Pablo II invitó a rezar por la paz a los líderes de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones. Fue una jornada de oración de unos junto a otros, y no −como dijo el Papa− de unos contra otros. 124 representantes de las confesiones cristianas y de las grandes religiones del mundo se reunieron en la ciudad de Asís, un “lugar que la seráfica figura de san Francisco ha transformado en un centro de fraternidad universal”. Un historiador observó que esta iniciativa única se consideró un “punto de inflexión en la actitud del catolicismo contemporáneo hacia las otras religiones” y que, al mismo tiempo, supuso un momento clave para la percepción del cristianismo que tienen las religiones no cristianas.
La oración de Asís se había forjado desde lejos: era el resultado de una época de diálogo. Un diálogo que se desarrolló durante todo el siglo XX, tan lleno de esperanzas como de grandes sufrimientos. Algo aunó a los creyentes en ese siglo tan terrible, en el que según estimaciones recientes, hubo más de 180 millones de muertos a causa de las guerras. En la segunda mitad del siglo XX, personas de distintas religiones dialogaron y se reunieron como nunca antes había sucedido en la historia. La conversación fue posible, en parte, gracias al empuje del Concilio Vaticano II, que planteó en la declaración Nostra Aetate la relación de la Iglesia Católica con el judaísmo, el Islam y las otras religiones no cristianas, con la idea de “fundamentar la unidad y la caridad entre los hombres y, aún más, entre los pueblos”, en un tiempo de creciente interdependencia. La declaración conciliar exhortaba a los cristianos “a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen”.
En las décadas siguientes, las migraciones y la desaparición de las fronteras han hecho posible el desarrollo de la convivencia entre personas de diferentes religiones, y con ella, la conveniencia del diálogo. Asís 1986 es el fruto maduro de esta época: los líderes religiosos, juntos ante el mundo, juntos en la oración, juntos en búsqueda de la paz. No fue un ritual más, sino una manifestación común de confianza en las energías espirituales y en la extraordinaria fuerza de la oración: una oración sin mezclas sincretistas, pero respetuosa con la diversidad, en una sinergia entre el diálogo interreligioso y el compromiso de los creyentes por la paz. Juan Pablo II dijo en su discurso de clausura: “Tal vez nunca en la historia de la humanidad como ahora se ha hecho a todos tan evidente la relación intrínseca entre una actitud auténticamente religiosa y el gran bien de la paz. […] La oración es ya acción, en sí misma, pero eso no nos exime de las acciones al servicio de la paz”. Y continuó: “Juntos hemos llenado nuestras miradas con visiones de paz: ellas desencadenan energías para un nuevo lenguaje de paz, para nuevos gestos de paz, gestos que romperán las cadenas fatales de las divisiones heredadas por la historia o engendradas por las ideologías modernas. La paz espera a sus artífices”.
La oración y el compromiso de los creyentes han sido propuestos de nuevo como las energías capaces de erradicar las malas semillas que facilitan el desarrollo de conflictos. Presentarse y conocerse, respetando la diversidad, es acortar distancias y caminar hacia el compromiso de erradicar −en las diferentes culturas− las raíces de la incomprensión. El esfuerzo pasa por buscar -usando las palabras de Juan XXIII- “lo que une más que lo que divide” y por “separar” las tradiciones religiosas de la justificación de cualquier forma de conflicto. Desde aquel octubre de 1986 han surgido muchos encuentros con ese espíritu. Testigos de ello son los encuentros anuales promovidos por la Comunidad de San Egidio, en las principales ciudades europeas, así como en Washington y en Jerusalén. Son momentos en los que hombres y mujeres de religiones, culturas y convicciones distintas se reúnen para encontrar caminos de paz en la sociedad, siempre en búsqueda “del otro”, es decir: proponer un camino diverso al de la evolución histórica de estos últimos treinta años, en los que procesos identitarios de conflicto y fenómenos terroristas en diversas crisis han resurgido con fuerza, sobre todo en Oriente Medio.
Las expectativas originadas tras la caída del muro de Berlín se diluyeron rápidamente, dando paso a una sensación generalizada de impotencia. Las mismas religiones, a partir de 1989, experimentaron un notable impulso a legitimar o bendecir los conflictos, movilizar al pueblo o a justificar el odio. Así, las comunidades religiosas se han encontrado en una encrucijada: por un lado, la manipulación de los sentimientos religiosos para dividir y enfrentar, por otro, la antigua y siempre nueva tensión universal y unificadora, por la que el hombre creado por Dios es hermano de sus semejantes. En los fundamentos de todas las tradiciones religiosas está escrito el valor de la paz. Y esto es lo que está en la base del “espíritu de Asís”, y lo que ayuda a superar las distancias, a veces son abismos, entre mundos diferentes. Cada etapa ha sido un puente y un paso más para dejar atrás esa encrucijada.
¿Qué puede ofrecer el espíritu de Asís hoy, mientras vivimos una situación especialmente delicada en las relaciones entre los pueblos y las religiones? Las respuestas no son evidentes. Hemos entrado en un tiempo de continuo intercambio de mensajes, culturas y procesos. Es la globalización, de la que tanto se discute, siendo al mismo tiempo nuestra realidad. Como se ha visto desde principios de los años noventa, los cambios se han producido tan rápidamente que es difícil captar la nueva longitud de onda. Y eso afecta también a los mundos religiosos: a veces, la generación de más edad carece de agilidad para situarse en los nuevos escenarios. También los más jóvenes pueden carecer de un imprescindible sentido de profundidad.
El espíritu de Asís pone de relieve cómo el mensaje de la paz es algo profundamente inherente a la mayoría, si no a todas, las grandes tradiciones religiosas del mundo. Es sorprendente cómo, a partir de las últimas décadas del siglo XX, un tiempo que parece ser el más secularizado de la historia −en el que se teorizó la desaparición de las religiones− las religiones han alcanzado una notable presencia pública en algunas regiones del mundo, aún cuando esa presencia haya podido estar ligada, en algunas ocasiones, al renacimiento de nacionalismos, a la protesta de los excluidos, e incluso a enfrentamientos o a la recuperación de la propia identidad.
¿Qué quieren y qué pueden hacer hoy en día los hombres y mujeres de diferentes religiones? Son personas que no se confrontan sólo con un ambiente de creencias uniformes o culturas similares.
En nuestra época viven juntas personas de religiones u orígenes étnicos diferentes. Es, por ejemplo, la experiencia de Europa ante la inmigración, pero también la del nacimiento de un nuevo sentido de comunidad entre Oriente y Occidente y entre Norte y Sur. Es el desafío de África, donde −en este tiempo difícil− se están enfrentando a la fragilidad de los estados nacionales, cuestionados por las diferencias étnicas, religiosas o de otro tipo. Es el desafío del renacimiento de las naciones, de las relaciones entre religiones y naciones, de los procesos de limpieza étnica en algunas regiones del mundo. Pero es también el reto del mundo virtual, en el que cada vez estamos más en contacto con todos: en el mundo digital vivimos todos juntos y hay que acostumbrarse a cruzarse continuamente con los que son diferentes a uno mismo. Y es finalmente el reto de un mundo en el que se ve todo: la riqueza de unos pocos y la miseria de tantos, como a menudo recuerda el Papa Francisco.
La condición humana se está cualificando en el hecho de convivir. La convivencia es la realidad de muchos pueblos, de muchas religiones, de muchos grupos. Ciertamente no siempre es fácil. Es un convivir marcado por muchas diferencias, horizontes excesivamente amplios, como los de la globalización, que producen fenómenos preocupantes: individualismos irresponsables, tribalismos defensivos, nuevos fundamentalismos y terrorismo. Hay gente que se siente atacada y desorientada ante los nuevos vecinos y ante un mundo demasiado grande. Mujeres y hombres desorientados −que temen el presente y el futuro− piden a las religiones les protejan de su miedo, tal vez mediante la construcción de muros de desconfianza. Nacen fundamentalismos de diferente tipo, que aparecen como fantasmas de carácter étnico o nacionalista, llegando a veces al terrorismo. Los fundamentalismos son simplificaciones que pueden fascinar a los más jóvenes, a los más desesperados, a los desorientados en un mundo complejo e inhóspito, pero que también pueden interesar a los políticos sin escrúpulos que buscan cualquier atajo para llegar al poder. Los fundamentalismos tienen esa marca del odio que conduce, a veces, a atacar a quien es diferente desde un punto de vista religioso o étnico.
Tal vez en el pasado los mundos religiosos se podían ignorar. En un mundo de grandes distancias y de reacciones lentas, como el del pasado, ignorarse era quizá no menos perjudicial, pero sin duda más fácil. Hoy en día, sin embargo, el desconocimiento mutuo conduce rápidamente a relaciones duras y agrias. Líderes religiosos aislados, se encuentran a veces prisioneros de horizontes demasiado nacionalistas. Sin embargo, la universalidad, que es propia de las diversas tradiciones religiosas, libera y fortalece a través del contacto y del diálogo.
El diálogo es el arte paciente de escucharse, de entenderse, de reconocer el perfil humano y espiritual del otro. Desde el seno de las tradiciones religiosas, capaces de diálogo, surge el arte de convivir, tan necesario en una sociedad plural como la nuestra. Es el arte de la madurez de las culturas, de las personalidades, de los grupos.
Las religiones, que viven al mismo tiempo en una comunidad particular y en un horizonte universal, hablan de Dios pero viven con los hombres. Por eso pueden ser una escuela de convivencia y de paz. Las escrituras cristianas nos recuerdan que “Él [Cristo] es nuestra paz”. El magisterio de los papas del siglo XX se hace eco del mismo tema. En la tradición islámica, por ejemplo, un nombre de Dios es Salam, Paz. La mirada religiosa se mueve desde el individuo −considerado una criatura de Dios y un hermano− hasta todos los pueblos, con la convicción de que la guerra está envenenando la tierra.
Las religiones no tienen la fuerza política para imponer la paz, pero transformando interiormente el hombre, instándole a romper con el mal, lo conducen hacia la paz del corazón. La religión tiene una energía de paz que debe liberarse y manifestarse. Cada religión cuenta con un camino propio, no son iguales. En los hombres y mujeres de fe existe además la convicción de la fuerza moral. No siempre todos están a la altura de las circunstancias. Pero cada comunidad religiosa, formada por hombres y mujeres pecadores, muestra un rostro humano y compasivo, que debe distanciarse de la terrible utopía de las sociedades perfectas, construidas con violencia por las ideologías y el sectarismo. La fuerza moral se conecta profundamente con la enseñanza de la compasión y la misericordia de tantas religiones. La piedad y la espiritualidad son vividas en las comunidades religiosas concretas y locales, con una ventana abierta a lo universal. Ejemplo de este sentir son −por ejemplo− las antiguas prescripciones religiosas sobre la hospitalidad a los extranjeros. Es una actitud que nos hace mucha falta en estos tiempos difíciles para tantos inmigrantes en Europa y en otras partes del mundo.
En el mundo contemporáneo el extranjero está muy cerca. O dicho de manera más dramática, sucede que nuestro vecino se convierte, a veces, en extranjero. En un mundo globalizado, las personas de diferente fe, origen étnico o cultura conviven en las mismas ciudades, en las mismas plazas, en los mismos horizontes nacionales. Mientras todavía se persiguen estrategias de homogeneidad a través de la limpieza étnica, hay personas diferentes que viven juntas sin destruir las identidades nacionales, aunque aparezcan en el horizonte nuevos problemas.
Las religiones tienen una responsabilidad crucial para la convivencia: su diálogo teje una trama pacífica, rechaza las tentaciones de romper el tejido social o de instrumentalizar las diferencias religiosas con fines políticos. Pero se requiere coraje y fe en los hombres y mujeres de religión. Hace falta valor. Se requiere fuerza moral, compasión y diálogo para romper tantos muros. El papel de las religiones puede ser grande también en la educación del arte de vivir juntos. Grande también es la tarea de las religiones al recordar que el destino del hombre está más allá de sus bienes terrenales, y que se engarza en un horizonte universal, ya que todos los hombres son criaturas de Dios. No es casualidad que hayan sido siempre sus santos y sus sabios los han sabido avizorar un horizonte común.
Hoy miramos más allá. La globalización de la información nos lleva a conocer necesidades y dramas lejanos. La mirada de los hombres de religión tiene que cruzarse con la de los pobres, los afligidos y los pueblos marginados. La pobreza y la exclusión del mundo contemporáneo nos desafían.
Marco Impagliazzo
Presidente de la Comunidad de Sant´Egidio, Roma.
Fuente: iglesiaendirecto.com.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |